Eran más de las diez de la noche cuando, finalmente, Mikael pudo hacerse una idea general de todo el material y lo colocó sobre los estantes en un orden lógico. Fue a la cocina y se preparó café y dos sándwiches. A la gata le ofreció un poco de embutido y de paté. A pesar de no haber comido bien en todo el día, se sentía extrañamente inapetente. Cuando se terminó el café y los sándwiches, sacó la cajetilla de tabaco del bolsillo de la cazadora y la abrió.
Escuchó los mensajes de su móvil; Erika no había dado señales de vida, así que intentó llamarla. Lo único que consiguió, de nuevo, fue escuchar el contestador.
Una de las primeras medidas que Mikael tomó en su investigación privada fue escanear el mapa de la isla de Hedeby que le dejó Henrik Vanger. Todavía tenía frescos en la memoria todos los nombres que Henrik le había ido mencionando durante el paseo, así que apuntó quién vivía en cada casa. La galería de personajes del clan Vanger era tan amplia que le llevaría algún tiempo aprenderse quién era cada uno.
Poco antes de medianoche, Mikael se abrigó bien, se puso las botas que acababa de comprar y dio un paseo cruzando el puente. Giró y tomó el camino que discurría paralelamente a la costa, por debajo de la iglesia. En el estrecho y el viejo puerto se había formado una capa de hielo, pero algo más allá divisó una franja de agua algo más oscura. Mientras permanecía allí, la iluminación de la fachada de la iglesia se apagó y la oscuridad le envolvió. Hacía frío y la noche estaba estrellada.
De repente, le invadió un profundo desánimo. Por mucho que lo intentara, no entendía por qué había dejado que Henrik Vanger lo persuadiera para aceptar esa absurda misión. Erika tenía toda la razón del mundo; era una absoluta pérdida de tiempo. Debería estar en Estocolmo -por ejemplo, en la cama, con Erika- preparando la guerra contra Hans-Erik Wennerström. Pero también respecto a eso se sentía apático; ni siquiera tenía la más mínima idea de cómo empezar a preparar una estrategia de contraataque.
Si en ese momento hubiese sido de día, habría ido a hablar con Henrik Vanger para romper el contrato y marcharse a su casa. Pero, desde la colina de la iglesia, pudo constatar que la Casa Vanger estaba ya a oscuras y en silencio. Desde allí se veían todas las edificaciones de la parte insular del pueblo. La casa de Harald Vanger también permanecía a oscuras, pero había luz en la de Cecilia Vanger y en la que estaba alquilada, al igual que en el chalé de Martin Vanger, ya hacia el final de la punta. En el puerto deportivo había luz en casa de Eugen Norman, el pintor de la casucha con corrientes de aire cuya chimenea también lanzaba su buen penacho de chispas y humo. La planta superior del café también estaba iluminada y Mikael se preguntó si Susanne viviría allí y, en ese caso, si se encontraría sola.
Mikael durmió hasta bien entrada la mañana del domingo y se despertó, presa del pánico, cuando un enorme estruendo invadió toda la casa. Le llevó un segundo orientarse y darse cuenta de que no eran más que las campanas de la iglesia llamando a misa y que, por tanto, faltaba poco para las once. Se sentía desanimado y se quedó un rato más en la cama. Al escuchar los exigentes maullidos de la gata, se levantó y le abrió la puerta para dejarla salir.
A las doce ya estaba duchado y había desayunado. Decidido, entró en el estudio y cogió la primera carpeta de la investigación policial. Luego dudó. Desde la ventana lateral vio el letrero del Café de Susanne; metió la carpeta en su bandolera y se abrigó bien. Al llegar al café descubrió que estaba hasta arriba de clientes; por fin encontró la respuesta a la pregunta que él llevaba tiempo haciéndose: ¿cómo podía sobrevivir un café en un pueblucho como Hedeby? Susanne se había especializado en los feligreses de la iglesia y en servir café para funerales y otros actos.
Así que cambió de idea y salió a dar un paseo. Konsum cerraba ese día, de modo que continuó un poco más por el camino que iba hacia Hedestad y compró periódicos en una gasolinera que sí abría los domingos. Dedicó una hora a pasear por Hedeby y a familiarizarse con el entorno de la parte continental. Las antiguas edificaciones en torno a la iglesia y el supermercado Konsum constituían el núcleo del pueblo: casas de piedra de dos plantas, seguramente construidas a lo largo de las dos primeras décadas del siglo xx, que conformaban una pequeña calle. Al norte de la carretera se levantaban unos bloques de pisos, muy bien cuidados, para familias con niños. Junto a la orilla y al sur de la iglesia, predominaban los chalés. Hedeby era, sin duda, una buena zona, destinada a ejecutivos y altos cargos administrativos de Hedestad.
Cuando volvió al puente, la avalancha del Café de Susanne había pasado, pero la dueña seguía ocupada recogiendo las mesas.
– ¿La invasión dominical? -dijo a modo de saludo.
Ella asintió llevándose una mecha de pelo detrás de la oreja.
– Hola, Mikael.
– Así que te acuerdas de mi nombre…
– Es difícil no acordarse -contestó ella-. Te vi por la tele antes de Navidad, en el juicio.
De repente, Mikael se sintió avergonzado.
– Tienen que llenar las noticias con algo -murmuró, y se fue a la mesa del rincón desde la que se veía el puente.
Cuando su mirada se encontró con la de Susanne, ella sonrió.
A las tres de la tarde, Susanne le anunció que iba a cerrar el café. Después de la hora punta, tras finalizar la misa, sólo habían entrado unos pocos clientes. Mikael pudo leer poco más de una quinta parte de la primera carpeta de la investigación policial sobre la desaparición de Harriet Vanger. La cerró, metió su cuaderno en la bandolera y se marchó. Atravesó el puente a paso ligero y luego se dirigió a casa.
La gata le esperaba en la entrada y Mikael echó un vistazo por los alrededores preguntándose de quién podría ser el animal. De todos modos la dejó entrar; al fin y al cabo, le hacía compañía.
Intentó, de nuevo, llamar a Erika, pero no consiguió escuchar más que la voz del contestador. Al parecer, estaba furiosa con él. Podría haberla llamado a la redacción o a su casa, pero, por pura cabezonería, decidió no hacerlo; ya le había dejado suficientes mensajes. En su lugar, se preparó café, se sentó en el arquibanco, no sin antes echar a un lado a la gata, y abrió la carpeta sobre la mesa de la cocina.
Se puso a leer con suma concentración para que no se le escapara ningún detalle. Al cerrar la carpeta, ya bien entrada la noche, había llenado con apuntes varias páginas de su cuaderno, tanto con palabras clave que resumían el contenido como con preguntas a las que esperaba dar respuesta en las próximas carpetas. El material estaba dispuesto cronológicamente; no sabía a ciencia cierta si lo había organizado Henrik Vanger o si se trataba del sistema adoptado por la policía en los años sesenta.
La primera hoja era la fotocopia de un formulario, escrito a mano, del servicio telefónico de urgencias de la policía de Hedestad. El agente que se puso al teléfono firmó como «Of. g. Ryttinger», lo cual Mikael interpretó como oficial de guardia. En calidad de denunciante figuraba Henrik Vanger, cuya dirección y número de teléfono habían sido apuntados. El informe estaba fechado el domingo 23 de septiembre de 1966 a las 11.14 horas de la mañana. El texto, seco y conciso, decía:
Llamada Sr. Hrk Vanger inf que sobrina (?) Harriet Ulrika VANGER, nacida 15 ene 1950 (16 años), desapareció de su casa en isla Hedeby sábado tarde. Denuncte expresa gran preocupación
A las 11.20 había un apunte que determinaba que a P-014 (¿coche patrulla?, ¿patrulla?, ¿lancha patrulla?) se le ordenó acudir al lugar.
A las 11.35 otra Persona, cuya letra resultaba más difícil de interpretar que la de Ryttinger, había escrito que el «Ag. Magnusson inf. puente isla Hedeby todav. cortado. Transp. c. barca». En el margen, una firma ilegible.
A las 12.14 de nuevo Ryttinger: «Teléfono ag. Magnusson de H-by inf. que Harriet Vanger 16 años ausente desde primera hora sábado tarde. Fam. expresa gran preocup. No ha pasado noche en casa. No puede haber abandonado isla p. accidente del puente. Ning. de familiares interr. sabe dónde se encntra HV».