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– Hola, Plague -saludó.

– ¡Wasp! Sólo vienes a verme cuando necesitas algo.

El hombre, tres años mayor que Lisbeth Salander, medía 1,89 y pesaba 152 kilos. Ella medía 1,54 y pesaba 42, de modo que siempre se había sentido como una enana al lado de Plague. Como ya era habitual, el piso estaba a oscuras; la luz de una sola lámpara se colaba hasta el vestíbulo desde el dormitorio que usaba para trabajar. Olía a cerrado y a aire viciado.

– Plague, es porque nunca te duchas y porque aquí dentro huele a tigre. Si sales alguna vez, te recomiendo que compres jabón. Lo venden en el Konsum.

Él sonrió tímidamente pero no contestó y le hizo señas para que lo acompañara a la cocina. Una vez dentro, sin encender ninguna luz, se sentó junto a la mesa. La iluminación procedía fundamentalmente de las farolas de la calle.

– Y no es que yo sea un portento en limpieza, pero sí los cartones vacíos de leche huelen a muerto, los cojo y los tiro y ya está.

– Cobro una pensión por incapacidad mental -replicó él-. Soy un incompetente social.

– Por eso el Estado te dio una vivienda y se olvidó de ti. ¿Nunca tienes miedo de que los vecinos se quejen y los servicios sociales te hagan una inspección? Podrían llevarte a un manicomio.

– ¿Tienes algo para mí?

Lisbeth Salander abrió la cremallera del bolsillo de la cazadora y sacó cinco mil coronas.

– Es todo lo que tengo. Es mi propio dinero y, además, como comprenderás, no me desgrava como gastos.

– ¿Qué es lo que quieres?

– El manguito del que me hablaste hace un par de meses. ¿Lo has terminado ya?

Él sonrió y le puso un objeto sobre la mesa.

– Dime cómo funciona.

Durante la hora siguiente, ella escuchó atentamente. Luego probó el manguito. Puede que Plague fuera un incompetente social. Pero sin duda era un genio.

Henrik Vanger se detuvo junto a su mesa de trabajo y esperó a que Mikael le prestara de nuevo toda su atención. Éste consultó su reloj.

– Me estabas hablando de un desconcertante detalle.

Henrik Vanger asintió.

– Nací el 1 de noviembre. Cuando Harriet tenía ocho años me regaló un cuadro para mi cumpleaños: una flor prensada, con un sencillo marco.

Henrik Vanger pasó alrededor de la mesa y señaló la primera flor. Campanula. Enmarcada de forma poco profesional.

– Fue el primer cuadro. Me lo regaló en 1958.

Apuntó al siguiente.

– 1959: Ranúnculo, 1960: Margarita. Se convirtió en una tradición. Harriet hacía el cuadro durante el verano y luego lo guardaba hasta mi cumpleaños. Los empecé a colgar aquí, en esta pared. En 1966 ella desapareció y entonces la tradición se rompió.

Henrik Vanger se calló y señaló un hueco que había en la fila de cuadros. De repente, Mikael sintió cómo se le ponía el vello de punta. Toda la pared estaba llena de flores prensadas.

– En 1967, un año después de que ella desapareciera, recibí esta flor para mi cumpleaños. Es una violeta.

– ¿Cómo la recibiste? -preguntó Mikael en voz baja.

– Envuelta en papel de regalo y enviada por correo en un sobre acolchado. Desde Estocolmo. Sin remitente. Sin mensaje.

– ¿Quieres decir que…? -Mikael hizo un gesto con la mano señalando los cuadros.

– Eso es. Por mi cumpleaños, todos los malditos años. ¿Entiendes cómo me siento? Van dirigidos a mí, como si el asesino quisiera torturarme. Me he vuelto loco pensando que Harriet quizá fuese asesinada porque alguien quería llegar hasta mí. No era ningún secreto que Harriet y yo teníamos una relación especial, y que para mí era como una hija.

– ¿Qué es lo que quieres que haga? -preguntó Mikael con voz tajante.

Lisbeth Salander dejó el Corolla en el garaje del edificio de Milton Security y aprovechó para ir al baño de arriba, donde estaban las oficinas. Usó su tarjeta para entrar y subió directamente a la tercera planta con el fin de no tener que pasar por la entrada principal del segundo piso, donde trabajaban los que estaban de guardia. Se dirigió al baño y luego fue a por un café, a la máquina; una inversión que hizo Dragan Armanskij al darse cuenta, por fin, de que Lisbeth Salander jamás prepararía café simplemente porque eso era lo que esperaban de ella. Luego entró en su despacho y colgó la cazadora de cuero en una silla.

El despacho era un cubículo de dos por tres metros situado tras una pared de cristal. Tenía una mesa con un viejo ordenador Dell, una silla, una papelera, un teléfono y una estantería con unas cuantas guías telefónicas y tres cuadernos vacíos. Los dos cajones de la mesa contenían unos bolígrafos ya secos, clips y un cuaderno. En la ventana había una planta muerta, con las hojas marrones, ya marchitas. Lisbeth Salander observó pensativa la flor, como si fuese la primera vez que la veía. Acto seguido, la tiró a la papelera con decisión.

Raramente pasaba por su despacho; tal vez media docena de veces al año, principalmente cuando necesitaba estar sola para darle los últimos retoques a algún informe antes de entregarlo. Dragan Armanskij había insistido en que ella tuviera su propio espacio. Lo justificó diciendo que, de este modo, Lisbeth, aunque trabajara como freelance, se sentiría parte de la empresa. Lo que ella sospechaba era que así Dragan Armanskij podía vigilarla y meterse en sus asuntos personales. Al principio la instalaron un poco más allá, aunque en el mismo pasillo, en un despacho más grande que debía compartir con un colega; pero como ella nunca estaba allí, Dragan optó, finalmente, por trasladarla a ese cuchitril que nadie usaba.

Lisbeth Salander sacó el manguito que le había dado Plague. Lo dejó en la mesa, frente a ella, y lo contempló absorta mientras se mordía el labio inferior.

Eran más de las once de la noche y se hallaba sola en la planta. De repente la invadió un gran aburrimiento.

Al cabo de un rato se levantó y se fue hasta el final del pasillo, donde intentó abrir la puerta del despacho de Dragan Armanskij. Cerrada con llave. Miró a su alrededor. La probabilidad de que alguien apareciera por allí cerca de medianoche el día 26 de diciembre era prácticamente inexistente. Abrió la puerta con una copia pirata de la llave maestra de la empresa que ella misma se había molestado en hacer unos años atrás.

El despacho de Armanskij era espacioso; tenía una mesa de trabajo, unas cuantas sillas y, en un rincón, una pequeña mesa de reuniones con capacidad para ocho personas. Todo impolutamente limpio. Hacía mucho tiempo que ella no fisgoneaba en su despacho, y ya que estaba allí… Se pasó una hora entera en la mesa poniéndose al día en diferentes asuntos: la búsqueda de un posible espía industrial, los colegas infiltrados under cover en una empresa donde actuaba una banda organizada de ladrones, así como las medidas adoptadas, con el mayor de los secretos, para proteger a una clienta que temía que sus hijos fueran raptados por el padre.

Al final colocó todos los papeles exactamente como los había encontrado, cerró con llave la puerta del despacho de Armanskij y se fue andando hasta su casa, en Lundagatan. Se sentía satisfecha de su día.

Mikael Blomkvist volvió a negar con la cabeza. Henrik Vanger se había sentado tras su mesa de trabajo y contemplaba a Mikael con una mirada tranquila, como si ya estuviera preparado para todas sus objeciones.

– No sé si algún día nos enteraremos de la verdad, pero no quiero morir sin realizar un último intento -dijo el viejo-. Simplemente, quiero contratarte para que revises todo el material una vez más.

– Eso es una locura -exclamó Mikael.

– ¿Una locura? ¿Por qué?

– Ya he oído bastante. Henrik, entiendo tu dolor, pero también te voy a ser sincero: lo que me pides es un derroche de tiempo y de dinero. Me pides que encuentre, como por arte de magia, la solución a un misterio en el que llevan fracasando, durante años y años, detectives de la policía criminal y otros investigadores profesionales que han contado con los mejores recursos disponibles. Me pides que resuelva un crimen que se cometió hace casi cuarenta años. ¿Cómo podría hacer una cosa así?