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Mikael asintió dando a entender que seguía escuchando la historia.

– Para empezar, él no tenía ninguna posibilidad de contactar con mi padre para recibir instrucciones, pero, por iniciativa propia, decidió interrumpir mi estancia en Alemania y mandarme a casa tan pronto como fuera posible. En segundo lugar, quería que yo hiciera algo por él.

Henrik Vanger señaló un retrato amarillento y desportillado de una mujer morena de perfil.

– Hermann Lobach estaba casado desde hacía cuarenta años, pero en 1919 conoció a una mujer mucho más joven que él, de una belleza deslumbrante, de la que se enamoró perdidamente. Ella era una pobre y sencilla costurera. Lobach la cortejó y, al igual que tantos otros hombres adinerados, se pudo permitir instalarla en un piso a poca distancia de su oficina. Ella se convirtió en su amante. En 1921 dio a luz a una hija que fue bautizada como Edith.

– Hombre rico mayor, joven mujer pobre y una hija como fruto del amor; supongo que eso no fue un gran escándalo, ni siquiera en los años cuarenta -comentó Mikael.

– Correcto. Si no hubiera sido por un detalle: la mujer era judía y, por lo tanto, Lobach era padre de una hija judía en plena Alemania nazi. En la práctica, era un «traidor de la raza».

– Ah, eso, indudablemente, cambia las cosas. ¿Y qué pasó?

– La madre de Edith fue detenida en 1939. Desapareció y sólo nos queda imaginar su destino. Era bien conocido que tenía una hija que todavía no había sido registrada en ninguna lista de deportados, pero a la cual buscaba ahora una sección de la Gestapo, cuya misión era perseguir a los judíos fugitivos. En el verano de 1941, la misma semana que yo llegué a Hamburgo, se vinculó a la madre de Edith con Hermann Lobach, y él fue convocado a un interrogatorio. Confesó la relación y la paternidad, pero declaró que no tenía ni idea de dónde se encontraba su hija y que llevaba diez años sin saber de ella.

– ¿Y dónde estaba la hija?

– Yo la veía todos los días en casa de los Lobach. Era una chica de veinte años guapa y callada que limpiaba mi habitación y ayudaba a servir la cena. En 1937 la persecución de los judíos llevaba ya varios años y la madre de Edith le suplicó a Lobach su ayuda. Y él la ayudó; Lobach quería tanto a su hija ilegítima como a sus otros hijos. La ocultó en el sitio más inimaginable, ante las mismas narices de todos. Le consiguió papeles falsos y la contrató como asistenta.

– ¿Sabía su esposa quién era?

– No, ella no tenía ni idea de la situación.

– ¿Y qué pasó?

– Eso había funcionado durante cuatro años, pero ahora Lobach se sentía con la soga al cuello. Era sólo una cuestión de tiempo que la Gestapo llamara a su puerta. Todo esto me lo contó sólo unas semanas antes de que yo volviera a Suecia. Luego buscó a su hija y nos presentó. Era muy tímida y ni siquiera se atrevió a mirarme a los ojos. Lobach me suplicó que salvara su vida.

– ¿Cómo?

– Lo tenía todo organizado. Según los planes, yo me quedaría allí otras tres semanas más y luego cogería el tren nocturno a Copenhague para cruzar el estrecho en barco; un viaje relativamente seguro, incluso en tiempos de guerra. Dos días después de nuestra conversación, un carguero, propiedad del Grupo Vanger, iba a zarpar del puerto de Hamburgo con destino a Suecia. Entonces Lobach quiso sacarme de Alemania, sin más demora, en ese buque. Los cambios de planes tenían que ser aprobados por los servicios de seguridad. Unos simples trámites burocráticos; no habría problemas. Pero Lobach insistía en que yo me fuera ya.

– Junto con Edith, supongo.

– A Edith la subieron a bordo clandestinamente, escondida en una de las trescientas cajas que contenían maquinaria. Mi misión era protegerla en el caso de que fuese descubierta en aguas alemanas, e impedir que el capitán del barco hiciera una estupidez. Pero si todo iba bien, debía esperar hasta que nos alejáramos un buen trecho de Alemania antes de dejarla salir.

– Vale.

– Parecía fácil, pero el viaje se convirtió en una pesadilla. El capitán del barco se llamaba Oskar Granath; y no le gustó nada la idea de tener bajo su responsabilidad al engreído heredero de su jefe. Zarpamos de Hamburgo hacia las nueve de la noche, a finales de junio. Estábamos a punto de salir del puerto interior cuando la alarma empezó a sonar. Un ataque aéreo inglés, el peor que he visto en mi vida; y el puerto constituía, por supuesto, una zona prioritaria. No exagero si te digo que por poco me meo en los pantalones cuando vi que las bombas empezaban a caer cerca de nosotros. Pero de alguna manera sobrevivimos; y después de una avería en el motor y de una noche miserablemente tormentosa navegando por aguas minadas, llegamos a Karlskrona al día siguiente por la tarde. Y ahora me vas a preguntar qué pasó con la chica.

– Creo que ya lo sé.

– Mi padre, naturalmente, se puso furioso. Me había jugado la vida con aquella estúpida acción. Y la chica podría ser deportada en cualquier momento; recuerda que estábamos en 1941. Pero a esas alturas yo ya estaba tan perdidamente enamorado de ella como Lobach lo estuvo de su madre. Pedí su mano y le di un ultimátum a mi padre: o aceptaba el matrimonio o se buscaba otro sucesor para la empresa familiar. Y claudicó.

– Pero ¿ella murió?

– Sí, demasiado joven. En 1958. Pasamos poco más de dieciséis años juntos. Tenía una anomalía congénita en el corazón. Y resultó que yo era estéril, así que no tuvimos hijos. Por eso mi hermano me odia.

– ¿Porque te casaste con ella?

– Porque, para usar su terminología, me casé con una sucia puta judía. Eso representaba para él una traición contra la raza, el pueblo, la moral y absolutamente todo lo que él encarnaba.

– Está loco de remate.

– Yo no podría haberlo definido mejor.

Capítulo 10 Jueves, 9 de enero – Viernes, 31 de enero

El primer mes de Mikael en ese perdido rincón del mundo estaba siendo, según el Hedestads-Kuriren, el más frío que se recordaba; o, por lo menos (si le hacía caso a Henrik Vanger), desde el invierno de la guerra de 1942. Mikael estaba dispuesto a aceptar el dato como verdadero. Apenas llevaba una semana en Hedeby y ya lo sabía todo sobre los calzoncillos largos y los calcetines de lana, al tiempo que había aprendido la importancia de ponerse dos camisetas interiores.

A mediados de enero, cuando el frío alcanzó los increíbles 37 grados bajo cero, pasó unos días terribles. Nunca había experimentado nada similar, ni siquiera durante aquel año que pasó en Kiruna haciendo el servicio militar. Una mañana, la tubería del agua se congeló. Gunnar Nilsson le proporcionó dos grandes bidones de plástico para que pudiera cocinar y lavarse, pero el frío resultaba paralizador. En las ventanas, por la parte interior, se formaron cristales de nieve, y, por mucho que calentara la cocina de hierro, Mikael se sentía permanentemente congelado. Todos los días pasaba un buen rato cortando leña en el cobertizo de detrás de la casa.

Había momentos en los que estaba a punto de llorar; incluso barajó la posibilidad de coger un taxi hasta Hedestad y subirse al primer tren que fuera hacia el sur. En vez de eso, se puso un jersey más, se abrigó con una manta y se sentó a tomar café a la mesa de la cocina, mientras leía viejos informes policiales

Unos días más tarde el tiempo cambió y la temperatura subió hasta unos agradables 10 bajo cero.

Mikael empezó a conocer a la gente de Hedeby. Martin Vanger cumplió su promesa y lo invitó a cenar; una cena preparada por él mismo: solomillo de alce con vino tinto italiano. El industrial no estaba casado, pero mantenía una relación con una tal Eva Hassel, que les acompañó durante la cena. Eva Hassel era una mujer cariñosa, abierta y amena, Mikael la encontró extraordinariamente atractiva. Era dentista y vivía en Hedestad, pero pasaba los fines de semana con Martín Vanger. Poco a poco Mikael fue sabiendo que se habían conocido hacía muchos años, pero que no empezaron a relacionarse hasta una edad ya avanzada, y no veían ninguna razón para casarse.