Sin embargo, el viejo no le había contado que otros dos hermanos hicieron carreras similares
En 1930, tanto Harald como Greger Vanger siguieron las huellas del hermano mayor en Uppsala. Harald y Greger estuvieron muy unidos, pero Henrik Vanger no sabía hasta que punto se relacionaron también con Richard. Lo que quedaba completamente claro era que los hermanos se unieron al movimiento fascista. La Nueva Suecia, de Per Engdahl. Luego, Harald Vanger permaneció leal a Per Engdahl a lo largo de los años, al principio en la Asociación Nacional de Suecia, luego en Oposición Sueca y, finalmente, en el Movimiento de la Nueva Suecia, fundado una vez acabada la guerra. Siguió afiliado hasta la muerte de Per Engdahl, en los años noventa, y durante un tiempo fue uno de los contribuyentes económicos más importantes de los restos del hibernado movimiento fascista sueco.
Harald Vanger estudió medicina en Uppsala y casi inmediatamente entró en contacto con grupos que tenían verdadera obsesión por la biología racial y la higiene de razas. Durante un tiempo trabajó en el Instituto Sueco de Biología de Razas, y se convirtió, en calidad de médico, en un destacado activista de la campaña a favor de la esterilización de individuos no deseados
Cita, Henrik Vanger, cinta 2, 02950
Harald fue aún más alla. En 1937 fue coautor, afortunadamente bajo seudónimo, de un libro titulado La nueva Europa de los pueblos. De eso no me enteré hasta los años setenta. Tengo un ejemplar, si quieres leerlo. Se trata probablemente de uno de los libros mas repulsivos jamás publicados en lengua sueca. Harald no sólo argumentó a favor de la esterilización, sino también de la eutanasia, ayudar a morir a las personas que ofendían sus gustos estéticos y que no encajaban en su imagen del pueblo sueco perfecto. O sea, abogaba por el genocidio en un texto redactado con una intachable prosa académica que contenía todos los argumentos médicos necesarios. Eliminar a los discapacitados. No dejar que la población sami se expandiera porque tenia genes mongoles. Los enfermos mentales experimentarían la muerte como una liberación, ¿no? Mujeres lascivas, quinquis, gitanos y judíos, ya te puedes imaginar. En la fantasía de mi hermano, Auschwitz podría haber estado situado en Dalecarha.
Después de la guerra, Greger Vanger se hizo profesor y, al cabo de algún tiempo, director del instituto de bachillerato de Hedestad. Henrik creía que, al acabar la guerra, Greger ya no pertenecía a ningún partido, que había abandonado el nazismo. Murió en 1974 y hasta que Henrik no repasó sus cosas no se enteró, a través de la correspondencia, de que su hermano había entrado, en los años cincuenta, en una secta políticamente insignificante pero completamente absurda llamada PNN Partido Nacional Nórdico. Fue miembro hasta su muerte.
Cita, Henrik Vanger, cinta 2, 04167
De modo que tres de mis hermanos fueron, desde un punto de vista político, enfermos mentales ¿Como de enfermos estarían en otros aspectos?
El único hermano que consiguió un poco de clemencia a ojos de Henrik Vanger fue el enfermizo Gustav, el que falleció de una enfermedad pulmonar en 1955. Gustav nunca tuvo interés por la política y más bien daba la sensación de ser un bohemio con alma de artista, totalmente apartado del mundo, sin el menor interés por los negocios ni por trabajar en el Grupo Vanger. Mikael le preguntó a Henrik Vanger:
– Ahora sólo quedáis tú y Harald. ¿Por qué volvió él a Hedeby?
– Regresó en 1979, poco antes de cumplir setenta años. Es el propietario de la casa.
– Debe de ser raro vivir tan cerca de un hermano al que uno odia tanto.
Henrik Vanger se quedó mirando a Mikael asombrado.
– No me has entendido bien. No odio a mi hermano. Más bien siento compasión por él. Es un completo idiota, pero es él el que me odia a mí.
– ¿Él te odia?
– Pues sí. Creo que fue por eso por lo que volvió. Para poder pasar sus últimos años odiándome de cerca.
– ¿Y por qué te odia?
– Porque me casé.
– Me parece que eso me lo vas a tener que explicar.
Henrik Vanger perdió pronto el contacto con sus hermanos mayores. Era el único que mostraba algún talento para los negocios: la última esperanza de su padre. No le interesaba la política y no quiso ir a Uppsala; en su lugar, optó por estudiar economía en Estocolmo. Desde que cumplió dieciocho años pasaba todas sus vacaciones haciendo prácticas en alguna de las muchas oficinas del Grupo Vanger, o participando en las juntas directivas. Llegó a conocer todos los entresijos de la empresa familiar.
El 10 de junio de 1941, en plena segunda guerra mundial, Henrik fue enviado seis semanas a Hamburgo, Alemania, a la oficina comercial del Grupo Vanger. Sólo tenía veintiún años. Su protector y mentor era el agente alemán de las empresas Vanger, un veterano de la empresa llamado Hermann Lobach.
– No te voy a cansar con todos los detalles, pero, cuando yo estuve allí, Hitler y Stalin seguían siendo buenos amigos y aún no existía el frente oriental. Todo el mundo estaba convencido de que Hitler era invencible. Había un sentimiento de… optimismo y desesperación; creo que ésas serían las palabras adecuadas. Más de medio siglo después todavía me cuesta describir el ambiente. No me malinterpretes, nunca fui nazi y Hitler me parecía un ridículo personaje de opereta, pero resultaba difícil no dejarse contagiar por el optimismo y la confianza en el futuro que reinaba entre la gente de a pie de Hamburgo. A pesar de que la guerra se iba acercando cada vez más, y de que varias escuadrillas aéreas bombardearon la ciudad durante el tiempo que pasé allí, la gente parecía pensar que aquello era algo pasajero; que pronto llegaría la paz y que Hitler instauraría su Neuropa, la nueva Europa. La gente quería creer que Hitler era Dios. En eso consistía el mensaje que difundía la propaganda.
Henrik Vanger abrió uno de sus muchos álbumes de fotografías.
– Éste es Hermann Lobach. Desapareció en 1944; probablemente murió durante alguna incursión aérea y fue enterrado. Nunca supimos lo que le ocurrió. Durante las semanas que pasé en Hamburgo llegué a estar muy unido a él. Me alojaba en casa de su familia en un piso elegante, en el barrio acomodado de la ciudad. Nos veíamos a diario. Era tan poco nazi como yo, pero estaba afiliado al partido por comodidad. El carné de miembro le abrió muchas puertas y aumentó sus posibilidades de hacer negocios para el Grupo Vanger; y negocios fue precisamente lo que hicimos. Construíamos vagones de carga para sus trenes; siempre me he preguntado si alguno de los vagones tendría Polonia como destino. Les vendíamos tela para los uniformes y tubos para las radios, aunque oficialmente no sabíamos qué uso le daban a la mercancía. Y Hermann Lobach sabía cómo hacer llegar a buen puerto un contrato; era ameno y campechano. El perfecto nazi. Al cabo de algún tiempo empecé a darme cuenta de que también era un hombre que intentaba desesperadamente ocultar un secreto.
»La noche del 22 de junio de 1941, Hermann Lobach llamó de repente a la puerta de mi dormitorio y me despertó. Mi habitación era contigua a la de su mujer y me hizo señas para que estuviera callado, me vistiera y lo acompañara. Bajamos a la planta baja y nos sentamos en la sala de fumadores. Resultaba obvio que Lobach llevaba toda la noche despierto. Tenía la radio puesta y me di cuenta de que había pasado algo dramático; se había puesto en marcha la Operación Barbarroja. Alemania había atacado a la Unión Soviética durante el fin de semana de Midsommar. -Henrik Vanger hizo un gesto resignado con la mano-. Hermann Lobach puso dos copas sobre la mesa y sirvió unos buenos chupitos de aguardiente. Estaba visiblemente afectado. Al preguntarle qué significaba todo aquello, contestó, con clarividencia, que era el fin de Alemania y del nazismo. Le creí sólo a medias porque Hitler parecía invencible, pero Lobach me propuso un brindis por la caída de Alemania. Luego habló de los asuntos prácticos.