– Ése es mi hermano Harald -dijo el viejo, señalando a un hombre con americana que se inclinaba hacia delante apuntando con el dedo al interior del coche donde Aronsson estaba atrapado-. Mi hermano Harald es una persona desagradable, pero creo que le podemos descartar de la lista de sospechosos. A excepción de un breve instante, cuando tuvo que volver corriendo hasta aquí para cambiarse de zapatos, permaneció en el puente en todo momento.
Henrik Vanger seguía pasando páginas. Las fotos se sucedían: camión cisterna, espectadores en la orilla, restos del coche de Aronsson, fotos panorámicas, fotos indiscretas hechas con teleobjetivo…
– Ésta es la foto de la que te hablaba -dijo Henrik Vanger-. Por lo que hemos podido determinar, se hizo sobre las 15.40 o 15.45; o sea, poco más de cuarenta y cinco minutos después de que Harriet se encontrara con el reverendo Falk. Si te fijas en nuestra casa, la ventana central de la segunda planta corresponde al cuarto de Harriet. En la foto anterior, la ventana está cerrada. Aquí aparece abierta.
– Eso significa que alguien estuvo en su habitación.
– He preguntado a todo el mundo y nadie reconoce haber abierto esa ventana.
– Lo cual quiere decir que lo hizo Harriet en persona, y que a esa hora seguía viva. O que alguien miente. Pero ¿por qué entraría un asesino en su cuarto para abrir la ventana? ¿Y por qué iba alguien a mentir sobre eso?
Henrik Vanger negaba con la cabeza. No hallaba ninguna respuesta.
– Harriet desapareció en torno a las tres; quizá un poco más tarde. Las fotos dan una idea de dónde se encontraba la gente a esa hora. Gracias a eso he podido tachar a algunos de la lista de sospechosos. Por la misma razón, una serie de personas que no salen en las fotos de esa hora deben incluirse en la lista.
– No me has contestado a la pregunta de cómo crees que desapareció el cuerpo. Se me acaba de ocurrir que existe una respuesta obvia; el viejo truco de ilusionista de toda la vida.
– De hecho, hay varios modos perfectamente posibles de llevarlo a cabo. El asesino actuó sobre las tres. Tal vez él, o ella, no usara ningún arma; en tal caso quizá hubiéramos encontrado rastros de sangre. Pienso que Harriet fue estrangulada y que ocurrió aquí, detrás del muro del patio; un lugar que estaba fuera del campo de visión del fotógrafo y situado en un ángulo muerto mirando desde la casa. Si se quiere volver a la Casa Vanger por el camino más corto desde la casa rectoral, donde ella fue vista por última vez, uno tiene que pasar necesariamente por allí. Hoy hay césped y un pequeño jardín, pero en los años sesenta era un patio de grava que servía de aparcamiento para coches. Lo único que tenía que hacer el asesino era abrir el maletero y meter a Harriet dentro. Cuando empezamos la batida al día siguiente, nadie pensó en que se podía haber cometido un crimen; nos centramos en la orilla, los edificios y la parte del bosque más cercana al pueblo.
– O sea, que nadie registró los maleteros de los coches.
– Y al día siguiente por la tarde el asesino tuvo vía libre para coger su coche, cruzar el puente y ocultar el cuerpo en cualquier otro lado.
Mikael asintió.
– En las mismas narices de todos los que participaron en la batida. Si fue así, estamos hablando de un cabrón con mucha sangre fría.
Henrik Vanger se rió amargamente.
– Acabas de hacer una descripción muy acertada de no pocos miembros de la familia Vanger.
Durante la cena, a las seis, continuaron hablando. Anna les trajo conejo asado con confitura de grosellas y patatas, todo regado con un vino tinto con mucho cuerpo que sirvió Henrik Vanger. A Mikael todavía le quedaba mucho tiempo para coger el último tren. «Ya es hora de ir concluyendo», pensó.
– Reconozco que me has contado una historia fascinante. Pero sigo sin entender muy bien por qué.
– La verdad es que ya te lo he dicho. Quiero descubrir a la mala bestia que asesinó a la nieta de mi hermano. Y por eso te quiero contratar.
– ¿Cómo?
Henrik Vanger dejó los cubiertos en el plato.
– Mikaeclass="underline" llevo casi treinta y siete años al borde de la locura, dándole vueltas a lo que le ocurrió a Harriet. A lo largo de los años, he ido dedicando cada vez más tiempo libre a dar con ella. -Se calló, se quitó las gafas y se puso a buscar en las lentes algún rastro invisible de suciedad. Luego levantó la vista y observó a Mikael-. Si he de serte completamente sincero, la desaparición de Harriet fue la razón por la que, al cabo de unos años, abandoné el timón de la empresa. Perdí la ilusión. Sabía que había un asesino en mi entorno, y todas esas cavilaciones en busca de la verdad se transformaron en una carga a la hora de realizar mi trabajo. Lo peor es que, con el tiempo, ese peso no se hizo más ligero; todo lo contrario. Alrededor de 1970 pasé por una etapa en la que sólo quería que la gente me dejara en paz. Por aquel entonces Martin ya había entrado en la junta directiva y dejé que él se ocupara, cada vez más, de mi trabajo. En 1976 me retiré y Martin asumió el cargo de director ejecutivo. Sigo teniendo un puesto en la junta, pero desde que cumplí los cincuenta apenas he dado un palo al agua. Durante los últimos treinta y seis años no ha pasado ni un solo día en el que no haya pensado en la desaparición de Harriet. Creerás que estoy obsesionado con este tema; eso es, al menos, lo que le parece a la mayoría de mis parientes. Y probablemente sea así.
– Fue algo terrible.
– No sólo eso; me ha destrozado la vida. Es un hecho del que estoy cada vez más convencido a medida que el tiempo va pasando. ¿Te conoces bien a ti mismo?
– Bueno, naturalmente, creo que sí.
– Yo también. No puedo olvidar lo que pasó. Pero, con los años, mis motivos han ido cambiando. Al principio tal vez fuera por pura pena. Quería encontrarla y, por lo menos, enterrarla. Necesitaba reparar de algún modo el daño que le pudieran haber hecho a Harriet.
– ¿De qué manera han cambiado tus motivos?
– Ahora se trata más bien de encontrar a ese maldito monstruo. Pero lo curioso es que, a medida que me he ido haciendo mayor, se ha convertido en un hobby que lo ha absorbido todo.
– ¿Hobby?
– Sí, la verdad es que me parece la palabra más apropiada. Cuando la investigación policial se quedó en agua de borrajas, yo seguí por mi cuenta. Intenté actuar de manera sistemática y científica. Reuní toda la información que pude encontrar: las fotografías, la investigación policial… Apunté todo lo que las personas entrevistadas me contaron sobre aquel día. Como puedes ver, he dedicado casi la mitad de mi vida a reunir información sobre un solo día.
– ¿Eres consciente de que, después de treinta y seis años, el asesino puede estar muerto y enterrado?
– No creo.
Mikael arqueó las cejas ante esa afirmación tan rotunda.
– Terminemos de cenar y volvamos arriba. Falta un detalle para completar mi historia. El más desconcertante.
Lisbeth Salander aparcó el Corolla automático en la estación de cercanías en Sundbyberg. Había tomado prestado el Toyota de Milton Security. No es que lo hubiera pedido exactamente, aunque, por otra parte, Armanskij nunca le había prohibido expresamente que usara los coches de la empresa. «Tarde o temprano -pensó- tengo que comprarme un coche.» En cambio, poseía una moto: una Kawasaki de 125 centímetros cúbicos, de segunda mano, que usaba en verano. Durante el invierno la guardaba bajo llave en el trastero de su edificio.
Se fue andando a Hogkhntavagen y, a las seis en punto, llamó al telefonillo. Al cabo de unos segundos, la cerradura se abrió con un clic; subió por la escalera hasta el segundo piso y llamó al timbre de la puerta en la que estaba escrito el modesto apellido Svensson. No tenía ni idea de quién era ese tal Svensson; ni siquiera sabía si existía.