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El abogado Bjurman asintió con la cabeza.

– Muy bien. Nunca jamás volverás a ponerte en contacto conmigo. En el futuro sólo nos reuniremos si a mí me da la gana. En otras palabras: acabas de recibir una orden en la que se te prohíben las visitas.

Él movió la cabeza afirmativamente varias veces para, acto seguido, suspirar. «No piensa matarme», pensó.

– Si vuelves a contactar conmigo, las copias de este disco llegarán a todas y cada una de las redacciones periodísticas de Estocolmo. ¿Entiendes?

Asintió repetidas veces. «Tengo que hacerme con la película.»

– Una vez al año, entregarás un informe positivo sobre mí a la comisión de tutelaje. Les comunicarás que llevo una vida perfectamente normal, que tengo un trabajo fijo, que mi comportamiento es impecable y que consideras que no existe absolutamente nada anormal en mi forma de actuar. ¿De acuerdo?

Él movió la cabeza afirmativamente.

– Cada mes redactarás un falso informe sobre tus supuestas reuniones conmigo. Darás cuenta, con gran detalle, de mi actitud positiva y de lo bien que me van las cosas. Me enviarás una copia por correo. ¿Está claro?

Él volvió a asentir. Lisbeth Salander reparó, con la mirada ausente, en las gotas de sudor que poblaban la frente de Bjurman.

– Dentro de unos años, vamos a decir dos, solicitarás una vista oral en el juzgado para obtener la revocación de mi declaración de incapacidad. Utilizarás los informes que habrás redactado acerca de nuestras falsas reuniones mensuales. Te ocuparás de buscar un loquero que jure que soy perfectamente normal. Tendrás que poner mucho de tu parte. Deberás hacer todo lo que esté en tu mano para que yo sea declarada mayor de edad.

Él asintió.

– ¿Sabes por qué tienes que esforzarte al máximo? Por una jodida razón: porque si fracasas, haré público el contenido de esta película.

Bjurman escuchó cada una de las sílabas que pronunció Lisbeth Salander. Un repentino estallido de odio apareció en sus ojos. Decidió que ella cometía un error dejándole con vida. «Esto lo pagarás caro, puta de mierda. Tarde o temprano. Te voy a destrozar.» Pero seguía asintiendo con fingido entusiasmo al responder a cada pregunta.

– Y lo mismo sucederá si intentas contactar conmigo -le dijo, pasándose un dedo de un lado a otro del cuello-. Dile adiós a este piso, a tu bonito título y a los millones de esa cuenta bancaria que tienes en el extranjero.

Los ojos se le pusieron como platos al oírla mencionar el dinero. «Cómo coño se habrá enterado…» Ella sonrió y se tragó el humo del tabaco. Luego tiró el cigarrillo sobre la moqueta y lo apagó pisándolo con el tacón.

– Quiero una copia de las llaves del piso y del despacho.

Él arqueó las cejas. Ella se inclinó hacia delante y le mostró una radiante sonrisa.

– De ahora en adelante yo controlaré tu vida. Cuando menos te lo esperes, quizá cuando estés durmiendo, apareceré por tu dormitorio con esto en la mano.

Le mostró la pistola eléctrica.

– Te voy a vigilar. Si vuelvo a pillarte con una chica, no importa si ha venido voluntariamente o no, si alguna vez te encuentro con una mujer, sea quien sea… -Lisbeth Salander se pasó nuevamente los dedos por el cuello-. Si yo muriera, si sufriera un accidente, si me atropellara un coche, o si me ocurriera algo…, los periódicos recibirían copias de la película. Además de una historia detallada en la que cuento qué significa tenerte a ti como administrador.

»Y otra cosa. -Se inclinó, acercando su cara a unos pocos centímetros de la del abogado-. Si me vuelves a tocar alguna vez, te mataré. Créeme.

El abogado Bjurman la creyó sin vacilar. En sus ojos pudo ver que no se estaba marcando un farol.

– Recuerda que estoy loca.

Él asintió.

Ella lo contempló pensativa.

– No creo que tú y yo vayamos a ser amigos -dijo Lisbeth Salander con voz seria-. Ahora mismo estás ahí tumbado congratulándote de que sea tan estúpida como para dejarte vivir. A pesar de ser mi prisionero, sientes que controlas la situación; piensas que lo único que haré, si no te mato, es soltarte. Así que albergas la esperanza de recuperar muy pronto tu poder sobre mí. ¿A que sí?

Preso, de repente, de malos presentimientos, él negó con la cabeza.

– Te voy a regalar una cosa para que te acuerdes siempre de nuestro pacto.

Le mostró una malévola sonrisa, se subió a la cama y se sentó de rodillas entre sus piernas. El abogado Bjurman no sabía lo que ella quería decir, pero sintió miedo. Acto seguido, descubrió una aguja en la mano de Lisbeth.

Movió bruscamente la cabeza de un lado a otro e intentó girar el cuerpo hasta que ella apoyó una rodilla contra su entrepierna y, a modo de advertencia, le apretó con fuerza

– Estate quieto. Es la primera vez que uso estos instrumentos.

Trabajó concentradamente durante dos horas. Al terminar, él ya había dejado de quejarse. Más bien parecía hallarse en un estado de apatía. Lisbeth se bajó de la cama, ladeó la cabeza y contempló su obra con mirada crítica. Su talento artístico dejaba mucho que desear. Las letras estaban torcidas, lo que les daba un toque impresionista. Le había tatuado un texto de cinco líneas, con letras mayúsculas azules y rojas que le cubrían todo el estómago y le bajaban desde los pezones hasta casi alcanzar el sexo: «soy un sádico cerdo, un hijo de puta y un violador».

Recogió las agujas y metió los cartuchos de tinta en su mochila. Luego fue al cuarto de baño y se lavó las manos. Al volver al dormitorio se dio cuenta de que se sentía considerablemente mejor.

– Buenas noches -dijo.

Antes de marcharse, abrió una de las esposas y le dejó la llave encima de su estómago. Se llevó la película y el juego de llaves del piso.

Mientras compartían un cigarrillo, poco después de la medianoche, Mikael le contó que no iban a poder verse durante un tiempo. Cecilia se volvió y lo miró asombrada.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó.

Él pareció avergonzarse.

– El lunes ingreso en la cárcel; tres meses.

Sobraba cualquier otra aclaración. Cecilia permaneció en silencio un buen rato. De repente le entraron ganas de llorar.

Dragan Armanskij había empezado a perder la esperanza cuando, inesperadamente, Lisbeth Salander llamó a su puerta el lunes por la tarde. No le había visto el pelo desde que canceló la investigación sobre el caso Wennerström, a principios de enero, y cada vez que intentaba hablar con ella, o no contestaba la llamada o colgaba el teléfono con la excusa de que estaba ocupada.

– ¿Algún trabajo para mí? -preguntó ella, ahorrándose los innecesarios saludos.

– Hola. Me alegro de verte. Creí que te habías muerto o algo así.

– Tenía que resolver un asunto.

– Te pasa bastante a menudo.

– Esto era urgente. Ya he vuelto. ¿Hay algo?

Armanskij negó con la cabeza.

– Sorry. Ahora mismo no.

Lisbeth Salander lo miró tranquilamente. Al cabo de un rato, Armanskij retomó el hilo y prosiguió:

– Lisbeth, ya sabes que te quiero mucho y que te hago encargos con gran placer. Pero llevas dos meses fuera y he estado hasta arriba de trabajo. Simplemente, no puedo fiarme de ti. Me he visto obligado a encomendarles las tareas a otros y ahora no tengo nada.

– ¿Puedes subir el volumen?

– ¿Qué?

– La radio.

… la revista Millennium. El comunicado de que el veterano industrial Henrik Vanger pasa a ser copropietario y a ocupar un puesto en la junta directiva de la revista Millennium llega el mismo día en el que el anterior editor jefe, Mikael Blomkvist, empieza a cumplir su condena de tres meses en la cárcel por haber difamado al empresario Hans-Erik Wennerström. La redactora jefe de Millennium, Erika Berger, anunció en rueda de prensa que Mikael Blomkvist recuperará su puesto cuando haya cumplido la pena.