Mikael ni siquiera estaba convencido de que lo que decía Henrik Vanger fuera cierto.
– Lo entiendo. Pero yo sí me acuerdo de ti. Estabas siempre correteando de aquí para allá mientras Harriet te perseguía. Yo podía oír tus gritos cada vez que tropezabas y te caías en algún sitio. Recuerdo que, en una ocasión, te di un juguete, un tractor amarillo de hojalata con el que yo mismo había jugado de niño, y que te encantaba. Creo que por el color.
De repente, Mikael se quedó helado. Efectivamente, había un tractor amarillo. Cuando se hizo mayor, pasó a decorar una de las estanterías de su habitación.
– ¿Te acuerdas del juguete?
– Sí. Puede que te interese saber que aquel tractor todavía existe, está en Estocolmo, en el museo del juguete de Manatorget. Lo doné hace diez años, cuando estuvieron pidiendo viejos juguetes originales.
– ¿De verdad? -Henrik Vanger soltó una carcajada de satisfacción-. Déjame que te enseñe…
Se acercó a la librería y sacó un álbum de fotos de uno de los estantes inferiores. Mikael advirtió que al viejo le costaba agacharse, por lo que tuvo que apoyarse en la librería cuando se volvió a incorporar. Mientras hojeaba el álbum, Henrik Vanger le hizo un gesto a Mikael para que se sentara. Sabía muy bien lo que estaba buscando, de modo que en un santiamén puso el álbum encima de la mesita. Señaló con el dedo una fotografía en blanco y negro en la que se veía la sombra del fotógrafo en la parte inferior. En primer plano, un niño rubio con pantalones cortos miraba a la cámara fijamente, algo aturdido y con cierta preocupación.
– Éste eres tú ese mismo verano. Tus padres están al fondo, sentados en los sillones del jardín. Tu madre tapa parcialmente a Harriet y el chico que se encuentra a la izquierda de tu padre es el hermano de Harriet, Martin Vanger, hoy en día director del Grupo Vanger.
No tuvo ninguna dificultad en reconocer a sus padres. Su hermana estaba en camino, así que el embarazo de su madre resultaba evidente. Contempló la fotografía con sentimientos encontrados mientras Henrik Vanger servía café y le acercaba un plato con bollos.
– Ya sé que tu padre falleció. ¿Tu madre vive aún?
– No -contestó Mikael-. Murió hace tres años.
– Una mujer simpática. La recuerdo perfectamente.
– Sí, pero estoy convencido de que no me has hecho venir hasta aquí para hablarme de viejos recuerdos familiares.
– Tienes razón. Llevo varios días preparando lo que voy a decirte, pero ahora que, por fin, te tengo delante, no sé muy bien por dónde empezar. Supongo que has leído algo sobre mí antes de aceptar la invitación. Si es así, ya sabrás, sin duda, que en su día ejercí una gran influencia sobre la industria y el mercado de trabajo del país. Hoy no soy más que un viejo que va a morir dentro de poco; mira, la muerte tal vez sea un excelente punto de partida para esta conversación.
Mikael le dio un sorbo al café -¡de puchero!- mientras se preguntaba dónde desembocaría la historia.
– Me duelen las caderas y me cuesta dar largos paseos. Algún día tú mismo también comprobarás cómo los viejos se van quedando sin fuerzas. Yo no tengo demencia senil ni estoy obsesionado con la muerte, pero me encuentro ya en esa edad en la que debo aceptar que mi tiempo se está acabando. Llega una hora en la que uno quiere hacer balance de su vida y concluir las cosas que están a medio terminar. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
Mikael asintió. La voz de Henrik Vanger era firme y clara; a Mikael ya le había quedado claro que el anciano hablaba con cordura y no estaba senil.
– Lo que no acabo de entender es qué pinto yo en todo esto -insistió.
– Te he pedido que vengas porque quiero que me ayudes con ese balance final. Me quedan algunas cosas por aclarar.
– ¿Por qué yo? Quiero decir… ¿qué te hace pensar que yo puedo ayudarte?
– Porque cuando empecé a pensar en contratar a alguien, tu nombre salió en el caso Wennerström. Sabía quién eras. Y quizá también porque te tuve en mis rodillas siendo tú un chavalín. -Hizo un gesto de rechazo con la mano-. No, no me malinterpretes. No cuento con que me ayudes por razones sentimentales. Sólo te estoy explicando por qué tuve el impulso de contactar precisamente contigo.
Mikael se rió amablemente.
– Bueno, me temo que son unas rodillas de las que no me acuerdo muy bien. Pero ¿cómo sabías que era yo? Eso fue a principios de los años sesenta…
– Perdona, no lo has entendido. Os mudasteis a Estocolmo cuando tu padre consiguió un trabajo como jefe de taller de Zarinders Mekaniska, una de las muchas empresas que formaban parte del Grupo Vanger. Fui yo quien le recomendó para el puesto. No tenía formación, pero yo sabía que valía mucho. Me encontré con él varias veces a lo largo de los años, cuando yo iba a Zarinders por algún asunto. Tal vez no fuéramos íntimos amigos, pero siempre hablábamos. La última vez que le vi fue un año antes de morir; entonces me contó que te habían aceptado en la Escuela Superior de Periodismo. Estaba muy orgulloso. Luego, poco después, te hiciste famoso con lo de aquella banda de atracadores y el apodo Kalle Blomkvist. Durante todos estos años he seguido tu trayectoria profesional y he leído muchos de tus artículos. La verdad es que leo Millennium bastante a menudo.
– Vale, de acuerdo. Pero ¿qué es exactamente lo que quieres que yo haga?
Henrik Vanger bajó la mirada durante un breve momento; luego tomó un sorbo de café, como si necesitara un descanso antes de abordar el verdadero asunto.
– Mikael, ante todo me gustaría hacer un trato contigo. Quiero que hagas dos cosas. Una es el pretexto y la otra es el verdadero motivo.
– ¿Qué tipo de trato?
– Te voy a contar una historia en dos partes. La primera parte versa sobre la familia Vanger. Es el pretexto. Es una historia larga y oscura, pero intentaré atenerme a la verdad sin maquillarla. La segunda parte aborda el asunto en sí. Creo que en ciertos momentos mis palabras te parecerán… una locura. Lo que te pido es que me prestes atención hasta el final, que escuches lo que quiero que hagas y lo que te ofrezco a cambio antes de decidir si aceptas el encargo o no.
Mikael suspiró. Resultaba obvio que Henrik Vanger no tenía ninguna intención de presentar el tema de manera breve y concisa, y permitirle, así, coger el tren de la tarde. Mikael tuvo el presentimiento de que si llamaba a Dirch Frode para pedirle que lo llevara a la estación, seguramente le diría que el coche no arrancaba a causa del frío.
Sin duda, el viejo habría dedicado muchas horas a tramar un plan para que mordiera el anzuelo. A Mikael le dio la impresión de que todo lo que había ocurrido desde que entró en la habitación seguía un guión elaborado de antemano: la sorpresa inicial de que había conocido a Henrik Vanger de niño, la foto de sus padres en el álbum y la insistencia en el hecho de que Henrik Vanger y el padre de Mikael habían sido amigos, la coba que le estaba dando con eso de que sabía quién era y que llevaba muchos años siguiendo a distancia su carrera periodística… probablemente todo eso tuviera una parte de verdad, pero, al mismo tiempo, se trataba de psicología de lo más elemental. En otras palabras, Henrik Vanger era un hábil manipulador; contaba con una dilatada experiencia tratando con gente bastante más dura de pelar, sobre todo en reuniones con directivos celebradas a puerta cerrada. No se había convertido en uno de los magnates más poderosos de Suecia por pura casualidad.
Mikael llegó a la conclusión de que Henrik Vanger quería encargarle algo que probablemente no tuviera ningún interés en hacer. Lo único que quedaba era averiguar de qué se trataba y luego declinar la oferta. Y a lo mejor le daría tiempo a coger el tren de la tarde.
– Sorry, no deal -contestó Mikael tras mirar el reloj-. Llevo aquí veinte minutos. Te doy exactamente treinta para que me cuentes lo que quieres. Luego llamaré a un taxi y me iré a casa.
Por un instante, Henrik Vanger abandonó su papel de patriarca bondadoso, y Mikael pudo imaginarse a un industrial sin escrúpulos en sus mejores días, afectado por algún contratiempo u obligado a tratar con algún directivo joven y rebelde. Su boca se torció dibujando una agria sonrisa.