La mañana de la vista oral fueron a buscar a Lisbeth Salander a la clínica psiquiátrica infantil, donde se hallaba recluida desde el día del incidente en el metro. Se sentía como un preso en un campo de concentración, sin esperanzas de llegar al final de la jornada. La primera persona a la que vio en la sala del juicio fue Holger Palmgren, y le llevó un rato comprender que no estaba allí en calidad de tutor, sino que actuaba como su abogado y representante jurídico. Lisbeth descubrió en él una faceta completamente desconocida.
Para su sorpresa, Palmgren se situó en su rincón del cuadrilátero y formuló con claridad una serie de alegaciones oponiéndose enérgicamente a que la internaran. Ella no dio a entender, ni con un simple arqueo de cejas, que se sentía sorprendida, pero escuchó con atención cada una de sus palabras. Palmgren estuvo brillante cuando, durante dos horas, acribilló a preguntas a aquel médico, un tal doctor Jesper Löderman, que había firmado la recomendación de que Salander fuera recluida en un centro psiquiátrico. Palmgren analizó todos los detalles del informe y le pidió al médico que explicara la base científica de cada una de sus afirmaciones. En muy poco tiempo quedó claro, debido a que la paciente se había negado a realizar un solo test, que las conclusiones de los médicos se basaban en meras suposiciones.
Como conclusión de la vista oral, Palmgren insinuó que la reclusión forzosa muy probablemente no sólo iba en contra de lo establecido por el Parlamento en este tipo de asuntos, sino que incluso podría ser objeto de represalias políticas y mediáticas. Por lo tanto, a todos les interesaba encontrar una solución alternativa. Ese tipo de discurso no era nada habitual en juicios de esa índole, de modo que los miembros del tribunal se revolvieron, inquietos, en sus sillas.
La solución adoptada fue una fórmula de compromiso. El Tribunal de Primera Instancia concluyó que Lisbeth Salander estaba psíquicamente enferma, pero que su locura no exigía necesariamente un internamiento. En cambio, tomaron en consideración la recomendación del jefe de los servicios sociales de asignarle un administrador. El presidente del tribunal, con una sonrisa venenosa, se dirigió a Holger Palmgren, que hasta ese momento había ejercido de tutor, y le preguntó si estaba dispuesto a aceptar el cometido. Resultaba evidente que el presidente creía que Holger Palmgren iba a declinar la responsabilidad y que intentaría pasarle la responsabilidad a otro; sin embargo, éste explicó, con una sonrisa bondadosa, que estaría encantado de ser el administrador de la señorita Salander, aunque ponía, para ello, una condición.
– Eso será, naturalmente, en el caso de que la señorita Salander deposite su confianza en mí y me acepte como su administrador.
Se dirigió directamente a ella. Lisbeth Salander se encontraba algo confusa por el intercambio de palabras que había tenido lugar por encima de su cabeza durante todo el día. Hasta ese momento, nadie le había pedido su opinión. Miró durante un largo rato a Holger Palmgren y, luego asintió con un simple movimiento de cabeza.
Palmgren era una peculiar mezcla de abogado y trabajador social de la vieja escuela. En sus comienzos fue miembro, designado políticamente, de la comisión social municipal, y había dedicado casi toda su vida a tratar con críos conflictivos. Un respeto reacio que casi rayaba en la amistad surgió entre el abogado y la protegida más conflictiva que jamás había tenido.
Su relación duró once años, desde que ella cumplió trece hasta el año pasado, cuando, unas pocas semanas antes de Navidad, Lisbeth fue a casa de Palmgren tras no acudir éste a una de sus habituales reuniones mensuales. Como no abrió la puerta a pesar de que ella podía oír ruidos en el interior del piso, Lisbeth trepó por un canalón hasta el balcón de la tercera planta y entró. Lo encontró en el suelo de la entrada, consciente pero incapaz de hablar y moverse después de haber sufrido una repentina apoplejía. Sólo tenía sesenta y cuatro años. Llamó a una ambulancia y lo acompañó al hospital, a Södersjukhuset, con una creciente sensación de pánico en el estómago. Durante tres días apenas abandonó el pasillo de la UVI. Como un fiel perro guardián vigilaba cada paso que daban los médicos y enfermeras al salir o entrar por la puerta. Deambulaba como un alma en pena de un lado a otro del pasillo y le clavaba una mirada intensa a cada médico que se acercaba. Al final, un doctor cuyo nombre nunca llegó a conocer la llevó a una habitación y le explicó la gravedad de la situación. El estado de Holger Palmgren era crítico; acababa de sufrir una grave hemorragia cerebral. No esperaban que se despertara. Ella ni lloró ni se inmutó. Se levantó y abandonó el hospital para no volver.
Cinco semanas más tarde, la Comisión de Tutela del Menor convocó a Lisbeth Salander a una reunión con su nuevo administrador. Su primer impulso fue hacer caso omiso de la convocatoria, pero Holger Palmgren le había inculcado meticulosamente que todos los actos tienen sus consecuencias. Había aprendido a analizarlas antes de actuar, así que, pensándolo bien, llegó a la conclusión de que lo más fácil para salir de la situación era satisfacer a la comisión, actuando como si realmente le importara lo que sus miembros tuvieran que decir.
Por consiguiente, en diciembre -haciendo una breve pausa en la investigación sobre Mikael Blomkvist- se presentó en el despacho de Bjurman, en Sankt Eriks-plan, donde una mujer mayor que representaba a la comisión le entregó el extenso informe sobre Salander al abogado Bjurman. La señora le preguntó amablemente cómo se encontraba y pareció contenta con el profundo silencio que recibió como respuesta. Al cabo de una media hora la dejó al cuidado del abogado Bjurman.
Apenas cinco segundos después de darle la mano al abogado Bjurman ya le había cogido antipatía.
Mientras Bjurman leía el informe, Lisbeth lo observó de reojo. Edad: cincuenta y pico. Cuerpo atlético; tenis los martes y los viernes. Rubio. Pelo ralo. Hoyuelo en la barbilla. Perfume de Boss. Traje azul. Corbata roja con pasador de oro y ostentosos gemelos con las iniciales NEB. Gafas de montura metálica. Ojos grises. A juzgar por las revistas que había en una mesita, le interesaban la caza y el tiro.
Durante la década que estuvo con Palmgren, él solía invitarla a tomar café para charlar un rato. Ni siquiera sus peores huidas de las casas de acogida ni el sistemático absentismo escolar le hacían perder los estribos. La única vez que Palmgren se mostró realmente indignado fue cuando la detuvieron por maltratar a aquel asqueroso tipo que la tocó en Gamla Stan. «¿Entiendes lo que has hecho? Le has hecho daño a otra persona, Lisbeth.» Sonó como la bronca de un viejo profesor, pero ella la aguantó estoicamente, ignorando cada palabra
Bjurman, sin embargo, no era muy amigo de charlar. Él constató inmediatamente que, según el reglamento del administrador, había una discrepancia entre los deberes de Holger Palmgren y el hecho de que, al parecer, hubiera dejado a Lisbeth Salander al mando de su propia economía. La sometió a una especie de interrogatorio. «¿Cuánto ganas? Quiero una copia de tus gastos e ingresos. ¿Con quién te relacionas? ¿Pagas el alquiler dentro del plazo? ¿Tomas alcohol? ¿Ha aprobado Palmgren esos piercings que tienes en la cara? ¿Sabes mantener tu higiene personal?».
«Fuck you!»
Palmgren se había convertido en su tutor poco después de que ocurriera Todo Lo Malo. Había insistido en verla al menos una vez al mes -o incluso con mayor frecuencia- en reuniones fijadas de antemano. Además, desde que ella volvió a Lundagatan casi eran vecinos; él vivía en Hornsgatan, a sólo un par de manzanas, y, de vez en cuando, se encontraban en la calle por pura casualidad y se iban a tomar café a Giffy o a alguna otra cafetería de la zona. Palmgren nunca la molestaba, pero en alguna que otra ocasión fue a verla para darle un pequeño regalo por su cumpleaños. Lisbeth podía ir a visitarlo siempre que quisiera, un privilegio que raramente aprovechaba, pero desde que se mudó al barrio de Söder empezó a celebrar la Navidad en su casa, después de visitar a su madre. Comían el típico jamón asado navideño y jugaban al ajedrez. Ella no tenía ningún interés por el juego, pero desde que aprendió las reglas nunca perdía una partida. Palmgren era viudo y Lisbeth Salander veía como un deber compadecerse de él durante esas solitarias fiestas.