– Gracias por la clase de filosofía. Pero ahora quiero que me hables de tu familia.
Mikael puso la grabadora entre los dos y empezó a grabar.
– ¿Qué quieres saber?
– He leído la primera carpeta: la de la desaparición de Harriet y la búsqueda de los primeros días. Pero hay tantos Vanger en el texto que apenas puedo distinguir a unos de otros.
Antes de tocar el timbre, Lisbeth Salander permaneció inmóvil durante casi diez minutos en el solitario rellano de la escalera, mirando fijamente la placa metálica en la que se podía leer «Abogado N. E. Bjurman». La cerradura hizo clic.
Era martes. La segunda reunión. Estaba llena de malos presentimientos.
No es que le tuviera miedo al abogado Bjurman; Lisbeth Salander raramente le tenía miedo a las personas o a las cosas. Sin embargo, el nuevo administrador de sus bienes le provocaba un intenso malestar. El predecesor de Bjurman, el abogado Holger Palmgren, estaba hecho de una madera completamente distinta: era correcto, educado y amable. Esa relación cesó hacía ya tres meses, cuando Palmgren sufrió una apoplejía y, de acuerdo con alguna burocrática jerarquía que ella desconocía, le correspondió a Nils Erik Bjurman hacerse cargo de la joven.
Durante los doce años que Lisbeth Salander había sido objeto de atenciones por parte de los servicios sociales y psiquiátricos, de los cuales pasó dos en una clínica infantil, nunca jamás, ni en una sola ocasión, había contestado ni siquiera a la sencilla pregunta de «¿cómo estás hoy?».
Al cumplir los trece años, de acuerdo con la ley de tutela de los menores de edad, el juez ordenó que la internaran en la clínica de psiquiatría infantil de Sankt Stefan, en Uppsala. La decisión se apoyaba fundamentalmente en informes que la consideraban psíquicamente perturbada y peligrosa para sus compañeros de clase y, tal vez, incluso para sí misma.
Esta última suposición se basaba más bien en juicios empíricos y no en un análisis serio y meticuloso. Cualquier intento por parte de algún médico, u otra persona con autoridad en la materia, de entablar una conversación sobre sus sentimientos, su vida espiritual o su estado de salud era contestado, para su enorme frustración, con un profundo y malhumorado silencio, acompañado de intensas miradas al suelo, al techo y a las paredes. Coherente con sus actos, solía cruzarse de brazos y negarse, sistemáticamente, a participar en tests psicológicos. Su completa oposición a todo intento de medir, pesar, estudiar, analizar o educarla se aplicaba también al ámbito escolar; las autoridades podían trasladarla a un aula y encadenarla al pupitre, pero no podían impedir que ella cerrara los oídos y se negara a levantar el lápiz en los exámenes. Abandonó el colegio sin sacarse ni siquiera el certificado escolar.
Por consiguiente, el simple hecho de diagnosticar sus «taras» mentales conllevaba grandes dificultades. En resumen, Lisbeth Salander era cualquier cosa menos fácil de manejar.
Cuando cumplió trece años, se designó a un tutor que administrara sus bienes y defendiera sus intereses hasta que alcanzara la mayoría de edad. Ese tutor fue el abogado Holger Palmgren, quien, a pesar de no haber empezado con muy bien pie, lo cierto es que al final tuvo éxito allí donde los psiquiatras y los médicos habían fracasado. No sólo fue ganándose paulatinamente la confianza de Lisbeth, sino que también consiguió una tímida muestra de afecto por parte de la complicada joven.
Al cumplir quince años, los médicos estuvieron más o menos de acuerdo en que, en cualquier caso, ya no era peligrosa para los demás ni para sí misma. Debido a que su familia había sido definida como disfuncional y a que no tenía parientes que pudieran garantizar su bienestar, se decidió que Lisbeth Salander saliera de la clínica de psiquiatría infantil de Uppsala y se fuera adaptando gradualmente a la sociedad por medio de una familia de acogida.
El camino no fue fácil. Huyó de la primera familia al cabo de tan sólo dos semanas. Pasó por la segunda y tercera a la velocidad de un rayo. Luego, Holger Palmgren mantuvo una seria conversación con ella en la que le explicó, sin rodeos, que si seguía por ese camino, sin duda volverían a ingresarla en una institución. La amenaza surtió efecto y aceptó a la familia número cuatro: una pareja mayor que residía en el suburbio de Midsommarkransen.
Eso no significaba que la niña se portara bien. A la edad de diecisiete años, Lisbeth Salander ya había sido detenida por la policía en cuatro ocasiones: dos de ellas en un estado de embriaguez tan grave que requirió asistencia médica urgente, y otra vez bajo la manifiesta influencia de narcóticos. En una de estas ocasiones, la encontraron borracha perdida y completamente desaliñada, con la ropa a medio poner, en el asiento trasero de un coche aparcado en la orilla de Söder Mälarstrand. Estaba acompañada de un hombre igual de ebrio y considerablemente mayor que ella.
La cuarta y última intervención policial tuvo lugar tres semanas antes de cumplir los dieciocho años, cuando, esta vez sobria, le dio una patada en la cabeza a un pasajero en la estación de metro de Gamla Stan. El incidente acabó en arresto por delito de lesiones. Salander justificó su actuación alegando que el hombre le había metido mano y que, como su aspecto era más bien el de una niña de doce años y no de dieciocho, ella consideró que el pervertido tenía inclinaciones pedófilas. Eso fue todo lo que consiguieron sacarle. Sin embargo, la declaración fue apoyada por testigos, lo cual significó que el fiscal archivó el caso.
Aun así, en conjunto, su historial era de tal calibre que el juez ordenó un reconocimiento psiquiátrico. Como ella, fiel a su costumbre, se negó a contestar a las preguntas y a participar en los tests, los médicos consultados por la Seguridad Social emitieron al final un juicio basado en sus «observaciones sobre el paciente». Tratándose, en este caso, de una joven callada que, sentada en una silla, se cruzaba de brazos y se ponía de morros, no quedaba muy claro qué era exactamente lo que estos expertos habían podido observar. Se llegó simplemente a la conclusión de que sufría una perturbación mental cuya naturaleza no aconsejaba que permaneciera desatendida. El dictamen del forense abogaba por que se la recluyera en algún centro psiquiátrico; al mismo tiempo, el jefe adjunto de la comisión social municipal elaboró un informe apoyando las conclusiones de los expertos.
Por lo que respecta a su curriculum, el dictamen constató que existía «un gran riesgo de abuso de alcohol o drogas», y que, evidentemente, «carecía de autoconciencia». A esas alturas, su historial cargaba con el lastre de vocablos como «introvertida, inhibida socialmente, ausencia de empatía, fijación por el propio ego, comportamiento psicópata y asocial, dificultades de cooperación e incapacidad para sacar provecho de la enseñanza». Cualquiera que lo leyera podría engañarse fácilmente y llegar a la conclusión de que se trataba de una persona gravemente retrasada. Tampoco decía mucho a su favor el hecho de que una unidad asistencial de los servicios sociales la hubiera visto más de una vez en compañía de varios hombres por los alrededores de Mariatorget; en una ocasión, además, la policía la cacheó en el parque de Tantolunden al encontrarla, de nuevo, en compañía de un hombre considerablemente mayor. Se temía que Lisbeth Salander se dedicara a la prostitución, o que corriera el riesgo de verse metida en ella de una u otra manera.
Cuando el Juzgado de Primera Instancia -la institución que iba a pronunciarse sobre su futuro- se reunió para tomar una decisión sobre el asunto, el resultado ya parecía estar claro de antemano. Se trataba de una joven manifiestamente problemática y resultaba poco creíble que el tribunal dictaminara algo distinto a lo recomendado en el informe social y forense.