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Aquel soleado día de otoño, tres meses después de la ruptura del matrimonio, Harald Vanger estaba de buen humor, incluso amable. Pero de pronto, en medio del bosque, empezó a atacar a su hija con humillantes insultos y comentarios vulgares sobre su vida y sus hábitos sexuales, y le soltó que no le extrañaba que una puta como ella fuera incapaz de retener a un hombre a su lado.

Su hermano ni siquiera advirtió que las palabras de su progenitor impactaron en ella como latigazos En su lugar, Birger Vanger se rió y puso un brazo alrededor del hombro de su padre para, a su manera, quitarle hierro a la situación con comentarios del tipo «ya se sabe cómo son las mujeres» Le hizo un guiño tranquilizador a Cecilia e instó a Harald Vanger a que se fuera a una pequeña colina y se quedara un rato allí al acecho de alguna presa.

Hubo un momento en el que el tiempo pareció detenerse para Cecilia Vanger. Contempló a su padre y a su hermano y, de pronto, se percató de que la escopeta de caza que llevaba en la mano estaba cargada. Cerró los ojos. Fue la única alternativa que tuvo en ese momento para no levantar el arma y disparar los dos cartuchos. Quiso matarlos a los dos. Pero dejó caer la escopeta ante sus pies, se dio media vuelta y regresó andando al sitio donde habían aparcado el coche. Regresó a casa sola, abandonándolos allí a su suerte. Desde ese día sólo hablaba con su padre en muy contadas ocasiones, cuando se veía obligada por la situación. Se negó a dejarle entrar en su casa y jamás volvió a pisar el domicilio paterno.«Me has destrozado la vida -pensó Cecilia Vanger-. Me la destrozaste siendo yo una niña.»

A las ocho y media de la noche, Cecilia Vanger cogió el teléfono y llamó a Mikael Blomkvist para pedirle que fuera.

El abogado Nils Bjurman se retorcía de dolor. Sus músculos estaban inutilizados. Su cuerpo parecía paralizado. No estaba seguro de haber perdido la consciencia, pero se hallaba desorientado y no recordaba muy bien qué le había pasado. Cuando, poco a poco, fue recuperando el control de su cuerpo, se encontró desnudo, tumbado de espaldas sobre su cama, con las muñecas esposadas y dolorosamente despatarrado. Tenía quemaduras que le escocían en las zonas donde los electrodos habían entrado en contacto con su cuerpo.

Lisbeth Salander estaba tranquilamente sentada en una silla de rejilla que había acercado a la cama, donde, con las botas puestas, descansaba los pies mientras se fumaba un cigarrillo. Cuando Bjurman intentó hablar se dio cuenta de que su boca estaba tapada con cinta aislante. Giró la cabeza. Ella había sacado los cajones y vaciado su contenido.

– He encontrado tus juguetitos -dijo Salander.

Sostenía en la mano una fusta mientras rebuscaba en la colección de consoladores, bridas y máscaras de látex que había echado al suelo.

– ¿Para qué sirve esto? -dijo ella, mostrándole un enorme tapón anal-. No, no intentes hablar; digas lo que digas no te voy a entender. ¿Es esto lo que usaste conmigo la semana pasada? Basta con que asientas con la cabeza.

Se inclinó hacia él, expectante.

Nils Bjurman sintió repentinamente cómo un terror frío le recorría el pecho y perdió el control. Tiró de las esposas. Ella había tomado las riendas. Imposible. No pudo hacer nada cuando Lisbeth Salander se inclinó sobre él y le colocó el tapón entre las nalgas.

– Así que te va el sado -le dijo-. Te gusta meterle cositas a la gente, ¿verdad?

Ella lo clavó con la mirada; su cara era una inexpresiva máscara.

– Sin lubricante, ¿no?

Bjurman emitió un alarido a través de la cinta aislante cuando Lisbeth Salander, brutalmente, separó sus nalgas y le metió el tapón en su sitio.

– Deja de quejarte -dijo Salander, imitando su voz-. Si te pones bravo, voy a tener que castigarte.

Se levantó y bordeó la cama. Él, indefenso, la siguió con la mirada… «¿Qué coño va a hacer ahora?» Desde el salón, Lisbeth Salander llevó al dormitorio un televisor de 32 pulgadas sobre ruedas. En el suelo estaba el reproductor de deuvedés. Todavía con la fusta en la mano, lo miró.

– ¿Me estás prestando toda tu atención? -preguntó-. No intentes hablar: basta con que muevas la cabeza. ¿Me oyes?

Él asintió.

– Muy bien. -Se inclinó y cogió la mochila-. ¿La reconoces?

Él movió la cabeza.

– Es la mochila que llevaba cuando te visité la semana pasada. Es de lo más práctico. La he tomado prestada de Milton Security.

Abrió una cremallera que había en la parte inferior.

– Esto es una cámara digital. ¿Sueles ver Insider, en TV3? Es como las mochilas que usan esos terribles reporteros cuando graban algo con cámara oculta. -Cerró la cremallera-. ¿El objetivo? ¿Te estás preguntando dónde se esconde? Es el detalle más exquisito. Gran angular con fibra óptica. El ojo parece un botón y se oculta en el cierre del asa. Quizá recuerdes que coloqué la mochila aquí en la mesa antes de que empezaras a meterme mano. Me aseguré bien de que el objetivo apuntara hacia la cama.

Le mostró un disco y lo insertó en el aparato reproductor. Luego giró la silla situándola de manera que pudiera ver la pantalla del televisor y se sentó. Encendió otro cigarrillo y pulsó el botón de encendido. El abogado Bjurman se vio a sí mismo abrirle la puerta a Lisbeth Salander. «¿Ni siquiera te enseñaron las horas en el colegio?», saludó, irritado.

Le puso toda la película. Terminó al cabo de noventa minutos, en medio de una escena en la que el abogado Bjurman, desnudo, estaba sentado apoyado contra el cabecero de la cama, tomándose una copa de vino mientras contemplaba a Lisbeth Salander acurrucada en la cama con las manos esposadas en la espalda.

Apagó la tele y permaneció callada en la silla durante más de diez minutos sin mirarle. Bjurman ni siquiera se atrevió a moverse. Luego Lisbeth Salander se levantó y se dirigió al cuarto de baño. Cuando volvió, se sentó en la silla. Su voz resultaba tan áspera como el papel de lija.

– Cometí un error la semana pasada -dijo-. Creí que iba a tener que chupártela otra vez, lo cual, tratándose de ti, es de lo más asqueroso, pero no tanto como para no ser capaz de hacerlo. Creí que conseguiría fácilmente material con la suficiente calidad para demostrar que eres un asqueroso y baboso viejo. Te juzgué mal. No había entendido lo jodidamente enfermo que estás.

»Te voy a hablar claramente -prosiguió-. Esta película muestra cómo violas a una retrasada mental de veinticuatro años de la que has sido nombrado administrador. Y no tienes ni idea de lo retrasada que puedo llegar a ser si hace falta. Cualquiera que vea esto descubrirá que no sólo eres un mierda sino también un loco sádico. Ésta es la segunda y la última vez, espero, que veo esta película. Bastante instructiva, ¿a que sí? Yo creo que va a ser a ti a quien van a encerrar, no a mí. ¿Estás de acuerdo?

Lisbeth esperaba. Él no reaccionaba, pero ella pudo ver que estaba temblando. Agarró la fusta y le dio un latigazo en medio de sus órganos sexuales.

– ¿Estás de acuerdo? -repitió con una voz considerablemente más alta. Él asintió con la cabeza-. Muy bien. Entonces, eso ha quedado claro.

Acercó la silla y se sentó de modo que pudiera mirarle a los ojos.

– Bueno, ¿qué crees que debemos hacer para arreglar este asunto?

Él no pudo contestar.

– ¿Se te ocurre alguna buena idea?

Como él no reaccionaba, ella alargó la mano, lo cogió por los testículos y estiró hasta que la cara de Bjurman se retorció de dolor.

– ¿Se te ocurre alguna buena idea? -repitió.

Él negó con la cabeza.

– Bien. Porque espero que, en el futuro, no se te ocurra jamás ninguna idea; si no, me vas a cabrear la hostia. -Se reclinó en la silla y encendió otro cigarrillo-. Yo te diré lo que va a pasar: la semana que viene, en cuanto hayas podido cagar ese pedazo de tapón de goma del culo, le darás instrucciones al banco para que yo, única y exclusivamente yo, tenga acceso a mi cuenta. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?