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Sólo le interesaba una en concreto. Lisbeth Salander había notado que Wennerström la consultaba un par de veces por semana. Si él encendiera su ordenador y entrara precisamente en ese archivo, todo tendría un aspecto perfectamente normal. El programa presentaría pequeños cambios esperables, calculados según los movimientos habituales producidos en la cuenta durante los últimos seis meses. Si durante las próximas cuarenta y ocho horas Wennerström diera una orden de pago o transferencia, el programa le informaría de que su petición se había realizado. En realidad, el movimiento sólo se habría hecho en el espejo del disco duro que estaba en Holanda.

Monica Sholes apagó el móvil en el momento en que escuchó cuatro breves tonos confirmando que el programa estaba en marcha.

Abandonó el Zimmertal y se dirigió al Bank Hauser General, justo enfrente, donde había concertado una cita con un tal Wagner, el director, a las diez de la mañana. Llegó tres minutos antes, tiempo que dedicó a posar delante de la cámara de vigilancia, que le sacó una foto al pasar a la zona de despachos para consultas más privadas y discretas.

– Necesito ayuda con una serie de transacciones -dijo Monica Sholes en un impecable inglés de Oxford. Al abrir su maletín dejó caer, como por casualidad, un bolígrafo publicitario que revelaba que se alojaba en el hotel Zimmertal y que el director Wagner recogió educadamente. Ella le dedicó una picara sonrisa y escribió el número de la cuenta en el cuaderno de la mesa que tenía enfrente.

El director Wagner le echó una mirada y le colocó la etiqueta de «hija consentida de quién sabe quién».

– Se trata de una serie de cuentas en el Bank of Kroenenfeld de las islas Caimán. Transferencia automática contra códigos de clearing en secuencia.

– Fräulein Sholes: imagino que ha traído todos los códigos de clearing -dijo él.

– Aber natürlich -contestó ella con un acento tan fuerte que resultó evidente que tenía un pésimo alemán de colegio.

Empezó a recitar series de números de dieciséis cifras sin servirse, ni una sola vez, de ningún papel. El director Wagner se dio cuenta de que iba a ser una mañana laboriosa, pero por el cuatro por ciento de comisión en las transferencias estaba dispuesto a saltarse la comida.

Tardaron más de lo que ella había calculado. Hasta poco después de las doce, con algo de retraso según el horario previsto, Monica Sholes no dejó el Bank Hauser General. Volvió al hotel Zimmertal andando. Se dejó ver por la recepción antes de subir a su habitación para quitarse la ropa que acababa de comprar. Continuó con el pecho de látex puesto, pero sustituyó la peluca de paje por el largo pelo rubio de Irene Nesser. Se vistió con ropa más cómoda: botas con tacones muy altos, pantalones negros, un sencillo jersey y una clásica cazadora de cuero negro comprada en el Malungsboden de Estocolmo. Se examinó detenidamente ante el espejo. No presentaba, en absoluto, un aspecto desaliñado, pero tampoco era ya una rica heredera. Antes de que Irene Nesser abandonara la habitación, seleccionó unas cuantas obligaciones y las guardó en una fina carpeta.

A la una y cinco, con unos pocos minutos de retraso, entró en el Bank Dorffmann, situado a unos setenta metros del Bank Hauser General. Irene Nesser tenía concertada una reunión con un tal Hasselmann, que era el director. Ella pidió disculpas por su retraso. Hablaba un impecable alemán, aunque con acento noruego.

– No se preocupe, Fräulein -contestó el director Hasselmann-. ¿En qué puedo serle útil?

– Quiero abrir una cuenta. Tengo unas obligaciones que me gustaría convertir.

Irene Nesser colocó la carpeta sobre la mesa.

El director Hasselmann hojeó el contenido, primero con rapidez. luego más despacio. Arqueó una ceja y sonrió cortésmente.

Abrió cinco cuentas que podría manejar a través de Internet y que tenían como titular a una empresa buzón anónima de Gibraltar que un agente local le había montado por cincuenta mil de las coronas que Mikael Blomkvist le prestó. Convirtió cincuenta obligaciones en dinero que ingresó en esas cuentas. Cada obligación valía un millón de coronas.

Su gestión en el Bank Dorffmann se prolongó tanto que se retrasó aún más en el horario. Le resultó imposible terminar sus últimas transacciones antes de que los bancos cerraran. Por eso, Irene Nesser regresó al hotel Matterhorn, donde se dejó ver durante una hora para que advirtieran su presencia. Sin embargo, le dolía la cabeza y se retiró pronto. Compró aspirinas en la recepción, pidió que la despertaran a las ocho de la mañana y subió a la habitación.

Eran casi las cinco y todos los bancos europeos habían cerrado. En cambio, los del continente americano estaban abiertos. Encendió su PowerBook y se conectó a la red a través de su móvil. Tardó una hora en vaciar las cuentas que acababa de abrir en el Bank Dorffmann.

Dividió el dinero en pequeñas cantidades y lo usó para pagar supuestas facturas de un gran número de empresas ficticias distribuidas por todo el mundo. Por curioso que pueda parecer, al final todo ese capital acabó siendo transferido al Bank of Kroenenfeld de las islas Caimán, pero esta vez a una cuenta completamente distinta a aquellas de las que había salido esa misma mañana.

Irene Nesser consideró esta primera parte del dinero asegurada y prácticamente imposible de rastrear. Efectuó un solo pago de la cuenta; transfirió poco más de un millón de coronas a una cuenta conectada a una tarjeta de crédito que llevaba en su cartera. El titular: una sociedad anónima llamada Wasp Enterprises, registrada en Gibraltar.

Unos minutos más tarde una chica rubia con melena a lo paje abandonó Matterhorn a través de una de las puertas laterales del bar. Monica Sholes se fue andando hasta el hotel Zimmertal, saludó cortésmente al recepcionista con un movimiento de cabeza y subió en ascensor a su habitación.

Luego se tomó su tiempo para ponerse el uniforme de batalla de Monica Sholes, retocarse y cubrir el tatuaje con una capa extra de base de maquillaje antes de bajar al restaurante para cenar un plato de pescado absolutamente extraordinario. Pidió una botella de un vino añejo del que no había oído hablar en su vida, pero que costaba mil doscientas coronas. Apenas se tomó una copa; dejó el resto con manifiesto descuido antes de dirigirse al bar. Entregó más de quinientas coronas de propina, lo cual hizo que el personal se fijara en ella.

Pasó tres horas dejándose conquistar por un joven italiano borracho con un apellido aristócrata que no se molestó en recordar. Compartieron dos botellas de champán, de las cuales ella consumió aproximadamente una copa.

A eso de las once, su ebrio admirador se inclinó hacia delante y le tocó el pecho descaradamente. Ella, satisfecha, le puso la mano en la mesa: no parecía haber notado que estaba manoseando látex blando. De vez en cuando eran lo suficientemente ruidosos como para provocar cierta irritación entre los demás clientes. Cuando Monica Sholes, poco antes de la medianoche, advirtió que un vigilante empezaba a lanzarles serias miradas, ayudó a su amigo italiano a subir a su habitación.

Mientras él visitaba el baño, ella le sirvió una última copa de tinto. Sacó un papelito, lo desdobló y le echó en el vino una pastilla machacada de Rohypnol. Tan sólo un minuto después de haber brindado, él se desplomó como un miserable saco encima de la cama. Ella le aflojó el nudo de la corbata, le quitó los zapatos y lo tapó con el edredón. Antes de abandonar la habitación lavó las copas en el baño y las secó.