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La muerte de Wennerström no supuso ninguna sorpresa para Lisbeth Salander. Ella tenía sus buenas razones para sospechar que el fallecimiento estaba relacionado con el hecho de que él ya no tuviera acceso al dinero de cierto banco de las islas Caimán, dinero que habría necesitado para pagar algunas deudas colombianas.

Si alguien se hubiese molestado en pedirle ayuda a Lisbeth Salander para dar con Wennerström, ella podría haber informado, casi a diario, del lugar exacto en el que se encontraba. Gracias a Internet había seguido su desesperada huida a través de una docena de países y había advertido un creciente pánico en su correo electrónico cuando conectaba su portátil en alguna parte del mundo. Pero ni siquiera Mikael Blomkvist pensaba que el fugitivo ex archimillonario iba a ser tan estúpido como para servirse del ordenador pirateado de manera tan exhaustiva.

Al cabo de seis meses, Lisbeth se cansó de seguirle los pasos a Wennerström. La cuestión que quedaba por resolver era hasta dónde llegaba su propio compromiso. Aunque Wennerström fuera un cabrón de enormes proporciones, no era su enemigo personal y no tenía ningún interés particular en intervenir contra él. Podría decírselo a Mikael Blomkvist, pero éste seguramente no haría más que publicar otro artículo. También podría darle el soplo a la policía, pero la probabilidad de que alguien avisara a Wennerström y volviera a desaparecer era bastante alta. Además, por principios, ella no hablaba con la policía.

Pero había otras deudas por saldar. Pensaba en la camarera embarazada de veintidós años a la que le habían sumergido la cabeza bajo el agua de la bañera.

Cuatro días antes de que encontraran a Wennerström muerto, Lisbeth se decidió. Abrió su teléfono móvil y llamó a un abogado de Miami, Florida, quien parecía ser una de las personas de las que Wennerström más se escondía. Habló con una secretaria y le pidió que transmitiera un misterioso mensaje. El nombre Wennerström y una dirección en Marbella. Eso fue todo.

Apagó las noticias de la tele a mitad del dramático relato sobre el fallecimiento de Wennerström. Se preparó café y una rebanada de pan con paté y unas rodajas de pepino.

Erika Berger y Christer Malm se dedicaron a los preparativos anuales de Navidad mientras Mikael, sentado en el sillón de Erika, bebía glögg y los observaba. Todos los colaboradores y algunos de los freelance fijos recibieron un regalo: ese año tocaba una bandolera con el logo de Millennium. Después de envolver los regalos, se sentaron a escribir y franquear más de doscientas postales navideñas para la imprenta, los fotógrafos y los colegas de profesión.

Durante el mayor tiempo posible Mikael intentó resistir la tentación, pero al final no pudo más. Cogió la última tarjeta y escribió: «Feliz Navidad y próspero año nuevo. Gracias por tu espléndida colaboración durante todo este año». Firmó con su nombre y lo dirigió a la redacción de Finansmagasinet Monopol, a la atención de Janne Dahlman.

Cuando Mikael llegó a casa por la noche el aviso de un paquete le estaba esperando. A la mañana siguiente, recogió el regalo y lo abrió una vez llegó a la redacción. El paquete contenía una barrita antimosquitos y una botella de aguardiente Reimersholm. Mikael abrió la tarjeta y leyó el texto: «Si no tienes otros planes, yo atracaré en Arholma el día de Midsommar». Lo firmaba su antiguo compañero de estudios Robert Lindberg.

Tradicionalmente, Millennium solía cerrar sus oficinas la semana antes de Navidad hasta después de Año Nuevo. Ese año no resultaba tan fácil; en la pequeña redacción la presión había sido colosal, y seguían llamando periodistas, a diario, desde todos los rincones del mundo. La víspera de Nochebuena, casi por casualidad, Mikael leyó un artículo en el Financial Times que resumía la situación actual de la comisión bancaria internacional, designada apresuradamente para investigar el imperio de Wennerström. El artículo decía que la comisión barajaba la hipótesis de que tal vez en el último momento alguien pusiera sobre aviso a Wennerström de la inminente revelación.

Sus cuentas en el Bank of Kroenenfeld de las islas Caimán, con doscientos sesenta millones de dólares estadounidenses -aproximadamente dos mil millones y medio de coronas suecas- fueron vaciadas la víspera de la publicación de la revista Millennium.

Hasta ese momento el dinero había estado en una serie de cuentas a las que sólo Wennerström tenía acceso. Ni siquiera hacía falta que se presentara en el banco; era suficiente con que indicara una serie de códigos de clearing para transferir la cantidad que quisiera a cualquier otro banco del mundo. El dinero había sido transferido a Suiza, donde una colaboradora lo convirtió en anónimas obligaciones privadas. Todos los códigos de clearing estaban en orden.

Europol había emitido una orden de búsqueda de aquella desconocida mujer que usó un pasaporte inglés, robado, con el nombre de Monica Sholes, y de la que se decía que había llevado una vida por todo lo alto en uno de los hoteles más lujosos de Zurich. Una foto relativamente nítida para ser de una cámara de vigilancia retrató a una mujer de baja estatura con una melena al estilo paje, boca ancha, pecho prominente, ropa exclusiva de marca y joyas de oro.

Mikael Blomkvist estudió la foto, al principio de una ojeada y luego con creciente incredulidad. Al cabo de unos segundos buscó una lupa en el cajón de su mesa e intentó distinguir los detalles de las facciones entre los puntos de la imagen.

Al final, dejó el periódico y se quedó mudo durante varios minutos. Luego se echó a reír de manera tan histérica que Christer Malm asomó la cabeza preguntando qué pasaba. Mikael hizo un gesto con la mano dándole a entender que no tenía importancia.

La mañana de Nochebuena Mikael se fue a Årsta para visitar a su ex mujer y a su hija Pernilla, y para intercambiarse los regalos. Mikael y Monica le habían comprado a Pernilla el ordenador que tanto deseaba. Monica le regaló a Mikael una corbata y la niña le dio una novela policíaca de Åke Edwardsson. A diferencia de las pasadas Navidades, todos estaban excitados por aquel drama mediático que había tenido lugar en torno a Millennium.

Comieron juntos. Mikael miró de reojo a Pernilla. No veía a su hija desde que ella lo visitó en Hedestad. Se dio cuenta de que no había comentado con su madre el entusiasmo por aquella secta bíblica de Skellefteå. Y tampoco podía contarle que fue el conocimiento bíblico de la niña lo que finalmente lo puso sobre la pista correcta en el tema de la desaparición de Harriet. No había hablado con su hija desde entonces y sintió una punzada de mala conciencia.

No era un buen padre.

Después de la comida se despidió de Pernilla con un beso y luego se encontró con Lisbeth Salander en Slussen para irse juntos a Sandhamn. Apenas se habían visto desde que estalló la bomba de Millennium. Llegaron tarde, la misma Nochebuena, y se quedaron durante los días de fiesta.

Como siempre, Mikael resultaba una compañía agradable y entretenida, pero Lisbeth Salander tuvo la desagradable sensación de ser analizada con una mirada particularmente rara cuando le devolvió el préstamo con un cheque de ciento veinte mil coronas. Pero él no dijo nada.

Dieron un paseo hasta Trovill -lo cual a Lisbeth le pareció una pérdida de tiempo-, cenaron en la fonda y luego se retiraron a la casita de Mikael, donde encendieron la estufa de esteatita, pusieron un disco de Elvis y se entregaron al sexo sin mayores pretensiones. En los momentos en los que Lisbeth bajaba de su nube intentaba comprender sus propios sentimientos.