Su cara pasó de manifestar sorpresa a ponerse en guardia. Nada más escuchar su nombre supo perfectamente de quién se trataba. Había estado en contacto con Cecilia Vanger, quien, sin duda, le habría comentado el enfado que tenía con Mikael. Pero el hecho de que lo hubiera enviado Henrik Vanger implicaba que se veía obligada a abrirle la puerta. Lo invitó a sentarse en el salón. Mikael miró a su alrededor. La casa de Anita Vanger estaba amueblada con mucho gusto y se notaba que era una persona con dinero y un buen trabajo, pero que llevaba una vida de lo más discreta. Por encima de una chimenea reconvertida en radiador de gas, Mikael advirtió un grabado firmado por Anders Zorn.
– Discúlpame por molestarte de manera tan imprevista; he intentado llamarte durante todo el día. Como estaba en Londres…
– Entiendo. ¿De qué se trata?
Su voz había tomado un tono defensivo.
– ¿Piensas ir al entierro?
– No, Martin y yo no estábamos muy unidos y no puedo permitirme abandonar el trabajo.
Mikael asintió. Anita Vanger llevaba treinta años manteniéndose, en la medida de lo posible, alejada de Hedestad. Desde que su padre regresó a la isla de Hedeby ella apenas había vuelto a poner el pie por allí.
– Quiero saber qué pasó con Harriet Vanger. Ha llegado la hora de la verdad.
– ¿Harriet? No entiendo lo que quieres decir.
Mikael se rió de su fingida ingenuidad.
– De toda la familia eras la que tenía una relación más íntima con Harriet. Fue a ti a quien se dirigió con su terrible historia.
– Estás loco -dijo Anita Vanger.
– En eso probablemente tengas razón -admitió Mikael despreocupadamente-. Anita: aquel sábado estuviste en la habitación de Harriet. Hay fotografías que lo prueban. Dentro de unos días informaré a Henrik de todo esto; luego, que él saque sus propias conclusiones. ¿Por qué no me cuentas lo que pasó?
Anita Vanger se levantó.
– Márchate de mi casa inmediatamente.
Mikael se levantó.
– Vale, pero tarde o temprano deberás hablar conmigo.
– No tengo nada que decirte.
– Martin está muerto -dijo Mikael con énfasis-. Nunca te cayó bien. Creo que te trasladaste a Londres no sólo para no ver a tu padre, sino también para no ver a Martin. Significa que estabas al tanto de todo, y la única que podría habértelo contado es Harriet. La cuestión es qué hiciste con esa información.
Anita Vanger le dio con la puerta en las narices.
Satisfecha, Lisbeth Salander sonrió a Mikael mientras lo liberaba del micrófono que llevaba debajo de la camisa.
– Tras cerrarte la puerta no ha tardado ni treinta segundos en descolgar el teléfono -dijo Lisbeth.
– El prefijo del país es Australia -informó Trinity, dejando caer los auriculares en la pequeña mesa de la furgoneta-. Tengo que comprobar el area code -dijo, tecleando en su portátil-. Muy bien; ha llamado a un número que pertenece a un teléfono de un pueblo que se llama Tennant Creek, al norte de Alice Springs, en el Territorio del Norte. ¿Quieres escuchar la conversación?
Mikael asintió.
– ¿Qué hora es en Australia ahora?
– Aproximadamente las cinco de la mañana.
Trinity activó el lector digital y conectó un altavoz. Mikael pudo oír ocho tonos de llamada antes de que alguien descolgara el teléfono. La conversación se mantuvo en inglés.
– Hola. Soy yo.
– Mmm, es cierto que soy madrugadora, pero…
– Pensaba llamarte ayer… Martin está muerto. Se mató anteayer en un accidente de tráfico.
Silencio. Luego, algo que sonó como un carraspeo, pero que podía interpretarse como «Bien».
– Pero tenemos un problema. Un detestable periodista que Henrik ha contratado acaba de llamar a mi puerta. Está haciendo preguntas sobre lo que ocurrió en 1966. Sabe algo.
Silencio de nuevo. Luego, una voz autoritaria.
– Anita: cuelga ahora mismo. No podemos tener contacto durante algún tiempo.
– Pero…
– Escríbeme una carta. Cuéntame lo que ha pasado.
La llamada se cortó.
– Una tía lista -dijo Lisbeth Salander con admiración.
Regresaron al hotel poco antes de las once de la noche. En la recepción les ayudaron a conseguir billetes en el primer avión que hubiera para Australia. Un momento después tenían reservas en un vuelo que no saldría hasta las 19.05 del día siguiente, con destino Canberra, Nueva Gales del Sur.
Solucionados todos los detalles, se desnudaron y cayeron rendidos en la cama.
Era la primera vez que Lisbeth Salander visitaba Londres, de modo que estuvieron toda la mañana paseando por Tottenham Court Road y por el Soho. Pararon a tomar un caffé latte en Old Compton Street. A eso de las tres volvieron al hotel para recoger las maletas. Mientras Mikael pagaba la factura, Lisbeth encendió su móvil y descubrió que tenía un mensaje.
– Dragan Armanskij quiere hablar conmigo.
Usó un teléfono de la recepción para llamar a su jefe. Mikael estaba un poco alejado y de repente vio cómo Lisbeth se volvía hacia él con el rostro petrificado. Se acercó inmediatamente.
– ¿Qué?
– Mi madre ha muerto. Tengo que volver a casa.
Lisbeth parecía tan desamparada que Mikael la abrazó. Ella lo rechazó.
Tomaron un café en el bar del hotel. Cuando Mikael dijo que iba a cancelar los billetes para Australia y acompañarla a Estocolmo, ella negó con la cabeza.
– No -dijo secamente-. No podemos mandar el trabajo a la mierda ahora. Pero tendrás que viajar solo.
Se despidieron delante del hotel y cada uno cogió un autobús hasta su respectivo aeropuerto.
Capítulo 26 Martes, 15 de julio – Jueves, 17 de julio
Mikael llegó a Canberra por la tarde y la única alternativa que tuvo fue coger un vuelo nacional hasta Alice Springs. Luego podía elegir entre fletar un avión o alquilar un coche para recorrer los restantes cuatrocientos kilómetros hacia el norte. Optó por esto último.
Cuando aterrizó en Canberra, una persona desconocida que firmaba con el bíblico nombre de Joshua y pertenecía a la misteriosa red internacional de Plague, o tal vez de Trinity, le había dejado un sobre en el mostrador de información del aeropuerto.
El número de teléfono que Anita había marcado pertenecía a un sitio llamado Cochran Farm. Un breve informe le ofrecía más información: se trataba de una granja de ovejas.
Un resumen sacado de Internet daba detalles acerca de la industria ovina del país:
Australia tiene 18 millones de habitantes, de los cuales 53.000 son granjeros de ovejas que crían, aproximadamente, 120 millones de cabezas. Sólo con la exportación de lana se facturan al año más de 3.500 millones de dólares. A esto se le suma la exportación de 700 millones de toneladas de carne de cordero, así como pieles para la industria textil. La producción de carne y lana constituye una de las industrias más importantes del país.
Cochran Farm, fundada en 1891 por un tal Jeremy Cochran, era la quinta empresa agrícola de Australia, con alrededor de sesenta mil ovejas merinas, cuya lana se consideraba especialmente valiosa. Aparte de las ovejas, la empresa también se dedicaba a la cría de vacas, cerdos y gallinas.
Mikael constató que Cochran Farm constituía una importante empresa con un impresionante volumen de ventas basado en la exportación, entre otros lugares, a Estados Unidos, Japón, China y Europa.
Las biografías personales que se adjuntaban le resultaron aún más fascinantes.
En 1972 una persona llamada Raymond Cochran le dejó en herencia Cochran Farm a un tal Spencer Cochran, educado en Oxford, Inglaterra. Spencer falleció en 1994 y desde entonces su viuda llevaba la granja. Ella aparecía en una foto borrosa de baja definición descargada desde la página web de Cochran Farm. Mostraba a una mujer rubia de pelo corto que estaba de pie, con la cara medio tapada, acariciando a una oveja. Según Joshua, la pareja se casó en Italia en 1971.