Lisbeth Salander dedicó un par de días a bucear por Internet en busca de un veneno apropiado. Había muchas opciones, entre ellas uno de los venenos más mortales descubiertos por la ciencia: el ácido cianhídrico, más conocido como ácido prúsico.
El ácido cianhídrico se utiliza en la industria química, por ejemplo, en la producción de pintura. Unos pocos miligramos son suficientes para matar a una persona; un solo litro en el depósito de agua de una ciudad de tamaño medio podría aniquilarla por entero. Por razones obvias, una sustancia tan letal estaba rodeada de rigurosos controles de seguridad. Sin embargo, aunque un fanático terrorista no podía entrar en la farmacia más cercana y pedir diez mililitros de cianhídrico, el veneno se podía fabricar en cantidades prácticamente ilimitadas en cualquier cocina Todo lo que se necesitaba era un modesto equipo de laboratorio -un juego de química para niños, a la venta por unas doscientas coronas servía perfectamente-, más ciertos ingredientes extraíbles de productos de limpieza normales y corrientes. El manual de fabricación se encontraba en Internet.
Otra alternativa era la nicotina. Bastaba con un solo cartón de cigarrillos para extraer los miligramos necesarios; una vez hervidos, se convertían en un líquido viscoso. Una sustancia aún mejor, aunque algo más difícil de fabricar, era el sulfato de nicotina, que posee la propiedad de ser absorbida por la piel; bastaría con ponerse unos guantes de goma, llenar una pistola de agua con el sulfato y lanzar un chorro en la cara del abogado Bjurman. Al cabo de veinte segundos estaría inconsciente, y un par de minutos más tarde, muerto
Hasta entonces, Lisbeth Salander no había tenido ni idea de que tantos productos del hogar perfectamente comunes, disponibles en la droguería del barrio, pudieran convertirse en armas mortales. Después de estudiar el tema durante unos días, estaba convencida de que no había impedimento técnico alguno para acabar con el administrador.
Sólo quedaban dos problemas por resolver: la muerte de Bjurman no le daría el control sobre su propia vida, y no existían garantías de que el sucesor de Bjurman no fuese mucho peor. Análisis de consecuencias.
Lo que necesitaba era una manera de «controlar» a su administrador y, por consiguiente, su propia situación. Se quedó sentada una noche entera, en el desgastado sofá del salón, repasando de nuevo las circunstancias. Al acabar la noche, ya había descartado el envenenamiento y elaborado un plan alternativo que no le atraía mucho porque debía dejar que Bjurman la acosara una vez más. Pero si lo llevaba a cabo, ganaría.
Eso era, al menos, lo que ella creía.
A finales de febrero, la estancia de Mikael en Hedeby ya se había convertido en rutina. Todas las mañanas se levantaba a las nueve, desayunaba, y trabajaba hasta las doce. Durante esas horas se zambullía en las páginas de un nuevo informe. Luego, independientemente del tiempo que hiciera, daba un paseo de una hora de duración. Por las tardes seguía trabajando, en casa o en el Cafe de Susanne, revisando de nuevo lo que había leído por la mañana, o redactando párrafos de lo que sería la autobiografía de Henrik. Entre las tres y las seis descansaba. Entonces hacía la compra, lavaba, iba a Hedestad y realizaba otras tareas cotidianas. Sobre las siete pasaba por casa de Henrik Vanger para aclarar las dudas surgidas a lo largo del día. Alrededor de las diez, volvía a casa y leía hasta la una o las dos de la madrugada. Repasaba metódicamente todos los documentos de Henrik.
Para su sorpresa, descubrió que el trabajo de redactar la autobiografía de Henrik iba sobre ruedas. Ya había acabado el primer borrador de la crónica familiar, de unas ciento veinte páginas, comprendía el período que iba desde el desembarco de Jean-Baptiste Bernadotte en Suecia hasta, aproximadamente, los años veinte. Después de esa época, tendría que avanzar más despacio y empezar a elegir mejor las palabras
A través de la biblioteca de Hedestad, pedía libros que trataban sobre el nazismo en aquella época, entre otros, la tesis de Helene Loow, La cruz gamada y la gavilla de Wasa. Había escrito un borrador de unas cuarenta páginas más sobre Henrik y sus hermanos, donde se centraba exclusivamente en Henrik como hilo conductor de la historia. Confeccionó una larga lista de averiguaciones que le quedaban por hacer y que estaban relacionadas con la estructura y el funcionamiento de las empresas de la época; descubrió que la familia Vanger había estado intensamente involucrada en el imperio de Ivar Kreuger: otra historia paralela que debía refrescar. En total, calculó que le faltaban por escribir unas trescientas páginas. Había hecho un plan que consistía en tener una primera versión terminada para el 1 de septiembre con el fin de que Henrik Vanger la pudiera ver, de modo que luego dispondría de todo el otoño para revisar el texto.
En cambio, Mikael no avanzaba ni un milímetro en el caso de Harriet Vanger. Por mucho que leyera y reflexionara sobre los detalles de la abundante documentación, no se le ocurrió ni una sola idea que, de alguna manera, le diera un giro a la investigación.
Una noche de sábado, a finales de febrero, mantuvo una larga conversación con Henrik Vanger en la que le dio cuenta de sus nulos avances. El viejo escuchaba pacientemente a Mikael repasando uno a uno los callejones sin salida que había visitado.
– En resumen, Henrik, no encuentro nada en toda la documentación que no se haya investigado a fondo ya.
– Entiendo lo que quieres decir. Yo mismo me he devanado los sesos hasta volverme loco. Y, al mismo tiempo, estoy seguro de que se nos ha escapado algo. No hay crimen perfecto.
– Lo que pasa es que ni siquiera somos capaces de determinar que se haya cometido un crimen.
Henrik Vanger suspiró e hizo un gesto de resignación con las manos.
– Sigue -le pidió-; termina el trabajo.
– No tiene sentido.
– Puede. Pero no te rindas.
Mikael suspiró.
– Los números de teléfono -dijo finalmente.
– Sí
– Tienen que significar algo.
– Sí.
– Están apuntados con una intención.
– Sí.
– Pero no hemos sabido interpretarlos.
– No.
– O los hemos interpretado mal.
– Exacto.
– No son números de teléfono. Significan otra cosa.
– Tal vez.
Mikael volvió a suspirar y se fue a casa para seguir leyendo.
El abogado Nils Bjurman suspiró de alivio cuando Lisbeth Salander lo volvió a llamar explicándole que necesitaba más dinero. Con la excusa de que tenía que trabajar, Salander se había escaqueado de la última reunión fijada, y una leve preocupación empezó a roer el interior de Bjurman: ¿se estaba convirtiendo en una niña problemática imposible de manejar? No obstante, al faltar a la reunión, ella no había recibido el dinero para sus gastos, así que tarde o temprano se vería obligada a acudir a él. También le preocupaba la posibilidad de que Lisbeth le hubiera contado a alguien lo sucedido.
Por eso, su breve llamada diciéndole que necesitaba dinero constituía una confirmación satisfactoria de que la situación estaba bajo control. Pero era preciso domarla, decidió Nils Bjurman. Había que dejarle claro quién mandaba allí; sólo así podrían consolidar su relación. Por eso le dio instrucciones para que esta vez se vieran en su vivienda de Odenplan, no en el despacho. Ante esta exigencia, Lisbeth Salander, al otro lado de la línea telefónica, permaneció callada un buen rato -«qué lenta es la puta»- hasta que, finalmente, aceptó.
El plan de Lisbeth Salander era reunirse con él en su despacho, como la otra vez. Ahora resultaba que tenía que verlo en territorio desconocido. La reunión se fijó para la noche del viernes. Bjurman le había dado el código numérico del portal. Lisbeth llamó a su puerta a las ocho y media, treinta minutos más tarde de lo acordado; justo el tiempo que necesitó, en la oscuridad de la escalera, para repasar el plan una última vez, considerar las alternativas, hacer de tripas corazón y armarse de todo el coraje necesario.