Hacia las cinco y media, un taxi atravesó el puente. Volvió a pasar, de vuelta, tres minutos después. Mikael descubrió a Isabella en el asiento de atrás.
Se quedó dormido en la silla del jardín. Alrededor de las siete Dirch Frode llegó y lo despertó.
– ¿Qué tal Henrik y Harriet? -preguntó Mikael.
– La verdad es que esta triste historia tiene su punto -contestó Dirch Frode con una sonrisa contenida-. Isabella ha irrumpido inesperadamente en la habitación de Henrik. Se había enterado de tu vuelta y estaba completamente fuera de sí. Ha empezado a gritar que ya va siendo hora de que acaben todas esas estupideces de Harriet, y que tú, metiéndote donde no te llamaban, has provocado la muerte de su hijo.
– Bueno, sí; supongo que tiene razón.
– Le ha ordenado a Henrik que te despida y que se asegure de que desaparecerás; y que deje, de una vez por todas, de buscar fantasmas.
– Uy, Dios.
– Ni siquiera ha mirado a la mujer que estaba sentada en la habitación hablando con Henrik. Pensaría, sin duda, que era alguien del hospital. En la vida se me olvidará el momento en el que Harriet se ha levantado, ha mirado a Isabella y le ha dicho: «Hola, mamá».
– ¿Y qué ha pasado?
– Hemos tenido que llamar a un médico para reanimar a Isabella. Ahora niega que realmente sea Harriet; dice que se trata de una impostora que tú has contratado.
Dirch Frode estaba sólo de paso; se dirigía a casa de Cecilia y de Alexander para darles la noticia de que Harriet había resucitado de entre los muertos. Apresurado, continuó su camino y volvió a dejar solo a Mikael.
Lisbeth Salander llenó el depósito en una gasolinera al norte de Uppsala. Había ido conduciendo algo tensa y ensimismada, con la mirada fija en la carretera. Pagó con prisas y se volvió a montar en la moto. Arrancó y se acercó a la salida, donde, indecisa, volvió a parar.
Seguía sintiéndose mal. Se enfureció al abandonar Hedeby, pero su rabia había ido disminuyendo a lo largo del viaje. No sabía muy bien por qué estaba tan furiosa con Mikael Blomkvist, ni siquiera si su enfado era con él.
Pensó en Martin Vanger, en la Harriet Vanger de los cojones, en el Dirch Frode de los cojones y en toda la maldita familia Vanger, que se hallaba en Hedestad gobernando su pequeño imperio y conspirando unos contra otros. Se habían visto obligados a recurrir a su ayuda, pero lo cierto es que en circunstancias normales ni siquiera se habrían dignado a saludarla y, mucho menos aún, a confiarle sus secretos.
¡Maldita chusma de mierda!
Inspiró profundamente pensando en su madre, a quien acababan de incinerar esa misma mañana. Ya nada tenía remedio; la muerte de su madre significaba que la herida no se curaría en la vida, porque Lisbeth jamás tendría respuestas a las preguntas que le habría querido hacer.
Pensó en Dragan Armanskij, que permaneció tras ella durante el funeral. Debería haberle dicho algo. Al menos haberle confirmado que sabía que él se encontraba allí. Pero si lo hubiera hecho, Dragan habría tenido una excusa para empezar a organizarle la vida. Si le diera un dedo, él le cogería el brazo entero. Y Armanskij nunca entendería nada.
Pensó en el abogado Nils Bjurman de los cojones, que era su administrador y que, al menos de momento, estaba controlado y hacía lo que se le decía.
La invadió un odio implacable y apretó los dientes.
Pensó en Mikael Blomkvist y se preguntó qué diría cuando se enterara de que ella tenía un administrador y de que toda su vida apestaba como un puto nido de ratas.
Se dio cuenta de que realmente no estaba enfadada con él. Simplemente fue la persona en la que descargó su rabia cuando, más que otra cosa, le entraron unas ganas terribles de matar a alguien. Cabrearse con él no tenía sentido.
Se sentía extrañamente ambivalente ante Mikael.
Porque metía sus narices en todo y husmeaba en su vida privada… Pero también había estado a gusto trabajando a su lado. Eso en sí mismo ya le resultaba raro: trabajar con alguien. No estaba acostumbrada, pero la verdad es que, para su sorpresa, no había sido demasiado doloroso. Él no se ponía pesado. No intentaba decirle cómo debía vivir su vida.
Fue ella quien lo sedujo a él, no al revés.
Además, había sido satisfactorio.
Entonces, ¿por qué se sentía con ganas de darle una patada en la cara?
Lisbeth suspiró e, infeliz, levantó la mirada para contemplar un trailer que pasaba haciendo ruido por la E 4.
A las ocho de la tarde, Mikael continuaba sentado en el jardín cuando oyó el motor de una moto y vio a Lisbeth Salander atravesar el puente. Ella aparcó y se quitó el casco. Se acercó a la mesa del jardín y tocó la cafetera, que estaba fría y vacía. Mikael la observó asombrado. Ella se fue a la cocina con la cafetera. Al salir ya no llevaba el mono de cuero, sino unos vaqueros y una camiseta con el texto: I can be a regular bitch. Just try me.
– Pensé que te habías largado -dijo Mikael.
– Me di la vuelta en Uppsala.
– Menudo paseíto.
– Me duele el culo.
– ¿Por qué has vuelto?
Ella no contestó. Mikael no insistió; simplemente, esperó y al cabo de diez minutos Lisbeth rompió el silencio.
– Me gusta estar contigo -reconoció con desgana.
Era la primera vez que esas palabras salían de su boca.
– Ha sido… interesante trabajar contigo en este caso -añadió.
– A mí también me ha gustado llevar a cabo esta tarea contigo -dijo Mikael.
– Mmm.
– La verdad es que nunca he colaborado con una investigadora tan condenadamente buena. Vale, sé que eres una maldita hacker y que te mueves en círculos sospechosos, donde, al parecer, uno puede coger el teléfono y, en tan sólo veinticuatro horas, organizar una escucha telefónica ilegal en Londres. Pero la verdad es que al final obtienes resultados.
Ella le miró por primera vez desde que se sentó a la mesa. Él conocía muchos secretos suyos. ¿Cómo era posible?
– Es así, sencillamente. Entiendo de ordenadores. Y nunca he tenido problemas para leer un texto y comprender exactamente qué es lo que dice.
– Tu memoria fotográfica -dijo él tranquilamente.
– Supongo. Simplemente sé cómo funciona. No sólo se trata de ordenadores y redes telefónicas, sino del motor de mi moto, de televisores y aspiradoras, y de procesos químicos y fórmulas astrofísicas. Soy una chalada. Una freak.
Mikael frunció el ceño. Permaneció callado un buen rato.
«El síndrome de Asperger -pensó-. O algo así. Un talento para ver estructuras y entender razonamientos abstractos allí donde los demás sólo ven el caos más absoluto.»
Lisbeth tenía la mirada bajada, fija en la mesa.
– La mayoría de la gente daría cualquier cosa por tener un don así.
– No quiero hablar de eso.
– Vale, lo dejamos. ¿Por qué has vuelto?
– No lo sé. Tal vez haya sido un error.
Él la miró inquisitivamente.
– Lisbeth, ¿puedes definir la palabra amistad?
– Es cuando quieres a alguien.
– Vale, pero ¿qué es lo que te hace querer a alguien?
Ella se encogió de hombros.
– La amistad, o al menos mi definición de ella, se basa en dos cosas: respeto y confianza -continuó él-. Y deben ser mutuas. Además, se tienen que dar los dos factores; puedes respetar a alguien, pero si no hay confianza, la amistad se desmorona.
Ella seguía callada.
– Ya sé que no quieres hablar de ti, aunque alguna vez habrás de decidir si confiar en mí o no. Quiero que seamos amigos, pero esto es cosa de dos.
– Me gusta acostarme contigo.
– El sexo no tiene nada que ver con la amistad. Claro que los amigos pueden acostarse, pero, Lisbeth, si me veo obligado a elegir entre el sexo y la amistad en lo que se refiere a ti, sé perfectamente lo que elegiría.
– No lo entiendo. ¿Quieres acostarte conmigo o no?
Mikael se mordió el labio. Al final suspiró.