– ¿Y no podría haber sufrido un accidente en otra parte? Es cierto que el puente estaba cortado, pero no hay mucha distancia hasta el otro lado. Podría haber pasado nadando o en una barca de remos.
– Esto sucedió a finales de septiembre y el agua estaba tan fría que no creo que Harriet se pusiera a nadar en medio de todo aquel jaleo. Pero si se le hubiese ocurrido, no habría pasado desapercibida y habría causado un gran revuelo. Éramos decenas de ojos en el puente, y en la parte continental se agolpaban entre doscientas y trescientas personas a lo largo de la orilla mirando todo aquello.
– ¿Y en una barca?
– No. Aquel día había exactamente trece barcos en la isla de Hedeby. La mayoría de los barcos de recreo ya estaba fuera del agua. Abajo, en el puerto pequeño, dos barcos Pettersson se encontraban en el mar. Además, había siete barcas, de las cuales cinco se hallaban ya en tierra. Algo más abajo de la casa rectoral, había una barca más en tierra y otra en el agua; y en Ostergården, una lancha motora y una barca. Todos estos barcos están inventariados y permanecían en su sitio. Si hubiese pasado remando para luego marcharse, lógicamente tendría que haber dejado la barca en el otro lado.
Henrik Vanger levantó un cuarto dedo.
– Así que sólo queda una posibilidad razonable: que Harriet desapareciera en contra de su voluntad. Alguien la mató y se deshizo del cuerpo.
Lisbeth Salander paso la mañana de Navidad leyendo el controvertido libro de Mikael Blomkvist sobre el periodismo económico. La obra, de doscientas diez páginas, se titulaba La orden del Temple y llevaba el subtítulo Deberes para periodistas de economía que no han aprendido bien su lección. La cubierta, diseñada por Christer Malm, era muy moderna y mostraba una foto del viejo edificio de la bolsa de Estocolmo, manipulada con Photoshop; contemplándola detenidamente uno se percataba de que el edificio estaba flotando en el aire. No tenía cimientos. Resultaba difícil imaginarse una portada que indicara los derroteros del libro de manera más explícita.
Salander constató que Blomkvist poseía un excelente estilo. El libro estaba redactado de manera directa e interesante; incluso aquellas personas que desconocieran los entresijos del periodismo económico podrían leerlo con gran provecho. El tono era mordaz y sarcástico, pero, sobre todo, convincente.
El primer capítulo consistía en una especie de declaración de guerra donde Blomkvist no se mordía la lengua.
Durante los últimos veinte años, los periodistas de economía suecos se habían convertido en un grupo de incompetentes lacayos que, henchidos por su propia vanidad, carecían del menor atisbo de capacidad crítica. A esta última conclusión había llegado a raíz de la gran cantidad de periodistas de economía que, una y otra vez, sin el más mínimo reparo, se contentaban con reproducir las declaraciones realizadas por los empresarios y los especuladores bursátiles, incluso cuando los datos eran manifiestamente engañosos y erróneos. En consecuencia, se trataba de periodistas o tan ingenuos y fáciles de engañar que ya deberían haber sido despedidos de sus puestos, o -lo que sería peor- que conscientemente traicionaban la regla de oro de su propia profesión: la de realizar análisis críticos para proporcionar al público una información veraz. Blomkvist reconocía que a menudo sentía vergüenza al ser llamado reportero económico, ya que, entonces, corría el riesgo de ser metido en el mismo saco que las personas a las que ni siquiera consideraba periodistas.
Blomkvist comparaba el trabajo de los analistas económicos con el de los periodistas de sucesos o los corresponsales enviados al extranjero. Se imaginaba el escándalo que se ocasionaría si el periodista de un importante diario que estuviera cubriendo, por ejemplo, el juicio de un asesinato reprodujera las afirmaciones del fiscal sin ponerlas en duda, dándolas automáticamente por verdaderas, sin consultar a la defensa ni entrevistar a la familia de la víctima, cosa que debería haber hecho para formarse su propia idea del asunto. Blomkvist sostenía que las mismas reglas tenían que aplicarse a los periodistas económicos.
El resto del libro estaba constituido por una serie de pruebas que demostraban con pelos y señales las acusaciones iniciales. Un largo capítulo examinaba la información presentada sobre una conocida empresa puntocom en seis de los diarios más importantes, así como en el Finanstidningen y el Dagens Industri, y en el programa televisivo A-ekonomi. Citaba y resumía lo que los reporteros habían dicho y escrito y luego lo contrastaba con la situación real. Al describir la evolución de esa empresa, aludía, una y otra vez, a esas sencillas preguntas que «un periodista serio» habría formulado, pero que la totalidad de los periodistas económicos había omitido. Una buena estrategia.
Otro de los capítulos trataba sobre la privatización de Telia y su consecuente lanzamiento de acciones. Era la parte más burlesca e irónica de todo el libro, y en ella se despellejaba, con nombres y apellidos, a unos cuantos periodistas, entre los cuales un tal William Borg parecía irritar especialmente a Mikael. Otro capítulo, ya casi al final del libro, comparaba la competencia de los reporteros de economía suecos con la de los extranjeros. Blomkvist describía cómo los «periodistas serios» del Financial Times, de The Economist y de algunas revistas alemanas de economía habían informado sobre temas similares en sus respectivos países. La comparación no resultaba muy ventajosa para los suecos. El último capítulo contenía un borrador sobre cómo podría remediarse esa penosa situación. Las palabras finales enlazaban con las del principio.
Si un reportero parlamentario ejerciera su oficio de idéntica manera, rompiendo una lanza a favor de cualquier decisión por absurda que ésta fuese, o si un periodista político se mostrase tan falto de criterio profesional, sería despedido de inmediato, por lo menos, reasignado a un departamento donde él, o ella, no pudiera ocasionar tanto daño. En el mundo del periodismo económico, sin embargo, la regla de oro de la profesión -hacer un análisis crítico e informar objetivamente del resultado a sus lectores- no parece tener validez. En su lugar, aquí se le rinde homenaje al sinvergüenza de más éxito. Así se crea también la Suecia del futuro y se mina la última confianza que la gente ha depositado en el gremio periodístico.
Palabras duras, sin pelos en la lengua, y con un tono mordaz. Salander entendía muy bien el indignado debate que se desencadenó tanto en la revista Journalisten, de ámbito profesional, como en revistas económicas y en las páginas de opinión y economía de los diarios. Aunque en el libro sólo se mencionaba con nombre y apellidos a unos pocos periodistas, Lisbeth Salander suponía que ese mundillo era lo suficientemente pequeño para que todos supieran exactamente a quién se refería Mikael cuando citaba a los distintos medios. Blomkvist se granjeó la acérrima enemistad de muchos de sus compañeros de profesión, algo que también se reflejó en la docena de comentarios con los que se regocijaron tras conocer la sentencia del caso Wennerström.
Cerró el libro y contempló la foto de la contracubierta: Mikael Blomkvist retratado de perfil. El flequillo rubio le caía de manera algo descuidada sobre la frente, como si una ráfaga de viento acabara de pasar justo antes de que el fotógrafo disparara, o como si (lo cual resultaba más plausible) Christer Malm, el jefe de fotografía, le hubiese hecho el estilismo. Miraba a la cámara con una sonrisa irónica y unos ojos que probablemente pretendieran tener encanto y resultar juveniles. «Un hombre bastante guapo, rumbo a tres meses de cárcel.»
– Hola, Kalle Blomkvist -dijo en voz alta-. Eres un poco chulo, ¿no?
A la hora de comer, Lisbeth Salander encendió su iBook y abrió el programa Eudora de correo electrónico. Escribió el mensaje con una sola y concisa línea:
¿Tienes tiempo?