Los tres números restantes llevaban a otros callejones sin salida parecidos. En el domicilio de RL, el del número 32027, efectivamente, vivió una tal Rosmarie Larsson. Por desgracia, había fallecido hacía ya varios años.
El inspector Morell centró gran parte de su investigación, durante el invierno de 1966 a 1967, en intentar explicar por qué Harriet había apuntado aquellos nombres y números.
Una primera suposición, como cabía esperar, consistía en la idea de que los números de teléfono constituyeran una especie de código personal; por eso Morell hizo un intento de imaginarse cómo podría haber razonado una chica adolescente. Ya que la serie 32 evidentemente se refería a Hedestad, probó con cambiar el orden de los restantes tres números. Ni el 32601 ni el 32160 conducían a nadie llamado Magda. A medida que Morell continuaba con sus cábalas numéricas descubrió, claro está, que si cambiaba suficientes números de sitio, tarde o temprano encontraría algún vínculo con Harriet. Si, por ejemplo, le sumaba 1 a cada una de las tres últimas cifras del 32016, obtenía como resultado el número 32127, que era el número del despacho del abogado Dirch Frode en Hedestad. Pero ese vínculo no significaba absolutamente nada. Además, nunca halló un código común para los cinco números.
Morell amplió su razonamiento. ¿Podrían significar otra cosa? Las matrículas de los coches de los años sesenta contenían una letra para la provincia y cinco cifras; otro callejón sin salida.
Luego, el inspector dejó de lado los números y se concentró en los nombres. Llegó a tal extremo que se hizo con una lista de todas las personas de Hedestad llamadas Mari, Magda y Sara, o que tuvieran las iniciales RL y RJ. De ese modo obtuvo una lista de trescientas siete personas en total. Entre ellas había, efectivamente, no menos de veintinueve personas vinculadas de algún modo con Harriet; por ejemplo, un compañero del colegio de noveno curso que se llamaba Roland Jacobsson, RJ. Pero apenas se conocían y no habían estado en contacto desde que Harriet empezó el instituto. Además, no existía ninguna relación con el número de teléfono.
El misterio de los números de teléfono de la agenda permaneció sin resolver.
El cuarto encuentro con el abogado Bjurman no fue una reunión fijada de antemano. Fue ella quien se vio obligada a ponerse en contacto con él.
La segunda semana de febrero, el ordenador portátil de Lisbeth Salander pasó a mejor vida en un accidente tan tonto que le entraron ganas de matar a alguien. Sucedió un día en el que acudió a una reunión de Milton Security en bicicleta, y la dejó apoyada en una columna del garaje. Cuando depositó la mochila en el suelo para cerrar el candado, un Saab rojo oscuro salió dando marcha atrás. Ella estaba de espaldas y oyó el crujido de la mochila. El conductor no advirtió nada y desapareció despreocupadamente hacia la salida del garaje.
La mochila contenía su Apple iBook 600 blanco, con 25 Gb de disco duro y 420 Mb RAM, fabricado en enero de 2002 y provisto de una pantalla de 14 pulgadas. En el momento de la compra constituía el state of the art de Apple. Las prestaciones de los ordenadores de Lisbeth Salander estaban puestas al día con las últimas y más caras configuraciones: el equipamiento informático era, con pocas excepciones, el único gasto extravagante de su cuenta corriente.
Tras abrir la mochila pudo constatar que la tapa del portátil estaba rota Enchufó el cable en la red e intentó iniciar el ordenador, pero ni siquiera emitió un último estertor de agonía. Llevó los restos a Macjesus Shop de Timmy en Brannkyrkagatan, con la esperanza de que se pudiera salvar al menos algo del disco duro. Tras un breve momento hurgando en el interior del aparato, Timmy negó con la cabeza.
– Sorry. No hay esperanza -dijo-. Tendrás que organizar un bonito entierro.
La pérdida del ordenador no suponía ninguna catástrofe, pero le resultó deprimente. Durante los años que estuvo en su posesión, Lisbeth Salander se había llevado estupendamente con él. Poseía copias de seguridad de todos los documentos y tenía un viejo Mac G3 de sobremesa en casa, así como un portátil Toshiba PC de cinco años que podría utilizar. Pero -maldita sea- necesitaba un aparato rápido y moderno.
Como era de esperar, se fijó en la mejor opción imaginable: el recién lanzado Apple PowerBook G4/1.0 GHz, CPU de aluminio, provisto de un procesador PowerPC 7451 con AltiVec Velocity Engine, 960 Mb RAM y un disco duro de 60 Gb. Disponía de BlueTooth y de un grabador de cedes y deuvedés incorporado
Lo mejor de todo era que tenía la primera pantalla de 17 pulgadas del mundo de los portátiles, además de una tarjeta gráfica NVIDIA y una resolución de 1440 x 900 píxeles que dejaba atónitos a los defensores de los PC, y que desbancaba a todo lo existente en el mercado hasta ese momento.
Por lo que respectaba al hardware se trataba del Rolls Royce de los portátiles; pero lo que realmente provocó su deseo de hacerse con él fue un exquisito detalle: el teclado estaba provisto de iluminación de fondo, de manera que las letras se podían ver aunque se hallara en la más absoluta oscuridad. ¡Un detalle de lo más simple! ¿Por qué nadie había pensado antes en eso?
Fue un amor a primera vista.
Costaba treinta y ocho mil coronas más IVA.
Lo cual suponía un problema.
De todos modos, realizó un pedido en MacJesus, donde solía comprar todas sus cosas de informática, y donde le aplicaban un razonable descuento. Unos días después, Lisbeth Salander hizo cuentas. El seguro de su siniestrado ordenador cubriría una buena parte de la compra, pero teniendo en cuenta la franquicia y el elevado precio de la nueva adquisición, le faltaban aún dieciocho mil coronas. En un bote de café de casa guardaba diez mil coronas con el objetivo de tener siempre disponible un poco de dinero en efectivo, pero eso no cubría la totalidad del importe. Por muy mal que le cayera el abogado Bjurman, se vio obligada a tragarse su orgullo. Así que llamó a su administrador y le explicó que necesitaba dinero para un gasto imprevisto. Bjurman contestó que no tenía tiempo para recibirla ese día. Salander replicó que le llevaría veinte segundos firmar un cheque, de diez mil coronas. Dijo que no podía concederle dinero tan a la ligera, pero luego accedió y, tras meditarlo un momento, la citó para una reunión después del trabajo, a las siete y media de la tarde.
Mikael admitió que carecía de la competencia necesaria para juzgar la investigación de un crimen, pero aun así sacó la conclusión de que el inspector Morell había sido excepcionalmente meticuloso y de que, en sus pesquisas, había ido mucho más allá de lo exigido por su trabajo. Cuando Mikael dejó de leer la investigación policial formal, Morell siguió apareciendo en los apuntes de Henrik Vanger; se había creado entre ellos un lazo de amistad. Mikael se preguntaba si Morell no se habría obsesionado con el caso tanto como el industrial. Sin embargo, concluyó que era difícil que algo se le hubiera pasado por alto a Morell. La respuesta al misterio de Harriet Vanger no se hallaría en una investigación policial prácticamente perfecta. Ya se habían hecho todas las preguntas imaginables y se habían seguido todas las pistas, incluso las más absurdas.
Aún no había leído toda la investigación, pero a medida que avanzaba en su lectura percibió que los indicios y las pistas que Morell había investigado cada vez se volvían más oscuros. No esperaba encontrar nada que se le hubiera escapado a su predecesor y no sabía cómo iba a abordar el tema. Al final, una convicción fue madurando en su interior: la única vía razonable pasaba por intentar averiguar los motivos psicológicos de las personas implicadas
El interrogante más obvio afectaba a la propia Harriet. ¿Quién era realmente?