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Su matrimonio duró catorce años, y el divorcio se hizo amistosamente. Lisbeth Salander se centró en su ex esposa, que se llamaba Elena y procedía de Polonia, pero que había vivido en Suecia toda su vida. Ella trabajaba en un centro de rehabilitación médica y, según parece, se volvió a casar, felizmente, con un colega de Bjurman. Por ahí no había nada que buscar.

El abogado Bjurman actuaba regularmente como supervisor de jóvenes que se habían metido en líos con la justicia. Antes de ser el administrador de Lisbeth Salander, fue el tutor de cuatro chicos. Se trataba de menores de edad, de modo que su cometido finalizó con el simple fallo del juez en cuanto alcanzaron la mayoría de edad. Uno de esos clientes seguía recurriendo a Bjurman como abogado, así que tampoco allí parecía haber ningún conflicto. Si Bjurman se había aprovechado sistemáticamente de sus protegidos, lo cierto era que allí no salía absolutamente nada a flote; por mucho que Lisbeth buceó en esas profundas aguas no pudo encontrar ningún indicio de que existiera algo raro. Los cuatro tenían unas vidas perfectamente normales, sus respectivos novios y novias, empleo, vivienda y tarjetas de cliente de la cadena Coop.

Lisbeth telefoneó a cada uno de los cuatro chicos, presentándose como una funcionaria de los servicios sociales encargada de realizar un estudio para saber cómo iban las vidas de las personas que de niños se hallaron bajo tutela. «Por supuesto, todos los entrevistados van a permanecer en el anonimato.» Había redactado una encuesta con diez preguntas. Varias de las cuestiones estaban formuladas con el objetivo de averiguar sus opiniones sobre el funcionamiento de la tutela. Lisbeth estaba convencida de que, si al menos uno de los entrevistados tuviese algo que decir sobre Bjurman, el tema saldría a la luz. Pero no escuchó ni un comentario negativo sobre él.

Una vez terminada la investigación personal, Lisbeth Salander metió todos los documentos en una bolsa de papel del supermercado y la depositó al lado de las otras veinte bolsas de la entrada. Al parecer, la conducta del abogado Bjurman era irreprochable. No había ningún hilo suelto en su pasado del que Lisbeth Salander pudiera tirar. Ella sabía, fuera de toda duda, que era un cabrón y un cerdo asqueroso, pero no encontraba nada para probarlo.

Ya era hora de considerar otras opciones. Terminados todos los análisis, quedaba una posibilidad que le parecía cada vez más atractiva o, por lo menos, una opción completamente realizable. Lo mejor sería que Bjurman desapareciera de su vida sin más. Un infarto repentino. End of problem. La única pega era que ni siquiera los cerdos asquerosos de cincuenta y cinco años sufrían infartos por encargo.

Pero eso se podía arreglar.

Mikael Blomkvist llevaba su aventura con la directora Cecilia Vanger con la mayor discreción. Ella le impuso tres reglas: que viniera solamente cuando ella lo llamara y estuviera de humor, que no se quedara a pasar la noche y que nadie supiera que se veían.

Su pasión asombraba y desconcertaba a Mikael por igual. Cuando se encontraba con ella en el Café de Susanne, se mostraba amable pero fría y distante. En cambio, en su dormitorio era salvajemente apasionada.

Mikael realmente no quería husmear en su vida privada, pero la verdad era que había sido contratado, literalmente, para meter sus narices en la vida privada de toda la familia Vanger. Se sentía dividido y, a la vez, lleno de curiosidad. Un día le preguntó a Henrik Vanger con quién había estado casada Cecilia, y qué fue lo que pasó. Le formuló la pregunta mientras charlaban del pasado de Alexander, de Birger y de otros miembros de la familia presentes en la isla de Hedeby cuando Harriet desapareció.

– ¿Cecilia? No creo que haya tenido nada que ver con Harriet.

– Háblame de su pasado.

– Volvió aquí al acabar sus estudios y empezó a trabajar de profesora. Conoció a un hombre llamado Jerry Karlsson que, desafortunadamente, trabajaba en el Grupo Vanger. Se casaron. Yo creía que el matrimonio era feliz, por lo menos al principio. Pero al cabo de un par de años, empecé a darme cuenta de que las cosas no iban muy bien. La maltrataba. La historia de siempre: él la golpeaba y ella lo defendía a toda costa. Al final, un día se le fue la mano. Ella sufrió heridas graves e ingresó en el hospital. Hablé con ella y le ofrecí mi ayuda. Se trasladó aquí, a la isla de Hedeby, y desde entonces se ha negado a ver a su marido. Me encargué de que lo despidieran.

– Pero sigue casada con él.

– Bueno, creo que se trata más bien de una cuestión de términos. La verdad es que no sé por qué no se ha divorciado. Como nunca ha querido casarse de nuevo, supongo que simplemente no se ha molestado en solicitarlo.

– Ese tal Jerry Karlsson, tenía algo que ver con…

– ¿… con Harriet? No, no vivía en Hedestad en 1966; ni siquiera había empezado a trabajar para el grupo.

– De acuerdo.

– Mikael, adoro a Cecilia. Quizá sea algo complicada, pero es una de las buenas personas de mi familia.

Lisbeth Salander dedicó una semana entera a planear, con la mentalidad de un perfecto burócrata, el fallecimiento del abogado Nils Bjurman. Sopesó -y rechazó- distintas posibilidades, hasta que tuvo toda una serie de tramas verosímiles entre las que elegir. Nada de acciones impulsivas.

Su primera idea fue intentar organizar un accidente, pero pronto llegó a la conclusión de que, en realidad, no importaba si resultaba obvio que se trataba de un asesinato.

Había que cumplir una sola condición- el abogado Bjurman tenía que morir de tal manera que ella nunca pudiera ser relacionada con su muerte. Figurar en una futura investigación policial le parecía inevitable; tarde o temprano, su nombre aparecería en cuanto se examinaran las actividades profesionales de Bjurman. Pero ella no era sino una clienta más en un universo de actuales y anteriores clientes, lo había visto en muy contadas ocasiones y, mientras Bjurman no hubiese apuntado en su agenda que la forzó a hacerle una mamada -algo que consideraba poco probable-, Lisbeth no tenía ningún motivo para matarle. Ningún indicio vincularía su muerte a los clientes de su bufete; había ex novias, familiares, conocidos ocasionales, compañeros de trabajo y otros individuos. Incluso existía aquello que se solía definir como random violence, cuando el autor del crimen y la víctima no se conocen.

Si surgiese su nombre, ella sería una chica indefensa e incapacitada, con documentos que daban fe de su retraso mental. Por lo tanto, sería muy positivo que la muerte de Bjurman ocurriese de un modo tan enrevesado que una chica con retraso mental no pudiera ser considerada la posible autora del crimen.

Descartó enseguida la alternativa de la pistola; hacerse con una no le supondría el más mínimo problema, pero la policía estaba especializada en el rastreo de armas.

Pensó, entonces, en un arma blanca; podía adquirirse en cualquier ferretería, pero rechazó también esta opción. Aunque ella apareciese de improviso y le clavara una navaja en la espalda, nada le garantizaba que eso lo matara ni inmediata ni silenciosamente; bueno, ni siquiera de que muriera. Además, eso provocaría un gran jaleo y llamaría la atención; la sangre podría manchar su ropa y constituir una prueba de su culpabilidad.

También pensó en algún tipo de bomba, pero resultaba demasiado complicado. No obstante, hacerla no sería un problema: en Internet abundaban los manuales para fabricar los objetos más mortíferos. Sin embargo, se le antojaba difícil encontrar la manera de colocar la bomba sin que los transeúntes inocentes sufrieran daños. A eso se añadía que tampoco con una bomba había ninguna garantía de que realmente muriera.

Sonó el teléfono.

– Hola Lisbeth, soy Dragan. Tengo un trabajo para ti.

– No tengo tiempo.

– Es importante.

– Estoy ocupada.

Ella colgó.

Al final, se decidió por una alternativa no contemplada hasta ese momento: el veneno. La elección la sorprendió incluso a ella misma, pero, bien pensado, era perfecta.