Se dio cuenta tarde, demasiado tarde, de que se había equivocado por completo al juzgar a Bjurman.
Lo había visto como un hombre al que le gustaba ejercer el poder y dominar a los demás, no como un sádico consumado. La había tenido esposada toda la noche. En varias ocasiones, pensó que la iba a matar; de hecho, hubo un momento en el que le hundió una almohada en la cara hasta que ella sintió cómo se le dormía todo el cuerpo. Estuvo a punto de perder el conocimiento.
No lloró.
Aparte de las lágrimas causadas por el dolor puramente físico de la violación, no derramó ni una sola lágrima más. Tras abandonar el piso de Bjurman, fue cojeando hasta la parada de taxis de Odenplan, llegó a casa y subió las escaleras con mucho esfuerzo. Se duchó y se limpió la sangre. Luego bebió medio litro de agua y se tomó dos somníferos de la marca Rohypnol; acto seguido, se fue a la cama dando algunos traspiés y se tapó la cabeza con el edredón.
Se despertó dieciséis horas más tarde, el domingo a la hora de comer, con la mente en blanco e insistentes dolores de cabeza, músculos y bajo vientre. Se levantó, bebió dos vasos de yogur líquido y se comió una manzana. Luego se tomó dos somníferos más y regresó a la cama.
Hasta el martes no tuvo fuerzas para levantarse. Salió y compró un paquete grande de Billys Pan Pizza, metió dos pizzas en el microondas y llenó un termo de café. Luego se pasó toda la noche en Internet leyendo artículos y tratados sobre la psicopatología del sadismo.
Se fijó en un artículo publicado por un grupo feminista de Estados Unidos en el que la autora sostenía que el sádico elegía sus «relaciones» con una precisión casi intuitiva; la mejor víctima era la que pensaba que no tenía elección e iba a su encuentro voluntariamente El sádico se especializaba en individuos inseguros en situación de dependencia, y tenía una espeluznante capacidad para identificar a las víctimas más adecuadas
El abogado Bjurman la había elegido a ella.
Eso la hizo reflexionar.
Le daba una idea de cómo la veía la gente.
El viernes, una semana después de la segunda violación, Lisbeth Salander fue andando desde su casa hasta un estudio de tatuajes, en Hornstull, donde tenía hora reservada. No había más clientes en el local. El dueño la saludó con la cabeza al reconocerla.
Eligió un tatuaje pequeño y sencillo en forma de brazalete y le pidió que se lo hiciera en el tobillo. Le señaló el sitio con el dedo.
– Ahí la piel es muy fina. Duele mucho -advirtió el tatuador.
– No importa -respondió Lisbeth Salander, quitándose los pantalones y tendiéndole la pierna.
– De acuerdo, un brazalete. Ya tienes muchos tatuajes. ¿Estás segura de querer otro?
– Es para no olvidar -contestó.
El sábado Mikael Blomkvist abandonó el Café de Susanne a las dos, cuando cerró. Se había pasado toda la mañana metiendo datos en su iBook. Antes de volver a casa se acercó hasta Konsum para comprar comida y cigarrillos. Había descubierto la pölsa salteada con patatas y remolacha, un plato que no le había gustado nunca, pero que, por alguna razón, resultaba perfecto para la vida del campo.
A las siete de la tarde se quedó pensativo delante de la ventana. Cecilia Vanger no lo había llamado. Sus caminos se cruzaron brevemente al mediodía cuando ella se dirigía a la panadería de Susanne a comprar el pan, pero andaba demasiado absorta en sus pensamientos. Parecía que ese sábado no lo iba a llamar. Miró de reojo su pequeño televisor, que casi nunca encendía. Tampoco esta vez. En su lugar, se sentó en el sofá de la cocina y abrió una novela policíaca de Sue Grafton.
El sábado por la noche, a la hora acordada, Lisbeth Salander volvió al piso de Nils Bjurman, en Odenplan. La dejó entrar con una educada y acogedora sonrisa.
– ¿Cómo estás hoy, querida Lisbeth? -preguntó a modo de saludo.
Ella no contestó. Él le puso un brazo alrededor del hombro.
– Tal vez me pasara el otro día -dijo-. Te vi bastante hecha polvo.
Lisbeth le obsequió con una sonrisa agria y al abogado le invadió una repentina sensación de inseguridad. «Esta tía está chiflada. Que no se me olvide.» Se preguntaba si ella terminaría acostumbrándose y aceptando la situación.
– ¿Vamos al dormitorio? -preguntó Lisbeth Salander.
«Claro, que a lo mejor le va la marcha…» La condujo a la habitación pasándole un brazo por encima del hombro, tal y como hizo la vez anterior. «Hoy la trataré con más cuidado. Así me ganaré su confianza.» Ya había sacado las esposas; estaban sobre la cómoda. Hasta que llegaron a la cama el abogado Bjurman no advirtió que pasaba algo raro.
Era ella la que lo llevaba a él a la cama, y no al revés. Se quedó parado, mirándola desconcertado, cuando Lisbeth sacó algo del bolsillo de su cazadora. Al principio le pareció un teléfono móvil. Luego vio sus ojos.
– Di buenas noches -dijo ella.
Subió la pistola eléctrica hasta su axila izquierda y le disparó 75.000 voltios. Cuando sus piernas empezaron a flaquear, ella apoyó el hombro contra su cuerpo y empleó todas sus fuerzas para tumbarle sobre la cama.
Cecilia Vanger se sentía algo achispada. Había decidido no llamar a Mikael Blomkvist. La relación se había convertido en una ridícula comedia de alcoba en la que Mikael tenía que andar sigilosamente dando rodeos para poder ir a verla a su casa sin ser descubierto. Ella se comportaba como una colegiala enamorada incapaz de reprimir su deseo. Durante las últimas semanas su actitud había sido absurda.
«El problema es que me gusta demasiado -pensó-. Me va a hacer daño.» Permaneció un buen rato deseando que Mikael Blomkvist nunca se hubiera instalado en Hedeby.
Había abierto una botella de vino y se había tomado dos copas en la más completa soledad. Puso las noticias de la tele e intentó enterarse de cómo iba la política mundial, pero se cansó enseguida de los supuestamente sensatos comentarios que explicaban por qué era necesario que el presidente Bush destruyera Irak con sus bombas. En su lugar, se sentó en el sofá del salón y cogió El horrible láser, un libro de Gellert Tamas sobre el asesino racista de Estocolmo. Sólo fue capaz de leer un par de páginas antes de dejar el libro. El tema le había recordado inmediatamente a su padre. Se preguntaba en qué estaría pensando él ahora.
La última vez que se vieron de verdad fue en 1984, cuando lo acompañó a él y a su hermano Birger a cazar liebres al norte de Hedestad. Birger iba a probar un nuevo perro de caza, un Foxhound Hamilton que acababa de adquirir. Harald Vanger tenía setenta y tres años, y ella se esforzaba al máximo para aceptar su locura, que había convertido su infancia en una pesadilla y marcado toda su vida adulta.
Cecilia nunca fue tan frágil como en aquel momento de su vida. Hacía tres meses que su matrimonio se había ido al traste. Violencia doméstica… ¡qué expresión tan banal! Para ella adquirió la forma de un maltrato leve pero constante. Bofetadas, violentos empujones, repentinos cambios de humor y soportar que la tirara sobre el suelo de la cocina. Sus arrebatos resultaban siempre inexplicables y los abusos raramente eran lo suficientemente graves como para dejarle secuelas físicas. Evitaba golpearla con el puño. Cecilia ya se había hecho a ello.
Hasta el día en el que, sin pensárselo dos veces, le devolvió el golpe y él perdió el control por completo. La pelea acabó cuando el marido, fuera de sí, le tiró unas tijeras que se le clavaron en el omoplato.
Se arrepintió y, presa del pánico, la llevó al hospital, donde se inventó una historia sobre un extraño accidente cuya falsedad le quedó perfectamente clara a todo el personal de urgencias desde el mismo momento en que empezó a hablar. Ella estaba avergonzada. Le dieron doce puntos y estuvo ingresada dos días. Luego Henrik Vanger fue a buscarla y se la llevó a su casa. Desde entonces no había vuelto a hablar con su marido.