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Desde la ventana de su casa Mikael vio que la luz de la planta superior de la casa de Cecilia Vanger se encendió sobre las cinco de la tarde. Llamó a su puerta a las siete y media, justo cuando empezaba el telediario. Ella abrió enfundada en un albornoz y con el pelo mojado bajo una toalla amarilla. Mikael enseguida le pidió disculpas por haberla molestado, ya se disponía a dar la vuelta cuando ella le hizo una seña para que entrara en el salón. Encendió la cafetera eléctrica y desapareció por la escalera. Cuando volvió a bajar, unos minutos mas tarde, llevaba vaqueros y una camisa de franela a cuadros

– Empezaba a creer que no te atreverías a hacerme una visita.

– Debería haberte llamado primero, pero he visto que tenías la luz encendida y se me ocurrió de repente.

– Y yo he visto que en tu casa la luz está encendida toda la noche. Y que a menudo sales a pasear después de medianoche. ¿Ave nocturna?

Mikael se encogió de hombros.

– Me ha dado por eso.

Miró unos libros de texto apilados en la mesa de la cocina.

– ¿Sigues dando clase, directora?

– No, al ser directora no tengo tiempo. Pero he sido profesora de historia, religión y sociales. Y me quedan unos años todavía.

– ¿Te quedan?

Ella sonrió.

– Tengo cincuenta y seis años. Pronto me jubilaré.

– No los aparentas, yo te echaba unos cuarenta y algo.

– Me halagas. ¿Tú cuántos tienes?

– Cuarenta y pico -sonrió Mikael.

– Y hace poco tenías veinte. Qué rápido pasa el tiempo. Bueno… y la vida.

Cecilia Vanger sirvió café y le preguntó a Mikael si tenía hambre. Él dijo que ya había cenado, lo cual era una verdad relativa. Descuidaba la comida y se alimentaba de sándwiches. Pero no tenía hambre.

– Bueno, entonces ¿a qué has venido? ¿Ha llegado la hora de hacerme todas esas preguntas?

– Sinceramente… no he venido para preguntarte nada. Creo que simplemente quería hacerte una visita.

Cecilia Vanger sonrió.

– Te condenan a prisión, te trasladas a Hedeby, te tragas todo el material del hobby de Henrik, no duermes por la noche, das largos paseos nocturnos cuando hace un frío que pela… ¿Se me ha olvidado algo?

– Mi vida está a punto de irse a la mierda.

Mikael le devolvió la sonrisa.

– ¿Quién era la mujer que te visitó el fin de semana?

– Erika… es redactora jefe de Millennium.

– ¿Tu novia?

– No exactamente. Está casada. Soy más bien un amigo y un occasional lover.

Cecilia Vanger se rió a carcajadas.

– ¿Qué es lo que te hace tanta gracia?

– La manera en que lo has dicho. Occasional lover: me gusta la expresión.

Mikael se rió. Cecilia Vanger le cayó bien.

– A mí también me vendría bien un occasional lover -dijo.

Ella se quitó las zapatillas y le puso un pie en la rodilla. Automáticamente, Mikael puso su mano sobre el pie, acariciando su piel. Dudó un instante; tenía la sensación de estar navegando en aguas completamente inesperadas y desconocidas. Pero le empezó a masajear cuidadosamente la planta del pie con el dedo pulgar.

– Yo también estoy casada -dijo Cecilia Vanger.

– Ya lo sé. Los miembros del clan Vanger no se divorcian.

– Llevo casi veinte años sin ver a mi marido.

– ¿Qué pasó?

– Eso no es asunto tuyo. No he mantenido relaciones sexuales en… humm, ya hará unos tres años.

– Me sorprende.

– ¿Por qué? Es una cuestión de oferta y demanda. No quiero en absoluto ni un novio, ni un marido, ni una pareja estable. Estoy bastante a gusto conmigo misma. ¿Con quién haría yo el amor? ¿Con algún profesor del instituto? No creo ¿Con alguno de los alumnos? ¡Menudo bocado más jugoso para las cotillas! Controlan bastante bien a los que se apellidan Vanger. Y aquí en la isla de Hedeby sólo viven mis familiares y gente ya casada.

Ella se inclinó hacia delante y le besó el cuello.

– ¿Te escandalizo?

– No. Pero no sé si esto es una buena idea. Trabajo para tu tío.

– Y yo seré, sin duda, la última en chivarme. Pero, sinceramente, no creo que a Henrik le importe.

Se sentó a horcajadas sobre el y lo besó en la boca. Su pelo seguía mojado y olía a champú. Mikael se lió torpemente con los botones de su camisa y la deslizó por sus hombros. Ella no se había molestado en ponerse un sujetador. Se apretó contra él cuando le besó los pechos.

El abogado Bjurman bordeó la mesa de trabajo y le mostró el estado de su cuenta, de la que Lisbeth ya conocía hasta el último céntimo, aunque ya no podía disponer de ella libremente. Estaba detrás de ella. De repente le masajeó el cuello y le deslizó una mano sobre el hombro izquierdo para, acto seguido, alcanzar los senos. Le puso la mano sobre el pecho derecho y la mantuvo allí. Como ella no parecía protestar le apretó el pecho. Lisbeth Salander permaneció completamente inmóvil. Sentía su aliento en el cuello mientras contemplaba el abrecartas situado sobre la mesa; lo podría alcanzar fácilmente con la mano que tenía libre.

Pero no hizo nada. Si algo había aprendido de Holger Palmgren en el transcurso de los años era que las acciones impulsivas ocasionaban problemas, y que éstos podían acarrear desagradables consecuencias. Nunca hacía nada sin sopesarlas previamente.

El abuso sexual inicial -que, en términos jurídicos, se definía como agresión sexual y aprovechamiento de una persona en situación de dependencia, y que, teóricamente, podría costarle a Bjurman dos años de cárcel- sólo duró unos breves segundos. Pero fue suficiente para que se sobrepasara irremediablemente un límite. Lisbeth Salander lo consideraba una demostración de fuerza militar por parte de una tropa enemiga, una manera de manifestar que más allá de su relación jurídica, meticulosamente definida, ella se encontraba expuesta a su arbitraria voluntad y sin armas. Al cruzarse sus miradas unos instantes después, Bjurman tenía la boca semiabierta y Lisbeth pudo leer el deseo en su cara. El rostro de Salander no reflejaba sentimiento alguno. Bjurman volvió al otro lado de la mesa y se sentó en su cómodo sillón de cuero.

– No puedo asignarte dinero así como así -dijo de repente-. ¿Por qué necesitas un ordenador tan caro? Hay aparatos considerablemente más baratos que puedes usar para tus juegos de ordenador.

– Quiero poder disponer de mi propio dinero como antes.

El abogado Bjurman la miró con lástima.

– Ya veremos. Primero debes aprender a ser sociable y a relacionarte con la gente.

Posiblemente la sonrisa del abogado Bjurman se habría esfumado si hubiera podido leer los pensamientos que Lisbeth Salander ocultaba tras sus inexpresivos ojos.

– Creo que tú y yo vamos a ser buenos amigos -dijo Bjurman-. Tenemos que confiar el uno en el otro.

Como ella no contestaba, puntualizó:

– Ya eres toda una mujer, Lisbeth.

Ella asintió con la cabeza.

– Ven aquí -dijo, tendiéndole la mano.

Durante unos segundos Lisbeth Salander fijó la mirada en el abrecartas antes de levantarse y acercarse a él. Consecuencias. Bjurman cogió su mano y la apretó contra su entrepierna. Ella pudo sentir su sexo a través de los oscuros pantalones de tergal.

– Si tú eres buena conmigo, yo seré bueno contigo -dijo.

Lisbeth estaba tiesa como un palo cuando el abogado le puso la otra mano alrededor de la nuca y la forzó a arrodillarse con la cara delante de su entrepierna.

– No es la primera vez que haces esto, ¿a que no? -dijo al abrir la bragueta. Olía como si acabara de lavarse con agua y jabón.

Lisbeth Salander apartó su cara e intentó levantarse pero él la tenía bien agarrada. En cuestión de fuerza no tenía nada que hacer; pesaba poco más de cuarenta kilos, y él noventa y cinco. Bjurman le agarró la cabeza con las dos manos y le levantó la cara; sus miradas se cruzaron.

– Si tú eres buena conmigo, yo seré bueno contigo -repitió-. Si te me pones brava, puedo meterte en un manicomio para el resto de tu vida ¿Te gustaría eso?