Intentó llamar de nuevo a Erika y saltó el contestador, que le pidió que dejara un mensaje. Lo hizo. Acto seguido, apagó las luces y se acostó. Antes de conciliar el sueño, pensó que el riesgo que corría en Hedeby de volverse completamente loco era alto e inminente.
Le produjo una extraña sensación despertarse en completo silencio. En sólo una fracción de segundo, Mikael pasó de un profundo sueño a estar completamente despierto; luego se quedó un rato quieto escuchando. Hacía frío en el dormitorio. Giró la cabeza y miró el reloj que había dejado en un taburete al lado de la cama. Eran las siete y ocho minutos de la mañana; nunca había sido muy madrugador y normalmente le costaba despertarse sin, por lo menos, dos despertadores. Ahora lo había hecho sin ninguna ayuda y, además, se sentía descansado.
Puso a hervir agua para preparar el café antes de meterse bajo la ducha, donde de repente experimentó la placentera sensación de contemplarse a sí mismo: Kalle Blomkvist, explorador de tierras vírgenes.
Al menor roce con el grifo de la ducha el agua pasó de arder a estar helada. Ya en la cocina, echó en falta el periódico del desayuno. La mantequilla estaba congelada. No había ningún cortaquesos en el cajón. Fuera, seguía tan oscuro como la boca del lobo y el termómetro marcaba 21 grados bajo cero. Era sábado.
La parada del autobús para Hedestad estaba enfrente del supermercado Konsum y Mikael inició su particular exilio cumpliendo su plan de ir de compras. Se bajó del autobús delante de la estación de ferrocarril y dio una vuelta por el centro. Compró unas robustas botas de invierno, dos pares de calzoncillos largos, unas gruesas camisas de franela, un buen tres cuartos de invierno, un gorro y unos guantes forrados por dentro. En Teknikmagasinet encontró un pequeño televisor portátil con antena de cuernos. El vendedor le aseguró que en Hedeby iba a poder sintonizar, por lo menos, la televisión nacional; Mikael prometió regresar para que le devolvieran el dinero si no lo conseguía.
Pasó por la biblioteca, se hizo el carné de socio y sacó dos novelas de misterio de Elizabeth George. En una papelería adquirió bolígrafos y cuadernos. También se hizo con una bolsa de deporte para meter sus nuevas adquisiciones.
Por último, se compró un paquete de tabaco; había dejado de fumar hacía diez años, pero de vez en cuando tenía recaídas y experimentaba un repentino deseo de nicotina. Sin abrirla, se metió la cajetilla en el bolsillo de la cazadora. La última visita fue a una óptica, donde encargó unas lentillas nuevas y adquirió una solución limpiadora.
A eso de las dos ya había vuelto a Hedeby; estaba quitándole las etiquetas del precio a la ropa cuando se abrió la puerta. Una mujer rubia de unos cincuenta años llamó al marco de la puerta de la cocina al mismo tiempo que cruzaba el umbral. Traía un bizcocho en un plato.
– Hola, sólo quería darte la bienvenida. Me llamo Helen Nilsson y vivo justo enfrente, así que somos vecinos.
Mikael le estrechó la mano y se presentó.
– Ya sé quién eres; te he visto en la tele. Me alegro de ver luces encendidas en esta casita por las noches.
Mikael se puso a preparar café para los dos; ella intentó excusarse, pero, aun así, se sentó a la mesa de la cocina. Miró por la ventana de reojo.
– Aquí viene Henrik con mi marido. Por lo visto te hacían falta unas cajas.
Henrik Vanger y Gunnar Nilsson se detuvieron fuera con un carrito; Mikael se apresuró a salir para saludar y ayudarles con las cuatro cajas de cartón. Las dejaron en el suelo, junto a la cocina de hierro. Mikael puso las tazas de café sobre la mesa y cortó el bizcocho de Helen.
Gunnar y Helen le resultaron simpáticos. No daban la impresión de tener mucha curiosidad por saber por qué Mikael se encontraba en Hedestad; el hecho de que trabajara para Henrik Vanger parecía ser suficiente explicación. Mikael observaba la relación entre los Nilsson y Henrik Vanger y constató que no era nada afectada y que estaba exenta de la clásica subordinación entre el señor y el personal de servicio. Charlaron sobre el pueblo y sobre quién había construido la casita en la que se alojaba Mikael. El matrimonio Nilsson corregía a Vanger cuando la memoria le fallaba; y éste, por su parte, contó una divertida anécdota. Una noche Gunnar Nilsson descubrió al tonto del pueblo del otro lado del puente intentando entrar por la ventana de la casita. Nilsson se había acercado para preguntarle al torpe ladrón por qué no entraba por la puerta, que no estaba cerrada con llave.
Gunnar Nilsson examinó con cierto escepticismo el pequeño televisor, e invitó a Mikael a ir a su casa por las noches si quería ver algún programa de la tele. Tenían antena parabólica
Henrik Vanger permaneció un rato más en la casa después de que el matrimonio Nilsson se marchara. El viejo comentó que le parecía mejor que el propio Mikael ordenara el archivo y que subiera a verle si le surgía alguna duda. Mikael le dio las gracias y aseguró que no habría ningún problema.
Cuando Mikael se quedó solo, llevó las cajas al estudio y se puso a revisar el contenido.
La investigación privada de Henrik Vanger sobre la desaparición de la nieta de su hermano se había prolongado durante treinta y seis años. A Mikael le costaba decidir si ese interés se debía a una obsesión enfermiza o bien si a lo largo de los años se había convertido en un juego intelectual. Resultaba completamente obvio, sin embargo, que el viejo patriarca había acometido el trabajo con la mentalidad sistemática de un arqueólogo aficionado: el material ocupaba casi siete metros de librería.
El grueso lo componían las veintiséis carpetas que conformaban la investigación policial sobre la desaparición de Harriet Vanger. A Mikael le parecía difícil que cualquier otra desaparición más «normal» diese un material tan abundante. Claro que, por otra parte, sin duda Henrik Vanger había ejercido la influencia necesaria para que la policía de Hedestad no dejara de seguir todas las pistas, tanto las buenas como las menos prometedoras.
Además de la investigación de la policía, había cuadernos con recortes, álbumes de fotos, planos, recuerdos, artículos periodísticos sobre Hedestad y sobre las empresas Vanger, el diario de Harriet Vanger (que, sin embargo, no contenía muchas páginas), libros de texto del colegio, certificados médicos y otras cosas. Allí también había no menos de dieciséis volúmenes encuadernados, de cien páginas cada uno, que podían considerarse el cuaderno de bitácora de las investigaciones de Henrik Vanger. En esos cuadernos el patriarca había escrito, con letra pulcra, sus propias reflexiones, ideas, pistas falsas y otras observaciones. Mikael los hojeó un poco aleatoriamente. Tenían cierto estilo literario y a Mikael le dio la impresión de que los volúmenes contenían textos pasados a limpio desde decenas de cuadernos más antiguos. Para terminar, encontró diez o doce carpetas con material sobre distintas personas de la familia Vanger; las páginas estaban mecanografiadas y, al parecer, habían sido escritas durante un largo período de tiempo.
Henrik Vanger había investigado a su propia familia.
Hacia las siete, Mikael escuchó un claro maullido y abrió la puerta. Una gata parda rojiza entró como un rayo al calor del hogar.
– Te entiendo perfectamente -dijo Mikael.
La gata dio una rápida vuelta olisqueando toda la casa. Mikael cogió un plato y le puso un poco de leche, que la invitada se tomó a lengüetazos. Luego, el felino se subió de un salto al arquibanco de la cocina y se enroscó. No parecía tener intención de moverse de allí.