Sin duda, se trataba del reportaje más importante de su vida. Por primera vez en año y medio, Erika Berger era feliz como sólo lo sería un redactor con un scoop espectacular haciéndose en el horno. Estaba puliendo el texto con Mikael por última vez cuando Lisbeth Salander llamó al móvil.
– Se me ha olvidado decirte que Wennerström empieza a preocuparse por lo que has estado escribiendo últimamente; ya ha pedido las pruebas del último número.
– ¿Cómo te has enter…? Bah, olvídalo. ¿Sabes cómo lo va a hacer?
– No. Sólo tengo una suposición lógica.
Mikael reflexionó unos segundos.
– La imprenta -exclamó.
Erika arqueó las cejas.
– Si no hay filtraciones desde la redacción, no le quedan muchas más alternativas. A no ser que piense mandar a uno de sus matones a haceros una visita nocturna.
Mikael se dirigió a Erika.
– Reserva otra imprenta para este número. Ahora. Y llama a Dragan Armanskij: quiero que esta semana haya aquí vigilantes por las noches.
Volvió a Lisbeth:
– Gracias, Sally.
– ¿Cuánto vale?
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Cuánto vale la información?
– ¿Qué quieres?
– Te lo diré tomando un café. Ahora mismo.
Se vieron en Kaffebar, en Hornsgatan. Cuando Mikael se sentó a su lado, Salander tenía una cara tan seria que sintió una punzada de inquietud. Ella, como era habitual, fue directamente al grano.
– Necesito que me prestes dinero.
Mikael mostró una de sus sonrisas más ingenuas buscando la cartera.
– Claro. ¿Cuánto?
– Ciento veinte mil coronas.
– Ufff -dijo Mikael, guardando de nuevo la cartera-. No llevo tanto dinero encima.
– No estoy bromeando. Necesito que me dejes ciento veinte mil coronas durante… digamos seis semanas. Se me ha presentado la oportunidad de hacer una inversión y no tengo a nadie más a quien acudir. Ahora mismo tienes unas ciento cuarenta mil en tu cuenta. Te las devolveré.
Mikael ni siquiera comentó el hecho de que Lisbeth Salander hubiera violado la confidencialidad bancaria para averiguar el saldo de su cuenta. Él utilizaba un banco por Internet, así que la respuesta resultaba obvia.
– No hace falta que me lo pidas prestado -contestó él-. No hemos hablado de tu parte todavía, pero cubre de sobra la suma que quieres.
– ¿Mi parte?
– Sally, voy a cobrar de Henrik Vanger una remuneración de descabelladas dimensiones; haremos cuentas a finales de año. Sin ti, yo estaría muerto y Millennium se habría ido a pique. Pienso compartir el dinero contigo. Fifty-fifty.
Lisbeth Salander le observó inquisitivamente. Una arruga apareció en su frente. Mikael ya estaba acostumbrado a sus silencios. Finalmente, negó con la cabeza.
– No quiero tu dinero.
– Pero…
– No quiero ni una sola corona tuya -dijo, mostrando su sonrisa torcida-. A menos que llegue en forma de regalo por mi cumpleaños.
– Nunca me has dicho cuándo es tu cumpleaños.
– Tú eres el periodista. Averígualo.
– Sinceramente, Salander: lo de compartir el dinero lo digo en serio.
– Yo también hablo en serio. No quiero tu dinero. Quiero que me prestes ciento veinte mil coronas. Y las necesito mañana.
Mikael Blomkvist permaneció callado. «Ni siquiera me ha preguntado cuánto dinero le correspondería.»
– Sally, no me importa ir contigo al banco hoy mismo para dejarte lo que quieras. Pero a finales de año hablaremos en serio acerca de tu parte -respondió, levantando la mano-. Bueno, ¿cuándo cumples años?
– En Walpurgis -contestó ella-. Muy apropiado, ¿a que sí? Es entonces cuando salgo por ahí con una escoba entre las piernas.
Lisbeth aterrizó en Zurich a las siete y media de la tarde y cogió un taxi hasta el turístico hotel Matterhorn. Había reservado una habitación a nombre de Irene Nesser, con el cual se identificó gracias a un pasaporte noruego. Irene Nesser tenía el pelo rubio y largo. Había comprado la peluca en Estocolmo y utilizó diez mil coronas del préstamo de Mikael Blomkvist para adquirir dos pasaportes a través de los oscuros contactos de la red internacional de Plague.
Se fue inmediatamente a su habitación, cerró la puerta con llave y se desnudó. Se tumbó en la cama y se puso a mirar el techo de la estancia, que costaba mil seiscientas coronas por noche. Se sentía vacía. Ya se había gastado la mitad del dinero que Mikael Blomkvist le había dejado; a pesar de haberle añadido hasta la última corona de sus propios ahorros, su presupuesto era escaso. Dejó de pensar y se durmió casi enseguida.
Se despertó a las cinco y pico de la mañana. Lo primero que hizo fue ducharse y dedicar un buen rato a ocultar el tatuaje del cuello con una espesa capa de base de maquillaje y unos polvos en los bordes. El segundo punto de su lista era reservar hora para las seis y media de la mañana en el salón de belleza de un hotel considerablemente más caro. Se compró otra peluca rubia, ésta con un corte a lo paje; luego le hicieron la manicura y le pusieron unas uñas postizas rojas encima de sus mordidos muñones, así como pestañas postizas, más polvos, colorete y finalmente carmín y otros potingues. Totaclass="underline" más de ocho mil coronas.
Pagó con una tarjeta de crédito a nombre de Monica Sholes y presentó un pasaporte inglés para identificarse.
La próxima parada era el Camille's House of Fashion, a ciento cincuenta metros más abajo en la misma calle. Salió al cabo de una hora llevando botas y medias negras, una falda de color arena con una blusa a juego, una chaqueta corta y una boina. Todo de marca. Se lo había dejado elegir al vendedor. También se llevó un exclusivo maletín de cuero y una pequeña maleta Samsonite. Para coronar la obra, unos discretos pendientes y una sencilla cadena de oro alrededor del cuello. Le hicieron un cargo de cuarenta y cuatro mil coronas en la tarjeta de crédito.
Además, por primera vez en su vida, Lisbeth Salander lucía un pecho que, al contemplarse en el espejo de la puerta, la dejó sin aliento. Aquel pecho era igual de falso que la identidad de Monica Sholes. Estaba hecho de látex y lo había adquirido en una tienda de Copenhague donde hacían sus compras los travestís.
Ya estaba preparada para entrar en combate.
Poco después de las nueve, caminó dos manzanas hasta el prestigioso hotel Zimmertal, donde tenía una habitación reservada a nombre de Monica Sholes. Le dio el equivalente a cien coronas de propina al chico que le subió la nueva maleta, la cual contenía su bolsa de viaje. La suite era pequeña y sólo costaba veintidós mil coronas por día. Había reservado una noche. Tras quedarse sola, echó un vistazo a su alrededor. Desde la ventana disfrutaba de una fantástica vista sobre Zurich See, cosa que no le interesaba lo más mínimo. En cambio, pasó cinco minutos delante de un espejo contemplándose a sí misma con unos ojos como platos. Estaba viendo a una persona completamente extraña. La rubia Monica Sholes, de generoso pecho y melena de paje, llevaba más maquillaje del que usaba Lisbeth en un mes. Tenía un aspecto… diferente.
A las nueve y media pudo, por fin, desayunar en el bar del hoteclass="underline" dos tazas de café y un bagel con mermelada. Coste: doscientas diez coronas. Are these people nuts?
Poco antes de las diez, Monica Sholes dejó la taza de café, abrió su móvil y marcó un número que la conectó con un módem ubicado en Hawai. A los tres tonos, sonó la señal de conexión. El módem se inició. Monica Sholes contestó introduciendo un código de seis cifras en su móvil y envió un mensaje que daba la orden de poner en marcha un programa que Lisbeth Salander había diseñado especialmente para ese fin.
El programa dio señales de vida en Honolulú, en una página web anónima de un servidor que pertenecía formalmente a la universidad. Era sencillo. Su única función consistía en enviar instrucciones para activar otro programa en otro servidor; en este caso, una página web normal y corriente que ofrecía servicios de Internet en Holanda. El objetivo era buscar el espejo del disco duro de Hans-Erik Wennerström, y asumir el comando sobre el programa que informaba del contenido de sus más de tres mil cuentas bancarias en todo el mundo.