– Vale, pero según la terminología general off the record significa que me han revelado confidencialmente algo sobre lo que no puedo escribir nada.
– A la mierda con la terminología. Escribe lo que quieras, pero yo soy una fuente anónima. ¿De acuerdo?
– Vale -contestó Mikael.
Naturalmente, a la luz de los acontecimientos posteriores su respuesta constituía un error.
– Muy bien. Aquella historia de Minos tuvo lugar hará unos diez años, justo después de caer el muro, cuando los bolcheviques se estaban convirtiendo en capitalistas decentes. Yo era una de las personas que investigaba a Wennerström y había algo que me daba mala espina.
– ¿Por qué no dijiste nada entonces?
– Se lo comenté a mi jefe. El caso era que no había nada en concreto. Todos los papeles estaban en orden. No tuve más remedio que firmar el informe. Pero ahora, cada vez que me encuentro con el nombre de Wennerström en la prensa me viene a la mente la historia de Minos.
– Vale. ¿Y?
– Unos años después, a mediados de los noventa, mi banco hizo negocios con Wennerström, negocios bastante importantes, de hecho. Y no salieron muy bien.
– ¿Os timó?
– No; tanto como eso, no. Los dos ganamos dinero. Lo que pasó fue más bien que… no sé muy bien cómo explicártelo; estoy hablando de mi propia empresa y eso no me gusta. Pero el balance de todo aquello -o sea, la impresión general, por decirlo de alguna manera- no es positivo. A Wennerström le definen en los medios de comunicación como un impresionante oráculo de la economía. De eso vive. Es su valor seguro.
– Sé lo que quieres decir.
– Yo siempre tuve la sensación de que se trataba simplemente de un fanfarrón. No mostraba ninguna habilidad para los negocios. Todo lo contrario; me pareció asombrosamente superficial e ignorante en muchos temas. Tenía un par de jóvenes tiburones realmente muy agudos como consejeros, pero personalmente me cayó fatal.
– ¿Y?
– Hace unos años fui a Polonia para un asunto completamente diferente. Nuestro grupo cenó en Lodz con unos inversores y por casualidad acabé en la misma mesa que el alcalde. Hablamos de lo difícil que resultaba levantar la economía polaca y de cuestiones similares; y, entre unas cosas y otras, mencioné el proyecto Minos. Al principio el alcalde pareció no entenderme, como si en su vida hubiera oído hablar de Minos, pero luego se acordó de que era un pequeño negocio de mierda que nunca llegó a ser nada. Despachó el tema con una carcajada y dijo, cito literalmente, que si eso era todo lo que eran capaces de hacer los inversores suecos, nuestro país no tardaría en hundirse por completo. ¿Me sigues?
– El comentario da a entender que el alcalde de Lodz es un hombre inteligente. Venga, continúa.
– No pude sacarme esas palabras de la cabeza. Al día siguiente tenía una reunión por la mañana, pero por la tarde estaba libre. Por pura maldad me fui a ver la fábrica abandonada de Minos, situada en un pequeño pueblo a las afueras de Lodz, con una taberna en un granero y retretes fuera de las casas. La gran fábrica de Minos era un almacén en ruinas, un viejo cobertizo de chapa que había montado el Ejército Rojo en los años cincuenta. Me encontré con un guardia que sabía un poco de alemán y me contó que uno de sus primos había trabajado en Minos. El primo vivía muy cerca, así que fuimos a verlo. El guardia me acompañó para hacer de intérprete. ¿Quieres saber lo que dijo?
– Me muero por saberlo.
– Minos empezó sus actividades en el otoño de 1992. Llegó a tener un máximo de quince empleados, en su mayoría mujeres mayores. Cobraban ciento cincuenta coronas al mes. Al principio no había maquinaria, de modo que los empleados se pasaban el día limpiando aquel almacén. A primeros de octubre llegaron tres máquinas para hacer cartones, compradas en Portugal. Estaban viejas, desgastadas por el uso y completamente anticuadas. Su valor como chatarra no pasaría de un par de miles de coronas. Es verdad que las máquinas funcionaban, pero se rompían cada dos por tres. Naturalmente, no había piezas de repuesto, así que Minos se veía afectada por constantes paradas en la producción. Por regla general, un empleado siempre acababa reparando la máquina de manera provisional.
– Esto ya empieza a parecerse a un artículo -reconoció Mikael-. ¿Y en realidad qué fabricaban en Minos?
– Durante 1992 y la mitad de 1993 fabricaron cartones perfectamente normales para detergentes, hueveras y cosas por el estilo. Luego se dedicaron a las bolsas de papel. Pero la fábrica sufría una constante escasez de materia prima y nunca llegó a tener mucha producción.
– No suena precisamente como una inversión muy importante.
– He hecho mis cálculos. El gasto total del alquiler rondaría las quince mil coronas en dos años. Los sueldos podrían haber ascendido, como mucho, y estoy siendo muy generoso, a unas ciento cincuenta mil. Compra de maquinaria y transportes, una furgoneta que distribuía las hueveras… a ojo de buen cubero, unas doscientas cincuenta mil. Eso sin contar los costes administrativos de permisos y unos pocos billetes de avión; según parece, tan sólo una persona de Suecia visitaba el pueblo en muy contadas ocasiones. Bueno, digamos que toda la operación salió por un total de algo menos de un millón. Un día del verano de 1993, el capataz bajó a la fábrica y anunció que estaba cerrada; poco después apareció un camión húngaro y se llevó toda la maquinaria. Hasta la vista, Minos.
Durante el juicio, Mikael se acordó a menudo de aquella noche de Midsommar. El tono de la conversación le recordaba los años de instituto: la típica discusión de amigos, juvenil y desenfadada. Como adolescentes habían compartido los problemas propios de esa edad. Como adultos eran, en realidad, perfectos desconocidos; dos personas completamente distintas, en el fondo. A lo largo de aquella noche, Mikael se estuvo preguntando por qué no podía acordarse de lo que les había convertido en buenos amigos durante el bachillerato. El recuerdo que guardaba de Robert era el de un chaval callado y reservado que mostraba una incomprensible timidez con las chicas. De adulto se había convertido en un exitoso… llamémosle trepa, del mundo de la banca. A Mikael no le cabía la menor duda de que su compañero tenía opiniones que estaban totalmente en desacuerdo con su propia visión del mundo.
Mikael raramente se emborrachaba, pero aquel encuentro casual había convertido una fracasada navegación en una de esas agradables veladas donde el nivel de la botella de aguardiente va acercándose lentamente al fondo. Debido precisamente a ese tono adolescente de la conversación, en un principio no se tomó en serio la historia de Robert, si bien sus instintos periodísticos acabaron aflorando. De repente, se puso a escuchar la historia con mucha atención, y entonces se le ocurrieron algunas objeciones lógicas.
– Espera un momento -suplicó Mikael-. Wennerström se encuentra entre la élite de los especuladores bursátiles. Si no me equivoco es multimillonario…
– Un cálculo rápido situaría a Wennerstroem Group en unos doscientos mil millones. Ahora te estarás preguntando por qué un multimillonario de esa categoría se molestaría en montar una estafa así para ganar una miserable calderilla de unos cincuenta millones, ¿verdad?
– Bueno, más bien por qué iba a arriesgarlo todo cometiendo un fraude tan obvio.
– No sé si estoy de acuerdo en llamarlo obvio precisamente; la junta directiva del CADI al completo, la gente de la banca, los interventores y los auditores del gobierno y del Parlamento… Todos han aceptado el rendimiento de cuentas de Wennerström.
– No obstante, estamos hablando de una miseria.
– Cierto, pero piensa que Wennerstroem Group es una de esas empresas inversoras que se meten en todo tipo de negocios con los que se puede ganar un dinero rápido: inmuebles, valores, opciones, divisas… you name it. Wennerström se puso en contacto con el CADI en 1992, justo cuando el mercado estaba a punto de hundirse. ¿Te acuerdas del otoño de 1992?