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La sentencia tenía veintiséis páginas. Daba cuenta de las razones por las que Mikael había sido declarado culpable de quince casos de grave difamación al empresario Hans-Erik Wennesrström. Mikael hizo sus cálculos y llegó a la conclusión de que cada uno de los cargos de la acusación por los que había sido condenado valía diez mil coronas y seis días de cárcel, sin contar las costas judiciales y la retribución de su abogado. Le faltaban fuerzas para calcular a cuánto ascenderían los gastos, pero al mismo tiempo reconoció que podría haber sido peor; ya que el tribunal lo había absuelto de siete cargos.

A medida que iba leyendo los términos de la sentencia le invadió una sensación cada vez más pesada y desagradable en el estómago. Le sorprendió. Desde el mismo momento en el que se inició el juicio sabía que si no se producía un milagro, lo iban a condenar. No le cabía la menor duda y ya se había hecho a la idea. Asistió a los dos días del juicio de manera bastante despreocupada; además, durante once días, sin sentir nada en especial, estuvo esperando a que el tribunal terminara con sus deliberaciones y redactara el documento que tenía en las manos. Y ahora, una vez concluido el proceso, un malestar empezó a apoderarse de él.

Al darle el primer mordisco al sándwich tuvo la sensación de que la miga le crecía en la boca. Le costó tragar y lo apartó.

Era la primera vez que condenaban a Mikael Blomkvist por un delito; nunca había sido sospechoso de nada, ni acusado por nadie. Si la comparaba con otras, la sentencia le parecía insignificante, un delito sin importancia. Al fin y al cabo, no se trataba de un robo a mano armada, un homicidio o una violación. Sin embargo, desde el punto de vista económico, la condena impuesta le dolía. Millennium no era precisamente el buque insignia de los medios de comunicación con fondos ilimitados -la revista vivía al límite-, pero la sentencia tampoco suponía una catástrofe. El problema residía en que Mikael era uno de los socios de Millennium a la vez que, por idiota que pudiera parecer, ejercía tanto de escritor como de editor jefe de la revista. Mikael pensaba pagar la indemnización, ciento cincuenta mil coronas, de su propio bolsillo, lo cual daría al traste prácticamente con la totalidad de sus ahorros. La revista respondería de las costas judiciales. Administrando los gastos con prudencia, saldría adelante.

Meditó la posibilidad de vender su casa, cosa que le partiría el corazón. A finales de los felices años ochenta, durante un período en el que contaba con un trabajo estable y unos ingresos relativamente decentes, se puso a buscar un domicilio fijo. Vio muchas casas y descartó la mayoría antes de dar con un ático de sesenta y cinco metros cuadrados en Bellmansgatan, justo al principio de la calle. El anterior propietario había iniciado una reforma para convertirlo en una vivienda habitable, pero le salió un trabajo en una empresa puntocom del extranjero y Mikael pudo comprar aquella casa a medio reformar por un buen precio.

Mikael rechazó los bocetos del arquitecto y terminó la obra él mismo. Apostó por el baño y la cocina, y decidió no reformar el resto. En vez de poner parqué y levantar tabiques para hacer una habitación independiente, acuchilló las viejas tablas del suelo, encaló directamente los toscos muros originales y cubrió las imperfecciones más visibles con un par de acuarelas de Emanuel Bernstone. El resultado fue un loft completamente abierto, con un salón-comedor junto a una pequeña cocina americana y un espacio para dormir ubicado tras una librería. La vivienda tenía dos ventanas de buhardilla y una ventana lateral con vistas a los tejados que se extendían hasta la bahía de Riddarfjärden y Gamla Stan. También se podía ver un poquito de agua de Slussen y el Ayuntamiento. En la actualidad no habría podido comprar una casa así, de modo que quería conservarla.

Pero el riesgo de perderla no era nada en comparación con el tremendo golpe profesional que acababa de sufrir, cuyos daños tardaría mucho tiempo en reparar… si es que era posible.

Se trataba de una cuestión de confianza. En el futuro, muchos editores se lo pensarían más de una vez antes de publicar un texto firmado por él. Seguía teniendo suficientes amigos en la profesión que comprenderían que había sido víctima de las circunstancias y de la mala suerte, pero a partir de ahora no podía permitirse ni el más mínimo error.

Lo que más le dolía, no obstante, era la humillación.

Tenía todas las de ganar, pero, aun así, perdió contra un gánster de medio pelo con traje de Armani. Un maldito y canalla especulador bursátil. Un yuppie con un abogado famoso que se había pasado todo el juicio con una burlona sonrisa en los labios.

¿Cómo diablos podían haberle salido tan mal las cosas?

El caso Wennesrström empezó, de modo muy prometedor, en la bañera de un velero Mälar-30 amarillo la noche de Midsommar, fiesta del solsticio de verano, hacía ahora un año y medio. Todo fue fruto de la casualidad: un ex colega periodista, actualmente informador de la Diputación provincial, quiso impresionar a su nueva novia y, sin reflexionar demasiado, alquiló un Scampi para pasar un par de días de navegación improvisada, aunque romántica, por el archipiélago. Tras oponer cierta resistencia, la novia, recién llegada de Hallstahammar para estudiar en Estocolmo, se dejó convencer con la condición de que su hermana y el novio de ésta también los acompañaran. Ninguno de ellos había pisado jamás un barco de vela. Pero el verdadero problema era que el amigo informador, en realidad, tenía bastante menos experiencia como marinero que entusiasmo por la excursión. Tres días antes de partir llamó desesperadamente a Mikael y lo convenció para que los acompañara como quinto tripulante, el único con verdaderos conocimientos de navegación.

Al principio la propuesta no le hizo mucha gracia, pero acabó aceptando ante la expectativa de pasar unos días placenteros en el archipiélago y de disfrutar de buena comida y una agradable compañía, como se suele decir. No obstante, sus esperanzas se frustraron y el viaje fue más desastroso de lo que hubiera imaginado jamás. Navegaron por una ruta bonita, pero poco emocionante, a una velocidad de apenas cinco metros por segundo, subiendo desde Bullando y pasando por Furusund. Aun así, la nueva novia del informador se mareó enseguida. La hermana se puso a discutir con su novio y nadie mostró el menor interés por aprender lo más mínimo de navegación. Pronto quedó claro que esperaban que Mikael se encargara del barco mientras los demás le daban consejos bienintencionados, pero en su mayoría absurdos. Después de pasar la primera noche en una cala de Ängsö, estaba dispuesto a atracar en Furusund y volver a casa en autobús. Sólo las súplicas desesperadas del informador le hicieron quedarse en el barco.

A eso de las doce del día siguiente, lo suficientemente pronto para que todavía quedaran algunos sitios libres, amarraron en el embarcadero de Arholma. Prepararon la comida y, mientras terminaban de comer, Mikael reparó en un M-30 amarillo de fibra de vidrio que estaba entrando en la cala, deslizándose sólo con la vela mayor. El barco hizo un suave viraje mientras el capitán buscaba un hueco en el embarcadero. Mikael echó un vistazo a su alrededor y se dio cuenta de que el espacio entre su Scampi y un barco-H que había a estribor era, probablemente, el único hueco; el estrecho M-30 cabría allí, aunque algo justo. Se puso de pie en la popa y señaló con el brazo; el capitán del M-30 levantó la mano en señal de agradecimiento y se dirigió rumbo al embarcadero. «Un navegante solitario que no tenía intención de molestarse en arrancar el motor», pensó Mikael. Escuchó el ruido de la cadena del ancla y unos segundos después vio arriar la vela mayor, mientras el capitán se movía como una culebra para mantener el timón derecho y al mismo tiempo preparar la amarra de proa.