Hacia las ocho de la tarde, Mikael apagó el ordenador y se puso el abrigo. Dejó encendidas las luces de su cuarto de trabajo. La noche estaba estrellada y la temperatura rondaba los cero grados. Subió la cuesta a paso ligero y, camino de Ostergården, alcanzó la casa de Henrik Vanger. Nada más pasarla, torció a la izquierda y tomó la senda que bordeaba la orilla. Los faros guiñaban y se reflejaban en el agua; el hermoso brillo de las luces de Hedestad iluminaba la oscuridad. Mikael necesitaba aire fresco, pero, sobre todo, quería evitar los escudriñadores ojos de Isabella Vanger. A la altura de la casa de Martin Vanger, salió al camino y llegó a casa de Cecilia Vanger poco después de las ocho y media. Fueron directamente al dormitorio.
Se veían una o dos veces por semana. Cecilia Vanger no sólo se había convertido en su amante en ese perdido rincón del mundo, sino también en alguien en quien había empezado a confiar. Le aportaba mucho más hablar de Harriet Vanger con ella que con Henrik.
El plan salió mal casi desde el primer momento.
Al abrir la puerta de su piso, el abogado Nils Bjurman llevaba una bata. Ya estaba irritado por el retraso y le hizo señas para que entrara. Ella vestía vaqueros negros, camiseta negra y la consabida chupa de cuero. Además, llevaba botas negras y una pequeña mochila con una correa cruzada sobre el pecho.
– Ni siquiera te enseñaron las horas en el colegio -le espetó Bjurman.
Salander no dijo nada. Miró a su alrededor. El piso tenía más o menos el aspecto que había imaginado al estudiar los planos en el archivo municipal de urbanismo. Estaba decorado con muebles claros de haya y abedul.
– Ven -dijo Bjurman en un tono más amable.
Le puso el brazo alrededor de los hombros y la llevó por un pasillo hasta el interior del piso. Nada de charlas; al grano. Abrió la puerta del dormitorio. No cabía duda del tipo de servicios que esperaba de Lisbeth Salander.
Ella recorrió rápidamente el cuarto con la mirada. Decoración de soltero. Una cama de matrimonio con cabecero alto de acero inoxidable. Una cómoda que también hacía de mesilla. Lamparitas de luz suave. A lo largo de una de las paredes se extendía un armario con puertas de espejo. En el rincón de al lado de la puerta, una silla de rejilla y una pequeña mesa. La cogió de la mano y la condujo hasta la cama.
– Cuéntame para qué necesitas el dinero esta vez. ¿Más trastos para el ordenador?
– Comida -contestó ella.
– Claro. Qué tonto soy; faltaste a nuestra última reunión.
Cogió la barbilla de Lisbeth con una mano y levantó su cara hasta que sus miradas se cruzaron.
– ¿Cómo estás?
Ella se encogió de hombros.
– ¿Has pensado en lo que te dije la última vez?
– ¿El qué?
– Lisbeth, no finjas ser más tonta de lo que ya eres. Quiero que tú y yo seamos buenos amigos y que nos ayudemos mutuamente
Ella no contestó. El abogado Bjurman resistió el impulso de darle una bofetada para espabilarla.
– ¿Te gustó nuestro juego de adultos de la otra vez?
– No.
Él arqueó las cejas.
– Lisbeth, no seas tonta.
– Necesito dinero para comprar comida.
– Pues de eso precisamente hablamos la vez anterior: si tú eres buena conmigo, yo seré bueno contigo. Pero si no haces más que darme problemas…
Le cogió el mentón con más fuerza y ella se soltó girando la cabeza
– Quiero mi dinero. ¿Qué quieres que haga?
– Tú sabes muy bien lo que a mí me gusta.
La cogió del hombro y tiró de ella en dirección a la cama.
– Espera -dijo Lisbeth Salander rápidamente.
Ella le devolvió una mirada resignada y luego asintió. Se quitó la mochila y la cazadora de cuero con tachuelas y miró a su alrededor. Puso la chupa de cuero sobre la silla de rejilla, colocó la mochila encima de la mesa y dio unos tímidos pasos hacia la cama. Luego se paró, como si se lo estuviera pensando. Bjurman se acercó.
– Espera -dijo ella de nuevo, esta vez como intentando convencerlo y hacerle entrar en razón-. No quiero chupártela cada vez que necesite dinero.
A Bjurman le cambió la cara. De pronto, le dio una bofetada con la palma de la mano. Salander abrió los ojos de par en par, pero antes de que le diera tiempo a reaccionar, la cogió del hombro y la echó de bruces sobre la cama. La repentina violencia la cogió desprevenida. Cuando intentó darse la vuelta, la aprisionó contra la cama y se sentó a horcajadas sobre ella.
Igual que la vez anterior, físicamente hablando, ella era pan comido para él. Sus posibilidades de resistencia consistían en hacerle daño en los ojos con las uñas o con algún arma. Pero la trama que había planeado ya se había ido al traste totalmente. «Mierda», pensó Lisbeth Salander cuando él le arrancó la camiseta. Con una aterradora clarividencia, se dio cuenta de que se había metido en camisa de once varas.
Oyó cómo abría el cajón de la cómoda de al lado de la cama y percibió el chirrido de metal. Al principio no sabía qué estaba pasando; luego vio unas esposas cerrándose alrededor de su muñeca. Él le levantó los brazos, pasó las esposas por uno de los barrotes del cabecero de la cama y le esposó la otra mano. En un santiamén le quitó las botas y los vaqueros. Por último le quitó las bragas y las sostuvo en la mano.
– Tienes que aprender a confiar en mí, Lisbeth. Yo te voy a enseñar cómo se juega a este juego de adultos. Cuando te pongas borde conmigo, te castigaré. Pero si eres buena conmigo, seremos amigos.
Volvió a sentarse a horcajadas sobre ella.
– Así que no te gusta el sexo anal, ¿eh?
Lisbeth Salander abrió la boca para gritar. La cogió del pelo y le metió las bragas en la boca. Luego le colocó algo en los tobillos, le separó las piernas y se las ató dejándola completamente indefensa. Le oyó moverse por el dormitorio pero era incapaz de verlo a causa de la camiseta que tapaba su cara. Pasaron varios minutos. Apenas podía respirar. Luego experimentó un terrible dolor cuando le introdujo, violentamente, un objeto en el ano.
La norma de Cecilia Vanger seguía siendo que Mikael no podía pasar la noche con ella. A las dos y pico de la madrugada se vistió, mientras ella, tendida desnuda sobre la cama, le sonreía.
– Me gustas, Mikael. Me gusta estar contigo.
– Tú también me gustas.
Ella lo tiró sobre la cama otra vez y consiguió quitarle la camisa que acababa de ponerse. Mikael se quedó una hora más.
Luego, al pasar por la casa de Harald Vanger, tuvo la convicción de haber visto moverse una de las cortinas de la planta de arriba. Pero no lo podía afirmar a ciencia cierta porque había demasiada oscuridad.
Hasta las cuatro de la madrugada del sábado, el abogado Bjurman no la dejó vestirse. Lisbeth cogió su chupa de cuero y la mochila, y se dirigió, cojeando, hacia la salida, donde él la estaba esperando recién duchado y pulcramente vestido. Le dio un cheque de dos mil quinientas coronas.
– Te llevaré a casa -dijo, y abrió la puerta.
Ella salió del piso y se volvió hacia él. Su cuerpo parecía frágil y su cara estaba hinchada a causa de las lágrimas. Al cruzar las miradas él casi dio un paso atrás; en su vida había percibido un odio tan ferviente y visceral. Lisbeth Salander daba la impresión de ser exactamente tan demente como insinuaba su historial.
– No -dijo en voz tan baja que apenas la oyó-. Puedo volver a casa sola.
Le puso una mano sobre el hombro.
– ¿Seguro?
Ella asintió. Bjurman agarró su hombro con más fuerza.
– No te olvides de lo que hemos acordado: vuelve el sábado que viene.
Lisbeth volvió a asentir. Sumisa. Él la soltó.
Capítulo 14 Sábado, 8 de marzo – Lunes, 17 de marzo
Lisbeth Salander pasó toda la semana en cama con dolores en el bajo vientre y hemorragias anales, así como con otras heridas menos visibles que tardarían mucho más tiempo en curarse. Esta vez había sido una experiencia totalmente distinta a la primera violación que sufrió en el despacho; ya no se trataba de coacción y humillación, sino de una brutalidad sistemática.