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Aquella vez, cuando se quedaron solos tras cerrar el acuerdo con Henrik Vanger, Mikael y Erika intercambiaron unas palabras bastante fuertes. A lo largo de los años habían discutido en más de una ocasión sobre cómo enfocar un texto, cómo maquetar, cómo evaluar la credibilidad de las fuentes y miles de cosas relacionadas con la edición de una revista. Pero la discusión en la casa de invitados de Henrik Vanger tocó una serie de principios que le hicieron aventurarse por terreno resbaladizo.

– Ahora no sé qué hacer -le había dicho Mikael-. Henrik Vanger me ha contratado para redactar su autobiografía. Hasta hoy yo podía levantarme e irme en cuanto intentara hacerme escribir alguna mentira, o tan pronto como quisiera convencerme de que debía cambiar el enfoque de la historia. Ahora es uno de los propietarios de nuestra revista, más aún, es el único que tiene suficientes medios económicos para salvarla. De repente, me encuentro jugando a dos bandas, cosa que a la comisión de ética profesional, sin duda, no le gustaría lo más mínimo.

– ¿Tienes alguna idea mejor? -replicó Erika-. Éste es el momento de soltarla, antes de pasar a limpio el acuerdo y firmarlo.

– Ricky, Vanger nos está utilizando para llevar a cabo su venganza personal contra Hans-Erik Wennerström.

– So what? Si alguien busca la venganza personal contra Wennerström, somos nosotros.

Mikael le volvió la espalda e, irritado, encendió un cigarrillo. La discusión continuó un buen rato, hasta que Erika se fue al dormitorio, se desnudó y se acostó. Fingía dormir cuando, dos horas más tarde, Mikael se metió en la cama a su lado.

Esa misma noche, un periodista del Dagens Nyheter le había hecho una pregunta idéntica:

– ¿Cómo va a poder Millennium defender su independencia con credibilidad?

– ¿Qué quieres decir?

El periodista arqueó las cejas. Le pareció que la pregunta había sido lo suficientemente clara, pero, aun así, se explicó.

– El cometido de Millennium consiste, entre otras cosas, en vigilar de cerca a las empresas. Pero ahora, ¿cómo podría defender, de manera creíble, que hace lo mismo con las empresas Vanger?

Erika lo miró perpleja, como si la pregunta la hubiese cogido completamente por sorpresa.

– ¿Quieres decir que la credibilidad de Millennium va a disminuir simplemente porque un conocido inversor con recursos haya entrado en escena?

– Pues sí, creo que resulta bastante obvio que a partir de ahora la revista no podrá examinar a las empresas Vanger con credibilidad.

– ¿Y esa regla sólo se aplica a Millennium?

– ¿Perdón?

– Quiero decir: tú sí que trabajas para un periódico que está en manos de importantes intereses económicos. ¿Significa eso que ninguno de los periódicos publicados por el Grupo Bonnier tiene credibilidad? La propietaria de Aftonbladet es una gran empresa noruega que, a su vez, desempeña un importante papel dentro del mundo de la informática y la comunicación. ¿Quiere decir que la cobertura que Aftonbladet lleva a cabo sobre la industria electrónica no resulta creíble? El dueño de Metro es el Grupo Stenbeck. ¿Estás afirmando, acaso, que ningún periódico sueco que esté en manos de importantes intereses económicos tiene credibilidad?

– No, claro que no.

– Entonces, ¿por qué insinúas que la credibilidad de Millennium va a reducirse por el simple hecho de que nosotros también tengamos patrocinadores?

El periodista levantó las manos.

– Vale, retiro la pregunta.

– No. No lo hagas. Quiero que escribas exactamente lo que te acabo de decir. Y puedes añadir que si el Dagens Nyheter se compromete a observar más detenidamente a las empresas Vanger, nosotros haremos lo mismo con el Grupo Bonnier.

Pero sí que era un dilema ético.

Mikael trabajaba para Henrik Vanger, quien, a su vez, se encontraba en posición de hundir a Millennium de un solo plumazo. Si Mikael y Henrik Vanger se enemistaran por algún motivo, ¿qué ocurriría?

Y, sobre todo, ¿qué precio ponía ella a su propia credibilidad, y en qué momento pasaría de ser una redactora independiente a una corrupta? No le gustaban ni las preguntas ni las respuestas.

Lisbeth Salander se desconectó de la red y apagó su PowerBook. No tenía trabajo pero sí hambre. Lo primero no la preocupaba, especialmente desde que había recuperado el control de su cuenta corriente, y el abobado Bjurman se había convertido en una simple molestia pasajera del pasado. Lo del hambre lo solucionó yendo a la cocina y poniendo la cafetera. Se preparó tres grandes rebanadas de pan con queso, paté de pescado y un huevo duro muy cocido: era lo primero que tomaba en muchas horas. Mientras repasaba la información que había bajado de Internet, se lo comió todo en el sofá del salón.

Un tal Dirch Frode, de Hedestad, la había contratado para hacer una investigación personal sobre Mikael Blomkvist, condenado a prisión por difamar al empresario Hans-Erik Wennerström. Unos meses después, Henrik Vanger, también de Hedestad, entraba en la junta directiva de Millennium y declaraba que existía una conspiración para hundir a la revista, todo ello el mismo día en el que Mikael Blomkvist ingresaba en la cárcel. Y lo más fascinante: un artículo publicado hacía dos años sobre el pasado de Hans-Erik Wennerström, «Con las manos vacías», que había encontrado en la edición digital de la revista Finansmagasinet Monopol. Allí estaba escrito que inició su despegue económico precisamente en las empresas Vanger, a finales de los años sesenta.

No hacía falta ser un superdotado para llegar a la conclusión de que los acontecimientos, de alguna forma, debían de estar relacionados. En algún sitio había gato encerrado y a Lisbeth Salander le encantaba soltar a los gatos encerrados. Además, no tenía nada mejor que hacer.

TERCERA PARTE. Fusiones

Del 16 de mayo al 14 de julio

En Suecia el trece por ciento de las mujeres han sido víctimas

de una violencia sexual extrema fuera del ámbito de sus relaciones sexuales.

Capítulo 15 Viernes, 16 de mayo – Sábado, 31 de mayo

Mikael Blomkvist abandonó el centro penitenciario de Rullåker el viernes 16 de mayo, dos meses después de haber sido encarcelado. El mismo día en el que ingresó había presentado, sin muchas esperanzas, una petición de reducción de condena. Nunca le quedaron claras las causas técnicas por las que lo soltaron, pero sospechaba que tal vez tuviera que ver con el hecho de no haber utilizado ninguno de sus permisos de fin de semana, y con que la ocupación del centro fuera de cuarenta y dos personas, cuando el número de plazas se calculaba en treinta y una. Fuera como fuese, el director, un exiliado polaco de unos cuarenta años llamado Peter Sarowsky, con quien Mikael se entendía muy bien, dio el visto bueno para acortarle el tiempo de condena.

Los días que pasó en Rullåker resultaron tranquilos y agradables. El centro estaba destinado -en palabras de Sarowsky- a gente que se había metido en líos y a conductores ebrios, no a verdaderos criminales. Las rutinas diarias recordaban a las de un albergue. Sus cuarenta y un compañeros de prisión, la mitad de los cuales estaba compuesta por inmigrantes de segunda generación, consideraban a Mikael como una especie de rara avis dentro del grupo, lo cual -¿qué duda cabía?- resultaba cierto. Era el único prisionero que salía en la tele, lo que le otorgaba cierto estatus; ninguno de ellos lo consideraba un delincuente de verdad.