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Ella no contestó,

– ¿Te gustaría? -insistió.

Lisbeth negó con la cabeza.

Esperó hasta que ella bajó la mirada, cosa que interpretó como sumisión. Luego se aproximó más. Lisbeth Salander abrió los labios y se lo introdujo en la boca. Bjurman la mantuvo todo el tiempo cogida por la nuca apretándola violentamente contra él. Durante los diez minutos que estuvo moviéndose, entrando y saliendo, ella no paró de sufrir arcadas, cuando por fin se corrió, la tenía tan fuertemente agarrada que apenas podía respirar

Le dejó usar un pequeño lavabo que tenía en su despacho. A Lisbeth Salander le temblaba todo el cuerpo mientras se lavaba la cara e intentaba quitarse la mancha del jersey. Tragó un poco de pasta de dientes para intentar eliminar el mal sabor. Cuando volvió a salir a su despacho, él estaba sentado impasible tras su mesa hojeando sus papeles.

– Siéntate, Lisbeth -le ordenó sin mirarla

Ella se sentó Finalmente Bjurman alzó la mirada y le sonrió.

– Ya eres adulta, Lisbeth, ¿verdad?

Ella asintió.

– Entonces, debes aprender los juegos de los adultos -dijo.

Empleó un tono de voz como si le estuviera hablando a un niño. Ella no contestó. Una pequeña arruga apareció en su frente.

– No creo que sea una buena idea que le cuentes nuestros juegos a nadie. Piensa ¿quién te creería? En tu informe se hace constar que no estás en pleno uso de tus facultades.

Al no contestar ella, prosiguió:

– Sería tu palabra contra la mía. ¿Cuál crees tú que tendría más valor?

Como ella seguía sin contestar, suspiró. De repente le irritó que no hiciera más que callar y contemplarle, pero se controló.

– Tú y yo vamos a ser buenos amigos -dijo-. Creo que has hecho bien en acudir hoy a mí. Puedes venir a verme siempre que quieras.

– Necesito diez mil coronas para mi ordenador -le soltó ella en voz baja, como si retomara la conversación que estaban manteniendo antes de la interrupción.

El abogado Bjurman arqueó las cejas. «Dura de pelar la tía. Joder, parece totalmente retrasada.» Le extendió el cheque que había firmado cuando ella estaba en el baño. «Es mejor que una puta; a ésta la pago con su propio dinero.» Una sonrisa de superioridad se dibujó en sus labios. Lisbeth Salander cogió el cheque y se marchó.

Capítulo 12 Miércoles, 19 de febrero

Si Lisbeth Salander hubiera sido una ciudadana normal, sin duda habría llamado a la policía para denunciar la violación en el mismo momento en que abandonó el despacho del abogado Bjurman. Los moratones en el cuello y la nuca, al igual que la firma de ADN que acababa de dejar con las manchas de esperma sobre su cuerpo y su ropa, habrían constituido una prueba de mucho peso. Incluso si Bjurman hubiera intentado escurrir el bulto diciendo cosas como «ella estuvo de acuerdo», «ella me sedujo» o «fue ella la que quiso chupármela» y otras declaraciones por el estilo que los violadores suelen alegar sistemáticamente, el abogado habría sido culpable de tantas infracciones a la ley de tutela de menores que, inmediatamente, le habrían quitado la custodia administrativa que tenía sobre ella. Bastaría una simple denuncia para que a Lisbeth Salander se le asignara un abogado de verdad, con buenos conocimientos sobre las agresiones contra las mujeres; esto, a su vez, llevaría tal vez a una discusión sobre la verdadera naturaleza del problema, es decir, la declaración de incapacidad de Lisbeth Salander.

Desde 1989 ya no existe el concepto de «incapacidad legal» para las personas adultas.

Hay dos maneras de ejercer el tutelaje: con un tutor y con un administrador.

Un tutor actúa de forma voluntaria prestando ayuda a personas que, por diferentes motivos, tienen problemas para apañárselas en su vida diaria, pagar las facturas o cuidar de su higiene personal. Por lo general, se designa como tutor a un familiar o un conocido. Si tal persona no existiera, son las autoridades sociales las encargadas de designarlo. El tutor ejerce una forma leve de tutelaje en la cual el principal afectado -la persona declarada incapacitada- sigue controlando sus bienes, y en la que las decisiones se toman de mutuo acuerdo.

El administrador ejerce una forma de control bastante más estricta, donde el sujeto en cuestión es privado de su derecho a disponer de su dinero y a tomar decisiones en diferentes asuntos. La formulación exacta significa que el administrador asume todas las competencias jurídicas del interesado. En Suecia, hay más de cuatro mil personas con administradores. Las razones más frecuentes suelen ser una enfermedad psíquica manifiesta o una enfermedad psíquica combinada con graves abusos de alcohol o narcóticos. Una pequeña parte está configurada por individuos que padecen demencia senil. Un número sorprendentemente alto de los que se encuentran bajo la custodia de administradores está constituida por personas relativamente jóvenes: treinta y cinco años o incluso menos. Una de ellas era Lisbeth Salander.

Privar a una persona del control de su propia vida -de su cuenta corriente- es una de las medidas más humillantes a las que puede recurrir una democracia, sobre todo cuando se trata de jóvenes. Aunque el objetivo pueda considerarse bueno y socialmente razonable, resulta ofensivo. Por eso, las cuestiones de tutela administrativa son temas políticos potencialmente delicados, rodeados de una rigurosa normativa y controlados por una comisión de tutelaje. Esta comisión depende del gobierno civil y es controlada, a su vez, por el Defensor del Pueblo.

En general, la comisión de tutelaje lleva a cabo su actividad bajo condiciones muy difíciles. Pero teniendo en cuenta las delicadas cuestiones que maneja esta autoridad, el número de quejas o escándalos que han saltado a los medios de comunicación resulta asombrosamente reducido.

En muy contadas ocasiones han aparecido noticias acerca de cargos presentados contra algún administrador o tutor dedicado a malversar fondos o a vender, sin permiso, el piso de su cliente, para luego meterse el dinero en el bolsillo. Pero son casos relativamente raros, lo cual, a su vez, puede deberse a uno de los siguientes motivos: que la autoridad competente haya realizado su trabajo de manera extraordinariamente satisfactoria, o que los afectados no hayan tenido oportunidad de denunciar el hecho ni de expresar su opinión a periodistas y autoridades de modo convincente.

La comisión está conminada a comprobar anualmente si existen motivos para cancelar un tutelaje. Ya que Lisbeth Salander insistía en su rígida negativa a someterse a exámenes psiquiátricos -ni siquiera intercambiaba un educado «buenos días» con sus médicos-, las autoridades nunca hallaron motivo alguno para modificar la decisión. Por consiguiente, se adoptó una relación de statu quo, de modo que permaneció, año tras año, sometida al tutelaje administrativo.

No obstante, la ley establece que la necesidad de tutelaje debe «adaptarse a cada caso concreto». Holger Palmgren había interpretado eso como que Lisbeth Salander podía hacerse responsable de su propio dinero y de su vida. Palmgren cumplió a rajatabla con las exigencias de las autoridades: cada mes entregaba un informe y anualmente revisaba las cuentas de Lisbeth, pero, por lo demás, la trataba como a cualquier joven normal, y no se entrometía ni en su forma de vida ni en sus relaciones personales. Decía que no era asunto suyo ni de la sociedad decidir si la damisela quería un piercing en la nariz o un tatuaje en el cuello. Esta actitud un tanto suya con respecto a la decisión del juzgado era una de las razones por las que se habían llevado tan bien.

Mientras Holger Palmgren fue su administrador, Lisbeth Salander no reflexionó mucho sobre su situación jurídica. Sin embargo, el abogado Nils Bjurman interpretaba la ley del tutelaje de un modo bien distinto.

Al fin y al cabo, Lisbeth Salander no era como las demás personas. Poseía unos conocimientos bastante rudimentarios sobre derecho -un campo en el que nunca había tenido ocasión de profundizar- y su confianza en las fuerzas del orden era, en suma, inexistente. Para ella, la policía constituía una fuerza enemiga vagamente definida, cuyas intervenciones concretas a lo largo de su vida habían consistido en retenerla o humillarla. La última vez que tuvo algo que ver con la policía fue una tarde del mes de mayo del año anterior, cuando pasaba por Götgatan camino a Milton Security y, de buenas a primeras, se encontró de frente con un policía de los antidisturbios provisto de casco con visera, quien, sin la menor provocación por parte de Lisbeth, le propinó un porrazo en el hombro. Su impulso espontáneo fue contraatacar violentamente con la botella de Coca-Cola que, por casualidad, llevaba en la mano. Por suerte, el policía dio media vuelta y se alejó corriendo antes de que a ella le diera tiempo de actuar. Hasta algo después no se enteró de que el movimiento Reclaim the Street había celebrado una manifestación en esa misma calle, un poco más arriba.