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– Era 1992. De repente Wennesrström se puso en contacto con el CADI y les comunicó que quería dinero. Presentó un plan, aparentemente bien arraigado entre las partes interesadas de Polonia, con el fin de crear una empresa que fabricara envases para la industria alimentaria.

– O sea, una fábrica de latas de conserva.

– No exactamente, pero algo por el estilo. No tengo ni idea de a quién conocía en el CADI, pero salió sin problemas con sesenta millones de coronas.

– Esto empieza a ponerse interesante. Déjame adivinar: fue la última vez que alguien vio ese dinero.

– No -replicó Robert Lindberg, y esbozó una sonrisa antes de animarse con un poco más de aguardiente-. Lo que sucedió después fue digno de una lección magistral de contabilidad. Wennesrström fundó realmente una industria de embalajes en Polonia, en Lodz, para ser más exacto. La empresa se llamaba Minos. El CADI recibió unos alentadores informes durante el año 1993; luego… silencio. De repente, en 1994, Minos se vino abajo.

Para ilustrar el hundimiento de la empresa, Robert Lindberg dio un golpe en la mesa con la copa vacía.

– El problema del CADI era que no existía ningún tipo de procedimiento sobre cómo rendir cuentas de esos proyectos. Te acuerdas del espíritu de la época, ¿no? Todo ese optimismo cuando cayó el muro de Berlín: que se instauraría la democracia, que la amenaza de guerra nuclear ya era historia y que los bolcheviques se iban a convertir en capitalistas de la noche a la mañana. El gobierno quería afianzar la democracia en el Este. Todos los capitalistas querían subirse al tren y ayudar a construir la nueva Europa.

– No sabía que los capitalistas estuvieran tan dispuestos a dedicarse a hacer obras de caridad.

– Créeme, estamos hablando del sueño húmedo de cualquier capitalista. Quizá Rusia y los países del Este constituyan, después de China, el mercado restante más grande del mundo. A la industria no le importaba ayudar al gobierno, especialmente porque las empresas sólo tenían que responder de una pequeña parte de los gastos. En total, el CADI se comió más de treinta mil millones de coronas de los contribuyentes. El dinero volvería en forma de futuras ganancias. Formalmente el CADI era una iniciativa del gobierno, pero la influencia de la industria era tan grande que, en la práctica, la dirección del CADI trabajaba de manera independiente.

– Entiendo. Pero ¿aquí hay material para un artículo o no?

– Paciencia. Cuando los proyectos se pusieron en marcha no hubo problemas para financiarlos. Suecia aún no había sido golpeada por la crisis surgida a raíz de la enorme subida de los intereses. El gobierno estaba contento porque con el CADI se pondría de manifiesto la gran aportación sueca a favor de la democracia en el Este.

– ¿Y todo esto pasó con el gobierno de derechas?

– No metas a los políticos en esto. Se trata de dinero e importa una mierda si los que designan a los ministros son socialistas o de derechas. Así que adelante, a toda pastilla. Luego llegaron los problemas de divisas y después unos chalados llamados los nuevos demócratas (sin duda te acordarás del partido Nueva Democracia) empezaron a quejarse de que no había transparencia en lo que hacía el CADI. Uno de sus payasos confundió al CADI con la Agencia Sueca de Cooperación Internacional para el Desarrollo y creyó que se trataba de algún maldito proyecto de ayuda en plan caritativo como el de Tanzania. Durante la primavera de 1994 se designó una comisión para investigar al CADI. A esas alturas varios proyectos ya habían sido criticados, pero uno de los primeros en inspeccionarse fue el de Minos.

– Y Wennerström no pudo dar cuenta del dinero.

– Al contrario. Wennerström presentó un excelente libro de cuentas demostrando que más de cincuenta y cuatro millones de coronas habían sido invertidas en Minos, pero que seguía habiendo problemas estructurales demasiado importantes en la rezagada Polonia para que pudiera funcionar una moderna industria de envases, por lo que, en la práctica, la competencia de un proyecto alemán similar les había ganado la partida. Los alemanes estaban en pleno proceso de compra de todo el bendito bloque del Este.

– Dijiste que le dieron sesenta millones.

– Exacto. El dinero del CADI se gestionó como un crédito sin intereses. La idea era, por supuesto, que las empresas acabaran devolviendo parte del dinero durante una serie de años. Pero Minos quebró y el proyecto fracasó; nadie pudo reprocharle nada a Wennerström. Aquí entraban las garantías del Estado, por lo que Wennerström quedó libre de responsabilidades. Simplemente no tuvo que devolver el dinero perdido cuando quebró Minos, y al mismo tiempo pudo demostrar que había perdido una suma equivalente de su propio dinero.

– A ver si lo he entendido bien: el gobierno ofrece el dinero de los contribuyentes y pone a los diplomáticos al servicio de una serie de hombres de negocios para abrirles puertas. La industria coge el dinero y lo usa para invertir en joint ventures de las que luego saca una buena tajada. En fin: la misma historia de siempre. Algunos se forran y otros pagan la cuenta, y ya sabemos muy bien qué papel interpreta cada uno…

– ¡Qué cínico eres! Los créditos se iban a devolver al Estado.

– Pero has dicho que estaban libres de intereses. Por tanto, significa que los contribuyentes no recibieron ni un duro por poner la pasta. Le dieron a Wennerström sesenta kilos, de los cuales invirtió cincuenta y cuatro. ¿Qué pasó con los restantes seis millones?

– En el momento en que quedó claro que el proyecto del CADI sería objeto de estudio por parte de una comisión, Wennerström envió un cheque de seis millones al CADI como pago de la diferencia. Con eso, jurídicamente hablando, el caso quedaba cerrado.

Robert Lindberg se calló y miró, desafiante, a Mikael.

– Suena como si Wennerström hubiera perdido un poco del dinero del CADI, pero en comparación con los quinientos millones que desaparecieron de Skanska o la historia del contrato blindado de aquel director de ABB que cobró una indemnización por despido de más de mil millones, algo que realmente indignó a la gente, esto no parece ser gran cosa para un artículo -dijo Mikael-. La verdad es que los lectores de hoy en día están bastante hartos de textos sobre especuladores incompetentes, aunque sea dinero que provenga de los impuestos. ¿Hay algo más en toda esta historia?

– Esto no ha hecho más que empezar.

– ¿Cómo es que sabes tanto sobre los negocios de Wennerström en Polonia?

– En los años noventa trabajé en Handelsbanken. Adivina quién era el encargado de hacer las investigaciones para el representante del banco en el CADI.

– Vale, ahora lo entiendo. Anda, sigue.

– Entonces… para resumir, el CADI recibió una explicación por parte de Wennerström. Se firmaron los documentos pertinentes. El resto del dinero se devolvió. Ese detalle de los seis millones devueltos fue una jugada muy astuta. A ver, si alguien llama a tu puerta para darte una bolsa de dinero, ¿cómo coño vas a pensar que no es trigo limpio?

– Ve al grano.

– Blomkvist, ¡por favor!; ése es el grano. Los del CADI se quedaron satisfechos con el libro de cuentas de Wennerström. La inversión se fue al garete, pero no había nada que objetar en cuanto a la gestión. Miramos facturas, transferencias y todo tipo de papeles. Todo impoluto. Yo me lo creí. Mi jefe se lo creyó. El CADI se lo creyó y el gobierno no tuvo nada que añadir.

– Entonces ¿dónde está la pega?

– Ahora es cuando la historia se pone interesante -dijo Lindberg y, de repente, pareció asombrosamente sobrio-. Ya que eres periodista, que conste que esto es off the record.

– ¡Joder, no puedes estar contándome cosas para luego decirme que no me dejas utilizarlas!

– Claro que sí. Lo que te he explicado hasta ahora es de conocimiento público. Busca el informe y échale un vistazo si te apetece. El resto de la historia, lo que no te he contado todavía, publícalo si quieres, pero tienes que tratarme como una fuente anónima.