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– Bien -dijo Mikael sin mucho entusiasmo.

Estaba sentado a la mesa de la cocina, acariciando a la gata parda, que tenía por costumbre aparecer de vez en cuando y pasar la noche con Mikael. Por Helen Nilsson, la vecina de enfrente, se enteró de que la gata se llamaba Tjorven y de que no pertenecía a nadie en particular, sino que solía merodear por las casas.

Mikael se reunía con Henrik Vanger casi todas las tardes. Unas veces tenían una breve charla, otras se quedaban horas y horas hablando de la desaparición de Harriet Vanger y de todo tipo de detalles de la investigación privada de Henrik Vanger

En muchas ocasiones, las conversaciones consistían en que Mikael presentaba una teoría que luego Henrik echaba por tierra. Mikael intentaba mantener la distancia con respecto a su misión, pero había momentos en los que se quedaba irremediablemente fascinado por el misterioso rompecabezas que constituía la desaparición de Harriet Vanger

Mikael le había asegurado a Erika que también diseñaría una estrategia para poder emprender la batalla con Hans-Erik Wennersrtöm, pero en todo el mes que llevaba en Hedestad ni siquiera había abierto las viejas carpetas cuyo contenido le habían conducido ante el juez. Al contrario, evitaba el problema. Cada vez que se ponía a pensar en Wennersrtöm y su propia situación, las fuerzas le flaqueaban y caía en el más profundo desánimo. En los momentos de lucidez se preguntaba si iba camino de volverse igual de chalado que el viejo. Su carrera profesional se había derrumbado como un castillo de naipes y su reacción no había sido otra que esconderse en un pequeño pueblo en el campo para cazar fantasmas. Además, echaba de menos a Erika.

Henrik Vanger contemplaba a su colaborador con una discreta preocupación. Sospechaba que Mikael Blomkvist no siempre se encontraba en perfecto equilibrio. A finales de enero, el viejo tomó una decisión que incluso a él mismo le sorprendió. Cogió el teléfono y llamó a Estocolmo. La conversación duró veinte minutos y versó mayoritariamente sobre Mikael Blomkvist.

Hizo falta casi un mes para que a Erika se le pasara el enfado. Llamó a las nueve y media de una de las últimas noches de enero.

– ¿Piensas realmente quedarte ahí arriba? -fue su saludo inicial. La llamada pilló a Mikael tan desprevenido que al principio no supo qué replicar. Luego sonrió y se arrebujó aún más en la manta.

– Hola, Ricky. Deberías probarlo tú también.

– ¿Por qué? ¿Vivir en el culo del mundo tiene algún encanto especial?

– Acabo de lavarme los dientes con agua helada. Me duelen hasta los empastes.

– Pues ¡allá tú! La verdad es que aquí en Estocolmo también hace un frío que pela.

– Cuéntame.

– Hemos perdido dos tercios de nuestros anunciantes. Nadie quiere decirlo claramente, pero…

– Ya lo sé. Haz una lista de los que abandonan. Algún día hablaremos de ellos en el reportaje que se merecen.

– Micke…, he hecho mis cálculos y si no tenemos nuevos anunciantes para este otoño, nos hundimos. Así de claro.

– Las cosas cambiarán.

Erika se rió sin ganas al otro lado del teléfono.

– Mira, no puedes decir eso y quedarte tan ancho ahí arriba escondido entre los malditos lapones.

– Oye, hay por lo menos cincuenta kilómetros hasta el pueblo sami más cercano.

Erika se calló.

– Erika: yo…

– Ya lo sé. A man's gotta do what a man's gotta do and all that crap. No hace falta que digas nada. Perdóname por haber sido tan cabrona y no haber contestado a tus llamadas. ¿Podemos volver a empezar? ¿Quieres que suba a verte?

– Cuando quieras.

– ¿Tengo que llevar escopeta para defenderme de los lobos?

– No te preocupes. Contrataremos a unos lapones con trineos y perros. ¿Cuándo vienes?

– El viernes por la noche, ¿de acuerdo?

De repente, la vida le pareció infinitamente más llena de color.

A excepción del estrecho sendero que conducía hasta la puerta, el jardín de Mikael tenía casi un metro de nieve. Durante un largo minuto, Mikael miró con pereza la pala, luego cruzó el camino hasta la casa de Gunnar Nilsson y preguntó si Erika podía dejar allí su BMW cuando viniera. No había problema. Les sobraba sitio en el doble garaje y además podían ofrecerle un calentador de motores.

Erika subió en coche y llegó sobre las seis de la tarde. Durante unos segundos se observaron el uno al otro, en actitud expectante, y luego se fundieron en un abrazo considerablemente más largo.

Aparte de la iglesia iluminada no había mucho que ver en la oscuridad de la noche; tanto Konsum como el Café de Susanne estaban a punto de cerrar. Así que se fueron apresuradamente. Mikael preparó la cena mientras Erika dio una vuelta inspeccionando la casa, hizo comentarios sobre los Rekordmagasinet conservados desde los años cincuenta y fisgoneó en las carpetas del estudio. Cenaron chuletas de cordero y patatas con una consistente salsa de nata -demasiadas calorías-, todo regado con vino tinto. Mikael intentó sacar el tema, pero Erika no estaba de humor para hablar de Millennium. Así que conversaron durante dos horas sobre lo que hacía Mikael allí arriba y sobre cómo estaban. Luego se fueron a comprobar si la cama era lo suficientemente ancha para los dos.

El tercer encuentro con el abogado Nils Bjurman se había cancelado y convocado de nuevo para finalmente ser fijado a las cinco de la tarde del mismo viernes. En anteriores reuniones, Lisbeth Salander había sido recibida por la secretaria del despacho, una mujer de unos cincuenta y cinco años que desprendía un aroma a almizcle. Esta vez la secretaria se había ido ya y el abogado Bjurman olía ligeramente a alcohol. Le hizo señas a Salander para que se sentara y, distraído, siguió hojeando unos papeles hasta que de repente pareció ser consciente de la presencia de la joven.

La reunión se convirtió en otro interrogatorio. Esta vez la interrogó sobre su vida sexual, un tema que, definitivamente, ella consideraba parte de su vida privada y que no tenía intención de tratar con nadie.

Después del encuentro Lisbeth se dio cuenta de que no había sabido manejar la situación. Al principio permaneció callada, evitando contestar a sus preguntas, pero Bjurman lo interpretó como timidez, retraso mental o como que tenía algo que ocultar, y se puso a presionarla para que contestara. Salander comprendió que él no iba a rendirse y empezó a darle respuestas parcas e inofensivas que suponía que encajaban bien con su perfil psicológico. Mencionó a Magnus, que, según su descripción, era un informático de su misma edad, algo retraído, que se portaba como un caballero con ella, la llevaba al cine y, de vez en cuando, se metía en su cama. Magnus era pura ficción que iba tomando forma al tiempo que ella hablaba, pero Bjurman aprovechó la información para dedicar la hora siguiente a analizar detenidamente su vida sexual. «¿Con qué frecuencia mantienes relaciones sexuales?» «De vez en cuando.» «¿Quién toma la iniciativa: tú o él?» «Yo.» «¿Usáis condón?» «Por supuesto: sabía lo que era el VIH.» «¿Cuál es tu postura favorita?» «Pues, normalmente boca arriba.» «¿Te gusta el sexo oral?» «Oye, para el carro…» «¿Alguna vez has practicado el sexo anal?» «No, no me hace mucha gracia que me la metan por el culo, pero ¿a ti qué coño te importa?»

Fue la única vez que perdió la calma ante Bjurman. Consciente de cómo podría interpretarse su modo de mirar, bajó los ojos para que no revelaran sus verdaderos sentimientos. Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, el abogado mostraba una sonrisa burlona. En ese momento, Lisbeth Salander supo que su vida iba a tomar un nuevo y dramático rumbo. Dejó el despacho de Bjurman con una sensación de asco. La había cogido desprevenida. A Palmgren jamás se le había ocurrido hacer preguntas así; en cambio, siempre estaba disponible cuando Lisbeth quería hablar de cualquier tema, algo que ella raramente había aprovechado.