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– ¡Hostia! -dijo Lisbeth Salander en voz tan baja que lo único que Armanskij advirtió fue que había movido los labios. Ella se levantó a toda prisa y se dirigió a la puerta.

– Espera. ¿Adónde vas?

– A casa. Voy a mirar unas cosas. Llámame cuando tengas algo.

La noticia de que Millennium contaría con la ayuda de Henrik Vanger era un acontecimiento considerablemente más importante de lo que Lisbeth Salander esperaba en principio. La edición digital de Aftonbladet ya publicaba un largo comunicado de la agencia de noticias TT, que resumía la carrera profesional de Henrik Vanger y constataba que era la primera vez en más de veinte años que el viejo magnate industrial hacía una aparición pública. La entrada como copropietario de Millennium se consideraba tan inverosímil como si de repente se dijera que los conservadores Peter Wallenberg o Erik Penser iban a figurar como socios de la revista ETC o como patrocinadores de Ordfiont Magasin

El acontecimiento era de tal envergadura que Rapport, en su edición de las siete y media de la tarde, lo sacó en tercer lugar y le dedicó tres minutos. Entrevistaron a Erika Berger en una mesa de reuniones de la redacción de Millennium. De buenas a primeras, el caso Wennerström volvía a ser noticia.

– El año pasado cometimos un grave error que acabó en condena por difamación. Naturalmente, es algo que lamentamos pero ya tendremos ocasión de retomar la historia en su momento.

– ¿Qué quiere decir con «retomar la historia»? -preguntó el periodista.

– Que, cuando llegue la hora, contaremos nuestra versión de lo sucedido, algo que, de facto, aún no hemos hecho.

– ¿Y por qué no lo hicieron en el juicio?

– Optamos por no contarlo. Pero, por supuesto, vamos a continuar con nuestra línea de periodismo de investigación.

– ¿Eso significa que siguen defendiendo la historia por la que les condenaron?

– De momento no tengo más comentarios al respecto.

– Pero tras la sentencia despidieron a Mikael Blomkvist.

– En absoluto, se equivoca. Lea nuestro comunicado de prensa. Mikael necesitaba un merecido descanso. Volverá como editor jefe más tarde, este mismo año

La cámara ofreció una visión panorámica de la redacción, mientras el presentador resumía el agitado pasado de Millennium, una singular y rebelde revista. Mikael Blomkvist no se encontraba en disposición de hacer comentarios. Acababa de ser encerrado en el centro penitenciario de Rullåker, situado junto a un pequeño lago en medio del bosque, a unos diez kilómetros de Östersund, en la provincia de Jämtland.

A un lado de la imagen televisiva, Lisbeth Salander vio, de repente, a Dirch Frode apareciendo por una puerta de la redacción. Pensativa, arqueó las cejas y se mordió el labio inferior.

Había sido un lunes pobre en sucesos, así que en la edición de las nueve le dedicaron cuatro minutos enteros a Henrik Vanger. La entrevista tuvo lugar en un estudio de la televisión local de Hedestad. El periodista empezó diciendo que «después de dos décadas de silencio, el legendario industrial Henrik Vanger vuelve a estar en el candelero». El reportaje se inició presentando la vida de Henrik Vanger con unas imágenes televisivas en blanco y negro, donde se le veía con el primer ministro Tage Erlander inaugurando fábricas en los años sesenta. Luego, la cámara enfocó el sofá del estudio donde Henrik Vanger estaba confortable y tranquilamente sentado, con las piernas cruzadas. Llevaba una camisa amarilla, una estrecha corbata verde y una cómoda americana marrón oscuro. A nadie se le pasó por alto que era como un viejo y demacrado espantapájaros, pero hablaba con una voz firme y clara. Y sin pelos en la lengua. El reportero comenzó por preguntar qué le había llevado a ser socio de Millennium.

– Millennium es una revista muy buena que llevo siguiendo desde hace varios años. Hoy en día se encuentra asediada. Tiene poderosos enemigos que lo han organizado todo para que los anunciantes la boicoteen y se hunda por completo.

Evidentemente, el periodista no estaba preparado para una respuesta así, pero enseguida se olió que la historia, ya de por sí bastante particular, cobraba un carácter totalmente inesperado.

– ¿Y quién está detrás de ese boicot?

– Es una de las cosas que Millennium, va a estudiar minuciosamente. Pero permítame aprovechar esta oportunidad para comunicar que Millennium no se va a dejar hundir tan fácilmente.

– ¿Es ésa la razón por la que usted ha entrado en la revista como socio?

– Sería muy triste para la libertad de expresión que los intereses particulares tuvieran el poder de acallar las voces de los medios de comunicación que les parecen molestas.

Henrik Vanger hablaba como si su punto de vista cultural fuese de lo más radical y llevara toda la vida luchando por la libertad de expresión. En la sala de televisión del centro penitenciario de Rullåker que estrenaba esa noche, Mikael Blomkvist soltó una inesperada carcajada. Los otros reclusos lo miraron de reojo con cierta inquietud.

Más tarde -echado sobre la cama de su celda, que le recordaba a una pequeña habitación de motel, amueblada con una mesita, una silla y una estantería fija en la pared- admitió que Henrik y Erika habían tenido razón en cuanto a cómo se debía lanzar la noticia. Sin comentar el tema con nadie, ya sabía que algo había cambiado con respecto a la opinión que la gente tenía de Millennium.

La aparición de Henrik Vanger no era más que una directa declaración de guerra contra Hans-Erik Wennerström. El mensaje era claro como el agua: ya no te estás enfrentando a una revista con seis empleados cuyo presupuesto anual equivale al de una simple comida de negocios del Wennerstroem Group. Ahora también te enfrentas a las empresas Vanger, que, bien es cierto, no son más que una sombra de la grandeza de antaño, pero que, aun así, constituyen un desafío bastante mayor. Wennerström podía elegir: o retirarse del conflicto o intentar aniquilar también a las empresas Vanger.

Lo que Henrik Vanger acababa de decir por televisión significaba que estaba dispuesto a luchar. Puede que no tuviera nada que hacer contra Wennerström, pero la guerra iba a salirle muy cara.

Erika había medido sus palabras con mucho esmero. En realidad, no dijo nada, pero la afirmación de que la revista todavía «no había dado cuenta de su versión» sugería que, efectivamente, había algo que contar. A pesar de que Mikael había sido acusado y condenado e, incluso, encarcelado, Erika sostuvo -sin decirlo- que era realmente inocente y existía otra verdad.

Al no haber usado abiertamente la palabra «inocente», su inocencia parecía más obvia. El hecho de que se le pensara restituir como responsable de la revista subrayaba que Millennium no tenía nada de que avergonzarse. A ojos del público, la credibilidad no era un problema: a todo el mundo le gustan las teorías conspirativas y, a la hora de elegir entre un empresario forrado y una redactora jefe rebelde y guapa, no resultaba difícil adivinar hacia dónde se inclinarían las simpatías. Aunque los medios de comunicación no iban a tragarse la historia tan fácilmente, tal vez Erika hubiera desarmado ya a unos cuantos críticos que no se atreverían a plantarles cara.

En realidad, ninguno de los acontecimientos del día provocó un cambio en la situación, pero les permitió ganar tiempo y modificar levemente el equilibrio de fuerzas. Mikael se imaginó que esa noche Wennerström lo estaría pasando mal. Wennerström desconocía si ellos sabían mucho o poco, de modo que tendría que averiguarlo antes de efectuar su próxima jugada.

Tras haber visto su propia aparición televisiva, seguida de la de Henrik Vanger, Erika, con gesto adusto, apagó la televisión y el vídeo. Miró el reloj: las tres menos cuarto de la madrugada; se resistió al impulso de llamar a Mikael. Estaba preso y resultaba improbable que tuviera el móvil en la celda. Ella había llegado tan tarde al chalé de Saltsjöbaden que su marido ya dormía. Se levantó, se dirigió al mueble bar, se sirvió una considerable cantidad de Aberlour -casi nunca tomaba alcohol, como mucho una vez al año-, y se sentó junto a la ventana mirando al mar y al faro del estrecho de Skuru.