– Gracias. Hacía mucho tiempo. No te defiendes nada mal en la cama.
Mikael sonrió. Los halagos sexuales siempre le producían una satisfacción infantil.
– Me lo he pasado bien -dijo Mikael-. Ha sido inesperado, pero divertido.
– No me importaría repetir -contestó Cecilia Vanger-. Si te apetece…
Mikael se la quedó mirando.
– ¿Me estás diciendo que quieres tener un amante?
– Un occasional lover -replicó Cecilia Vanger-. Pero quiero que te vayas a tu casa antes de que te quedes dormido. No quiero despertarme mañana por la mañana y tenerte aquí antes de encajar todos mis huesos y ofrecer una cara presentable. Y otra cosa: te agradecería mucho que no le contaras a todo el pueblo que nos hemos liado.
– No entraba dentro de mis planes -dijo Mikael.
– Sobre todo no quiero que lo sepa Isabella. Es una bruja.
– Y tu vecina más cercana… Ya la he conocido.
– Sí, pero por suerte no puede ver mi puerta desde su casa. Mikael, sé discreto, por favor.
– Seré discreto.
– Gracias. ¿Bebes?
– En contadas ocasiones.
– Me apetece algo afrutado con ginebra. ¿Quieres?
– Con mucho gusto.
Ella se envolvió en una sábana y fue a la planta baja. Mikael aprovechó el momento para ir al baño y echarse agua en la cara. Cuando Cecilia volvió, con una jarra de agua con hielo y dos ginebras con lima, él estaba desnudo contemplando su librería. Brindaron.
– ¿A qué has venido? -preguntó ella.
– A nada en particular. Sólo quería…
– Estabas en casa leyendo la investigación de Henrik y de buenas a primeras se te ocurre venir a verme; no hay que ser ningún genio para entender qué es lo que te ronda por la cabeza.
– ¿La has leído?
– A trozos. He convivido toda mi vida adulta con ella. Es imposible relacionarte con Henrik sin verte involucrado en el misterio de Harriet.
– De hecho, es un misterio fascinante. Quiero decir que es el clásico misterio de la habitación cerrada, pero en una isla entera. Y no hay nada en la investigación que parezca seguir una lógica. Todas las preguntas permanecen sin respuesta, todas las pistas llevan a un callejón sin salida.
– Mmm, ésas son las cosas que obsesionan a la gente.
– Tú estabas en la isla aquel día.
– Sí. Estaba aquí y presencié todo aquel jaleo. En realidad, vivía en Estocolmo, donde estudiaba. Ojalá me hubiera quedado en casa ese fin de semana.
– ¿Cómo era Harriet realmente? La gente parece tener opiniones completamente distintas sobre ella.
– ¿Esto es off the record o…?
– Es off the record.
– No tengo ni idea de lo que pasaba en la cabeza de Harriet. Supongo que te refieres al último año. Un día era una chiflada y fanática religiosa. Otro día se maquillaba como una puta y se iba al colegio con el jersey más ceñido que tuviera. No hace falta ser psicólogo para entender que era profundamente infeliz. Pero, como ya te he dicho, yo no vivía aquí y sólo sé los chismes que me contaron.
– ¿Qué fue lo que desencadenó todos esos problemas?
– Gottfried e Isabella, naturalmente. Su matrimonio era una auténtica locura. O estaban de juerga o se peleaban. No físicamente, Gottfried no era de ésos. Además, creo que más bien le tenía miedo a Isabella, porque a ella le daban unos prontos terribles. Un día, a principios de los años sesenta, él se trasladó de forma más o menos permanente a su cabaña, al final de la punta de la isla, donde Isabella jamás puso los pies. Había épocas en las que aparecía por el pueblo con aspecto de vagabundo. Luego estuvo un tiempo sin beber y volvió a vestirse bien y a cumplir con su trabajo.
– ¿No había nadie que quisiera ayudar a Harriet?
– Henrik, por supuesto. Al final ella se fue a vivir con él, pero no olvides que estaba ocupado interpretando su papel de gran industrial. Casi siempre se encontraba de viaje y no le quedaba mucho tiempo para Harriet y Martin. Yo me perdí gran parte de todo eso porque viví primero en Uppsala y luego en Estocolmo, y mi infancia, con un padre como Harald, tampoco fue muy fácil que digamos; te lo aseguro. Pero con los años me he dado cuenta de que el problema es que Harriet nunca confió en nadie. Al contrario, intentaba guardar las apariencias fingiendo que la suya era una familia feliz.
– Negar la evidencia.
– Exacto. Pero cambió cuando su padre murió ahogado. Entonces ya no pudo fingir que las cosas iban bien. Hasta ese momento había sido… no sé cómo explicártelo, superdotada y precoz, pero, al fin y al cabo, una adolescente bastante normal. Durante el último año siguió siendo brillante, matrícula de honor en los exámenes y todo eso, pero era como si no tuviera un alma propia.
– ¿Cómo se ahogó su padre?
– ¿Gottfried? De la manera más tonta que te puedas imaginar. Se cayó de una barca, justo al lado de su cabaña. Llevaba la bragueta abierta y un índice de alcohol en la sangre extremadamente alto, así que puedes hacerte una idea de cómo sucedió. Fue Martin quien lo encontró.
– No lo sabía.
– Es curioso. Martin ha cambiado, se ha convertido en una persona realmente buena. Si me hubieses preguntado hace treinta y cinco años, te habría dicho que si alguien de la familia necesitaba un psicólogo, ése era él.
– ¿Por qué?
– Harriet no fue la única que sufrió. Durante muchos años, Martin se mostró tan callado e introvertido que más bien lo definiría como huraño. Los dos hermanos lo pasaron mal. Bueno, lo pasamos mal todos. Yo tenía problemas con mi padre; supongo que ya sabrás que está loco de atar. Y mi hermana Anita tenía los mismos problemas, igual que Alexander, mi primo. No era fácil ser joven en la familia Vanger.
– ¿Qué pasó con tu hermana?
– Anita vive en Londres. Se marchó allí en los años setenta para trabajar en una agencia de viajes sueca, y se quedó. Se casó con un hombre que ella nunca presentó a la familia, del que luego se separó. Hoy en día es una de las jefas de British Airways. Nos llevamos bien, pero somos un desastre para mantener el contacto; sólo nos vemos una vez cada dos años, más o menos. Nunca viene a Hedestad.
– ¿Por qué?
– Nuestro padre está loco. ¿Te parece suficiente como explicación?
– Pero tú te has quedado aquí.
– Yo y Birger, mi hermano.
– El político.
– ¿Político? Lo dices en broma, ¿no? Birger es mayor que Anita y yo. Nunca nos hemos llevado muy bien. Él piensa que es un político de una importancia extraordinaria, con un futuro en el parlamento, y quizá un puesto de ministro si el bloque no socialista ganara las elecciones. En realidad, no es más que un consejero municipal de modesta inteligencia en un pueblo perdido de provincias; sin duda, el punto culminante, a la vez que final, de su carrera política.
– Una cosa que me fascina de la familia Vanger es que todo el mundo parece odiarse.
– No es del todo cierto. Yo adoro a Martin y a Henrik. Y siempre me he llevado bien con mi hermana, aunque nos vemos demasiado poco. Detesto a Isabella; Alexander no me despierta mucha simpatía. Y no me hablo con mi padre. Así que supongo que más o menos es mitad y mitad de la familia. Birger es… mmm… un engreído y un payaso ridículo, antes que una mala persona. Pero entiendo lo que quieres decir. Míralo así: si eres miembro de la familia Vanger, aprendes muy pronto a no tener pelos en la lengua. Decimos lo que pensamos.
– Pues sí, me he dado cuenta de que sois bastante directos. -Mikael estiró la mano y le tocó el pecho-. Tan sólo llevaba aquí un cuarto de hora cuando te abalanzaste sobre mí ahí abajo.
– Si te soy sincera, desde el primer momento en que te vi he estado pensando en cómo serías en la cama. Tenía que intentarlo.
Por primera vez en su vida, Lisbeth Salander sentía una imperiosa necesidad de pedirle consejo a alguien. El único problema era que para hacerlo tendría que confiar en alguna persona, lo cual, a su vez, significaba que tendría que desnudar su alma y revelar sus secretos. ¿A quién se los contaría? En realidad, el contacto con otras personas no era su fuerte.