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Mikael meditó la cuestión durante un rato.

– ¿Quieres decir que merezco ser tratado como un idiota?

– Oh, sí; claro que sí -le espetó con gran énfasis.

– Has estado muy enfadada conmigo, ¿verdad?

– Mikael, jamás me he sentido tan cabreada, abandonada y traicionada como cuando te marchaste de la redacción. Nunca me había sentido tan furiosa contigo.

Lo cogió por el pelo y empujó su cabeza hacia abajo.

Cuando Erika se fue de Hedeby el domingo, Mikael estaba tan molesto con Henrik Vanger que no quería arriesgarse a toparse con él ni con ningún otro miembro del clan. Así que se fue a Hedestad y pasó la tarde paseando por la ciudad, visitando la biblioteca y tomando café en una pastelería. Por la noche fue al cine y vio El señor de los anillos, que todavía no había visto pese a haberse estrenado hacía ya un año. De repente, le pareció que los orcos, a diferencia de los humanos, eran seres sencillos y nada complicados.

Remató la noche en el McDonald's de Hedestad y volvió a Hedeby con el último autobús, alrededor de medianoche. Preparó café, se sentó a la mesa de la cocina y sacó una carpeta. Se quedó leyendo hasta las cuatro de la mañana.

Había una serie de interrogantes en la investigación sobre Harriet Vanger que le parecían cada vez más peculiares a medida que iba profundizando en la documentación. No se trataba de descubrimientos revolucionarios que sólo él hubiera hecho, sino de problemas que habían tenido ocupado al inspector Morell durante largos períodos, sobre todo en su tiempo libre.

Durante el último año de su vida, Harriet Vanger había cambiado. En cierta medida, el cambio podía explicarse con aquella metamorfosis por la que todos, los adolescentes pasan, de una u otra manera, a cierta edad. Harriet se estaba convirtiendo en adulta, pero, en su caso, tanto los compañeros de clase como sus profesores y varios miembros de la familia daban testimonio de que se había vuelto reservada e introvertida.

La chica que dos años antes era una alegre adolescente completamente normal se había distanciado de su entorno. Resultaba obvio; en el instituto seguía relacionándose con sus compañeros, pero ahora lo hacía de una forma que una de sus amigas describió como «impersonal». La palabra usada por la amiga fue lo suficientemente inusual para que Morell la apuntara y continuara indagando. La explicación que le dio la amiga era que Harriet había dejado de hablar de sí misma, de contar cotilleos o de hacer confidencias.

Durante su infancia, Harriet Vanger fue todo lo cristiana que una niña puede serlo a esa edad: iba a catequesis, rezaba sus oraciones por la noche e hizo la primera comunión. En el último año también parecía haberse vuelto muy devota. Leía la Biblia y acudía regularmente a misa. Sin embargo, no había confiado en el pastor de la isla de Hedeby, Otto Falk, amigo de la familia Vanger; en su lugar acudió, durante la primavera, a una congregación pentecostal en Hedestad. Su compromiso con la iglesia pentecostal, sin embargo, no duró mucho. Al cabo de tan sólo dos meses abandonó la congregación y, en su lugar, empezó a leer libros sobre la fe católica.

¿Exaltación religiosa propia de la adolescencia? Tal vez, pero nadie más en la familia Vanger había sido particularmente religioso y resultaba difícil saber qué impulsos gobernaron sus pensamientos. Naturalmente, una posible explicación de su interés por Dios podría haber sido el fallecimiento de su padre, que había muerto ahogado por accidente un año antes. Gustaf Morell llegó a la conclusión de que había ocurrido algo en la vida de Harriet que la preocupaba o la influyó, pero le resultó difícil determinar de qué se trataba. Morell, al igual que Henrik Vanger, había dedicado mucho tiempo a hablar con sus amigas para intentar encontrar a alguien en quien Harriet hubiera confiado.

Depositaron ciertas esperanzas en Anita Vanger, hija de Harald Vanger y dos años mayor que ella, que pasó el verano de 1966 en la isla de Hedeby y que era considerada íntima amiga de Harriet. Pero tampoco Anita Vanger pudo dar explicaciones. Aquel verano pasaron mucho tiempo juntas: se bañaban, paseaban, hablaban de cine, de los grupos de pop y de libros. A menudo, Harriet acompañaba a Anita a sus clases de conducir. En una ocasión se medio emborracharon tras beber una botella de vino que robaron de la cocina. Además, durante semanas vivieron completamente solas en la cabaña que Gottfried tenía al final de la punta de la isla: una pequeña casa rústica que el padre de Harriet construyó a principios de los años cincuenta.

La cuestión sobre los sentimientos y pensamientos íntimos de Harriet quedó sin responder. Sin embargo, Mikael advirtió una discrepancia en la descripción: los datos que hablaban de su carácter reservado venían en gran parte de los compañeros del instituto y, en cierta medida, de los miembros de la familia, mientras que Anita Vanger en absoluto la había percibido como reservada. Tomó nota de ello para comentarlo con Henrik Vanger cuando tuviera ocasión.

Un interrogante más concreto, en el que Morell había puesto bastante más interés, era una misteriosa página de la agenda de Harriet Vanger, un bonito cuaderno de tapas duras que le regalaron la Navidad anterior a su desaparición. La primera mitad contenía un dietario donde Harriet apuntaba reuniones, fechas de exámenes del instituto, deberes y otras cosas por el estilo. La agenda tenía mucho espacio para notas personales, pero Harriet llevaba un diario sólo esporádicamente. Lo empezó en enero, llena de ambición, escribiendo unos breves apuntes sobre las personas con las que estuvo durante las vacaciones de Navidad, y unos comentarios sobre películas que había visto. Después, no anotó nada personal hasta su último día de clase, cuando, posiblemente -dependiendo de cómo se interpretaran los apuntes-, se interesó, desde la distancia, por un chico cuyo nombre no figuraba en la agenda.

La segunda parte era una agenda telefónica. Pulcramente apuntados en orden alfabético, incluía a familiares, compañeros de clase, ciertos profesores, unos miembros de la congregación pentecostal y otras personas de su entorno fácilmente identificables. El verdadero misterio lo constituía, no obstante, una última página parcialmente en blanco y ya fuera de la lista alfabética. Contenía cinco nombres y cinco números de teléfono: tres nombres femeninos y dos iniciales.

Magda – 32016

Sara – 32109

RJ – 30112

RL – 32027

Mari – 32018

Los números de cinco dígitos que empezaban por 32 eran números de Hedestad de los años sesenta. El número divergente correspondía a Norrbyn, cerca de Hedestad. El único problema, una vez que el inspector Morell hubo contactado sistemáticamente con todo el círculo de conocidos de Harriet, fue que nadie tenía ni idea de a quién pertenecían aquellos números de teléfono.

El primer número, el de Magda, parecía prometedor. Correspondía a una mercería ubicada en el número 12 de Parkgatan. El teléfono estaba a nombre de una tal Margot Lundmark, cuya madre, efectivamente, se llamaba Magda y solía trabajar ocasionalmente en la tienda. Sin embargo, Magda tenía sesenta y nueve años e ignoraba quién era Harriet Vanger. Tampoco se podía demostrar que Harriet hubiera visitado la tienda ni que hubiera hecho alguna compra allí. La costura no formaba parte de sus aficiones.

El segundo número, el de Sara, le condujo a una familia con niños pequeños, llamada Toresson, que vivía en Vaststan, al otro lado de la vía del tren. La familia estaba compuesta por Anders y Monica, así como por los niños Jonas y Peter, que en aquella época se encontraban en edad preescolar. No existía ninguna Sara en la casa ni tampoco conocían a Harriet Vanger, aparte de lo que habían leído en los periódicos sobre su desaparición. El único vínculo, aunque débil, entre Harriet y la familia Toresson era que Anders, de profesión techador, estuvo trabajando un año antes, durante algunas semanas, cambiando el tejado del colegio donde Harriet cursaba su noveno curso. En teoría existía, por lo tanto, una posibilidad de que se hubieran conocido, aunque debía considerarse como altamente improbable.