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Pronto Armanskij se dio cuenta de que Lisbeth Salander, a pesar de esas charlas formativas sobre el desarrollo personal, las ofertas de cursos de formación interna y otros modos de persuasión, no tenía intención de adaptarse a la rutina laboral de Milton, lo cual no dejaba de ser un tema complicado para Armanskij.

Continuaba siendo un motivo de irritación para los demás trabajadores de la empresa. Armanskij era consciente de que no habría aceptado que cualquier otro empleado fuera y viniera como le diera la gana; en otras circunstancias, le habría dado un ultimátum exigiendo una rectificación. También sospechaba que si le diera a Lisbeth Salander un ultimátum o la amenazara con un despido, ella sólo se encogería de hombros, y no la volvería a ver. Así que se veía obligado a deshacerse de ella o a aceptar que no funcionaba como los demás.

Un problema aún mayor para Armanskij lo constituía el hecho de no tener claros sus propios sentimientos hacia la joven. Era como un picor molesto, repulsivo, pero al mismo tiempo atrayente. No se trataba de una atracción sexual; por lo menos, Armanskij no lo consideraba así. Las mujeres a las que Dragan solía mirar de reojo eran rubias con muchas curvas y con labios carnosos que despertaban su imaginación; además, llevaba veinte años casado con una finlandesa llamada Ritva, que todavía, a su mediana edad, cumplía de sobra con esos requisitos. Nunca había sido infiel; bueno, puede que en alguna ocasión hubiera ocurrido algo que su mujer podía malinterpretar en el caso de enterarse, pero el matrimonio vivía feliz y tenía dos hijas de la edad de Salander. De todas maneras, no le interesaban las chicas sin pecho que, a distancia, podrían confundirse con chicos flacos. En fin, no era su tipo.

Aun así, había empezado a sorprenderse a sí mismo con fantasías inapropiadas sobre Lisbeth Salander y reconocía que no se sentía del todo indiferente cerca de ella. Pero la atracción, pensaba Armanskij, radicaba en que Lisbeth Salander le parecía un ser extraño. Podría haberse enamorado perfectamente del cuadro de una ninfa griega. Salander representaba una vida irreal, que le fascinaba, pero que no podía compartir y en la que, de todos modos, ella le prohibiría participar.

En una ocasión, Armanskij estaba tomando algo en una terraza de Stortorget, en Gamla Stan, cuando Lisbeth Salander se acercó andando despreocupadamente y se sentó a una mesa de la parte opuesta del café. La acompañaban tres chicas y un chico, todos vestidos de forma muy similar. Armanskij la contempló con curiosidad. Parecía igual de reservada que en el trabajo, pero lo cierto es que esbozó una ligera sonrisa al oír lo que le contaba una chica de pelo violeta.

Armanskij se preguntaba cómo reaccionaría Salander si un día él se presentara en el trabajo con el pelo verde, vaqueros desgastados y una chupa de cuero toda pintarrajeada y llena de remaches y cremalleras. ¿Le aceptaría como un igual? A lo mejor; daba la sensación de aceptar todo lo de su entorno con la típica actitud de not my business. Pero lo más probable es que simplemente le sonriera burlonamente.

En la terraza del café, ella estaba sentada de espaldas a él y no se dio la vuelta ni una sola vez, así que, aparentemente, ignoraba por completo que él estuviera allí. Armanskij se sentía extrañamente molesto ante su presencia y cuando, al cabo de un rato, se levantó para desaparecer imperceptiblemente, de repente ella volvió la cabeza y lo miró de frente, como si todo el tiempo hubiera sabido que estaba allí, dentro del radio de alcance de su radar. Su mirada fue tan repentina que la interpretó como un ataque y, al abandonar la terraza con pasos apresurados, fingió no haberla visto. Ella no lo saludó, pero lo siguió con la vista y hasta que Armanskij dobló la esquina sus ojos no dejaron de abrasarle la espalda.

Lisbeth apenas se reía. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, Armanskij pareció notar una actitud un poco más relajada por su parte. Tenía un sentido del humor seco -por no decir otra cosa- que, de vez en cuando, producía una torcida e irónica sonrisa.

A veces Armanskij se sentía tan irritado por su falta de respuesta emocional que le entraban ganas de agarrarla y sacudiría para traspasar su coraza y ganarse su amistad o, por lo menos, su respeto.

En una sola ocasión, cuando Lisbeth ya llevaba nueve meses en la empresa, Armanskij intentó hablar de esos sentimientos con ella. Ocurrió una noche de diciembre, durante la fiesta de Navidad de Milton Security; por una vez, él no estaba del todo sobrio. No sucedió nada inadecuado; en realidad, sólo le quiso decir que le caía bien; sobre todo, explicarle que sentía un instinto protector hacia ella y que, si alguna vez necesitaba ayuda, siempre podría dirigirse a él con toda confianza. Incluso hizo ademán de abrazarla. Amistosamente, por supuesto.

Ella se zafó de su torpe abrazo y abandonó la fiesta. Después no apareció por la oficina ni contestó al móvil. Dragan Armanskij vivió su ausencia como una tortura, casi como un castigo personal. No tenía con quién hablar de sus sentimientos y, por primera vez, con una claridad aterradora, se dio cuenta del poder que Lisbeth Salander ejercía sobre él.

Tres semanas después, una noche de enero, ya tarde, en la que Armanskij se había quedado en su despacho para revisar el balance anual, Salander volvió. Entró tan imperceptiblemente como un fantasma; de repente, él advirtió que, a dos pasos de la puerta, alguien le estaba observando desde la penumbra. Ignoraba cuánto tiempo llevaba allí.

– ¿Quieres café? -preguntó ella, ofreciéndole una taza de la máquina de café del comedor. Lo aceptó en silencio y sintió tanto alivio como temor cuando Lisbeth, después de cerrar la puerta con la punta del pie y sentarse en la silla, lo miró directamente a los ojos. Luego le hizo la pregunta prohibida de tal manera que le resultó imposible desviarla con una broma o evitarla-. Dragan, ¿yo te pongo?

Armanskij se quedó como paralizado mientras buscaba desesperadamente una respuesta. Su primer impulso fue negarlo todo con aire ofendido. Luego vio su mirada y se dio cuenta de que, por primera vez, le había hecho una pregunta íntima. Sonaba seria y si intentaba esquivarla con una broma, se lo tomaría como un insulto personal. Quería hablar con él; Dragan se preguntó cuánto tiempo llevaría armándose de valor para soltarle la pregunta. Lentamente, dejó su bolígrafo en la mesa y se echó hacia atrás en la silla. Al final, acabó relajándose.

– ¿Qué te hace pensar eso? -le preguntó.

– Tu modo de mirarme y el de no mirarme. Y las veces que has estado a punto de extender la mano para tocarme y te has detenido.

De repente él sonrió.

– Me da la sensación de que me cortarías la mano de un mordisco si te llegara a poner un dedo encima.

Ella no sonrió. Seguía esperando.

– Lisbeth, yo soy tu jefe y aunque me sintiera atraído por ti nunca haría nada.

Ella todavía seguía esperando.

– Entre tú y yo: sí, ha habido momentos en los que me he sentido atraído hacia ti. No puedo explicármelo, pero es así. Por alguna razón que no entiendo te quiero mucho. Pero no me pones.

– Bien. Porque nunca pasará nada entre tú y yo.

De repente Armanskij se rió. Por primera vez, Salander le había dicho algo personal, aunque fuese la respuesta más negativa que un hombre podía oír. Intentaba buscar las palabras adecuadas.

– Lisbeth, entiendo perfectamente que no te interese un viejo de más de cincuenta años.

– No me interesa un viejo de más de cincuenta años que es mi jefe -dijo, levantando una mano-. Espera, déjame hablar. A veces eres idiota y un burócrata insoportable, aunque, al mismo tiempo, me pareces un hombre atractivo y… yo también puedo sentirme… Pero eres mi jefe; además, conozco a tu mujer y quiero conservar este trabajo. Lo más estúpido que podría hacer sería tener un rollo contigo.