«Para», pensó Mikael. Martin Vanger hablaba de los secuestros y asesinatos en un tono casi académico, como si defendiera una opinión divergente en alguna cuestión de teología esotérica.
– ¿Realmente te interesa esto, Mikael?
Se inclinó y le acarició la mejilla. Su tacto fue delicado, casi tierno.
– Te das cuenta de que esto sólo puede terminar de una manera, ¿no? ¿Te molesta si fumo?
Mikael negó con la cabeza.
– ¿Me invitarías a uno?
Martin Vanger accedió a su deseo. Encendió dos cigarrillos y, cuidadosamente, colocó uno entre los labios de Mikael. Le dejó dar una calada y se lo sostuvo.
– Gracias -dijo Mikael automáticamente.
Martin Vanger volvió a reírse.
– ¿Ves? Ya has empezado a adaptarte al principio de la sumisión. Tengo tu vida en mis manos, Mikael. Sabes que te puedo matar en cualquier momento. Apelas a mi bondad para mejorar tu calidad de vida, y lo haces empleando un argumento racional y dándome un poco de coba. Y has recibido una recompensa.
Mikael asintió. Su corazón palpitaba a un ritmo casi insoportable.
A las once y cuarto, Lisbeth Salander bebió agua de su botella mientras seguía pasando páginas. A diferencia de Mikael -ese mismo día, pero un poco antes-, no se le atragantó la bebida. En cambio, abrió los ojos de par en par al establecer la conexión.
¡Clic!
Llevaba dos horas repasando los boletines informativos de la empresa desde todos los frentes del Grupo Vanger. El boletín principal se llamaba simplemente Información de la empresa y llevaba el logo del Grupo Vanger: un banderín sueco ondeando al viento con la punta formando una flecha. Al parecer, la publicación corría a cargo del departamento de marketing del cuartel general del Grupo y contenía una propaganda que contribuiría a que los empleados se sintieran como miembros de una gran familia.
Con motivo de las vacaciones de la semana blanca de febrero de 1967, Henrik Vanger, en un gesto de generosidad, invitó a cincuenta empleados de la oficina central, con sus respectivas familias, a pasar esos días esquiando en Härjedalen. La invitación se debió a que el Grupo, el año anterior, había alcanzado un resultado récord; se trataba, por tanto, de una muestra de agradecimiento por las muchas horas de trabajo. El departamento de relaciones públicas les acompañó y realizó un reportaje fotográfico en la estación de esquí, alquilada para la ocasión.
Muchas de las fotos ofrecían divertidos comentarios y habían sido hechas en las pistas. Algunas se sacaron en el bar y mostraban a empleados con las caras ateridas de frío, riéndose y levantando alguna que otra jarra de cerveza. Dos fotos representaban una pequeña ceremonia matutina en la que Henrik Vanger eligió a la secretaria Ulla-Britt Mogren, de cuarenta y un años, como la empleada del año. Se le concedió una prima de quinientas coronas y se le regaló una fuente de cristal.
La entrega del premio había tenido lugar en la terraza del hotel, justo antes, al parecer, de que la gente pensara lanzarse de nuevo a las pistas. En una de las fotos se veía a una veintena de personas.
En el extremo derecho, exactamente detrás de Henrik Vanger, había un hombre con el pelo claro y largo. Llevaba una cazadora oscura con una franja más clara a la altura de los hombros. Como la foto era en blanco y negro no se apreciaba el color, pero Lisbeth Salander estaba dispuesta a jugarse la cabeza a que esa franja era roja.
Al pie de la foto había un pequeño texto: «En el extremo derecho, Martin Vanger, de diecinueve años, que estudia en Uppsala. Ya se habla de él como una futura promesa en la dirección de la empresa».
– Got you -dijo Lisbeth Salander en voz baja.
Apagó la lámpara de la mesa y dejó las revistas sobre la mesa, todas revueltas. «Así esa cerda de Bodil Lindgren tendrá algo que hacer mañana.»
Salió al aparcamiento a través de una puerta lateral. A medio camino hacia la moto se acordó de que había prometido avisar al vigilante cuando se fuera. Se detuvo y entornó los ojos mirando el aparcamiento. El vigilante estaba justo en el otro lado; tendría que dar la vuelta y rodear todo el edificio. «Fuck that», sentenció.
Al llegar a la moto, encendió el móvil y telefoneó a Mikael. Saltó una voz informando de que en ese momento el abonado no estaba disponible. Descubrió, sin embargo, que Mikael había intentado llamarla no menos de trece veces entre las tres y media y las nueve. Sin embargo, durante las dos últimas horas no lo había hecho.
Lisbeth marcó el número del teléfono fijo de la casita de invitados, pero no obtuvo respuesta. Frunció el ceño, enganchó el maletín de su ordenador a la moto, se puso el casco y arrancó de una patada. Tardó diez minutos en recorrer el trayecto desde las oficinas, situadas cerca de la entrada de la zona industrial de Hedestad, hasta la isla de Hedeby. Había luz en la cocina, pero la casa estaba vacía.
Lisbeth Salander salió para echar un vistazo por los alrededores. Lo primero que se le ocurrió fue que Mikael había ido a ver a Dirch Frode, pero, ya desde el puente, advirtió que las luces del chalé de Frode, en la otra orilla, estaban apagadas. Miró su reloj: faltaban veinte minutos para la medianoche.
Regresó a casa, abrió el armario y sacó los dos ordenadores que almacenaban las imágenes de las cámaras de vigilancia que había instalado. Le llevó un rato seguir los acontecimientos.
Mikael había llegado a las 15.32.
A las 16.03 salió al jardín a tomarse un café y se puso a estudiar una carpeta. Durante la hora que permaneció sentado allí realizó tres breves llamadas. Las tres se correspondían, minuto a minuto, con las llamadas que ella tenía en su móvil.
A las 17.21, Mikael dio un paseo. Volvió menos de un cuarto de hora después.
A las 18.02 salió a la verja y miró hacia el puente.
A las 21.03 salió. No había vuelto.
Lisbeth echó un rápido vistazo a las imágenes del otro ordenador, que almacenaba las fotos de la verja y del camino de entrada. Pudo ver a las personas que pasaron por allí durante el día.
A las 19.12, Gunnar Nilsson regresó a casa.
A las 19.42 un Saab que pertenecía a la granja de Ostergården pasó en dirección a Hedestad.
A las 20.02 el coche volvió: ¿una visita a la gasolinera?
Luego no sucedió nada hasta las 21.00 horas en punto, cuando pasó el coche de Martin Vanger. Tres minutos después, Mikael abandonaba la casa.
Apenas una hora más tarde, a las 21.50, Martin Vanger entró repentinamente en el campo de visión de la cámara. Permaneció al lado de la verja durante más de un minuto contemplando la casa, y posteriormente echó un vistazo por la ventana de la cocina. Subió al porche, intentó abrir la puerta y sacó una llave. Luego debió de descubrir que había una nueva cerradura; se quedó quieto un momento para, acto seguido, darse la vuelta e irse de allí.
De repente, Lisbeth Salander sintió cómo un frío polar invadía su estómago.
Martin Vanger dejó otra vez solo a Mikael durante un buen rato. Permanecía inmóvil en su incómoda posición, con las manos esposadas por detrás y el cuello sujeto con una fina cadena a la argolla del suelo. Toqueteaba las esposas, pero sabía que no conseguiría abrirlas. Le apretaban tanto que perdió la sensibilidad en las manos.
No podía hacer nada. Cerró los ojos.
Ignoraba cuánto tiempo había transcurrido cuando oyó de nuevo los pasos de Martin Vanger. El empresario entró en su campo de visión. Parecía preocupado.
– ¿Incómodo? -preguntó.
– Sí -contestó Mikael.
– Es culpa tuya. Deberías haberte vuelto a casa.
– ¿Por qué matas?
– Es una elección propia. Podría pasarme toda la noche debatiendo contigo los aspectos morales e intelectuales de mis actos, pero eso no cambiaría los hechos. Intenta verlo de la siguiente manera: un ser humano es una envoltura de piel que mantiene en su sitio a las células, la sangre y las sustancias químicas. Unos pocos individuos terminan en los libros de historia. Pero la gran mayoría sucumbe y desaparece sin dejar rastro.