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– No he encontrado absolutamente nada.

El viejo lo observó con una atenta expresión en su rostro. Renunció a comentar la respuesta de Mikael y finalmente asintió.

– No sé qué pensáis vosotros, jóvenes, pero ya va siendo hora de que me retire. Gracias por la cena, Cecilia. Buenas noches, Erika. Pásate a verme mañana antes de irte.

En cuanto Henrik Vanger cerró la puerta, reinó el silencio. Fue Cecilia quien lo rompió.

– Mikael, ¿qué es lo que le ha pasado?

– Que Henrik Vanger es igual de sensible a las reacciones de la gente que un sismógrafo. Anoche, cuando pasaste a verme, estaba hojeando un álbum de fotos.

– Vi algo. No sé qué, no consigo precisar qué es. Fue algo que casi se convierte en idea, pero se me escapó.

– Pero ¿en qué estabas pensando?

– Simplemente no lo sé. Luego llegaste tú, y yo… mmm… tuve cosas más agradables en las que pensar.

Cecilia se ruborizó. Evitó la mirada de Erika y salió disparada a la cocina para preparar café.

Era un cálido y soleado día de mayo. La naturaleza había eclosionado, mostrando su mejor verdor, y Mikael se sorprendió a sí mismo canturreando la vieja canción tradicional Llega la época de las flores.

Erika pasó la noche en el cuarto de invitados de Henrik. Tras la cena, Mikael le había preguntado a Cecilia si quería compañía; ella le contestó que debía preparar las juntas de evaluación y que, además, se encontraba cansada y deseaba descansar. El lunes a primera hora de la mañana Erika se despidió de Mikael con un beso en la mejilla y abandonó la isla de Hedeby.

Cuando Mikael entró en la cárcel a mediados de marzo, la nieve todavía cubría el paisaje con su pesado manto. Ahora los abedules estaban echando sus primeras hojas y el césped de alrededor de su casa se mostraba abundante y rebosante de salud. Por primera vez tuvo la oportunidad de dar una vuelta por toda la isla. Hacia las ocho se fue a casa de Anna y pidió prestado un termo. Habló brevemente con Henrik, que se acababa de levantar, y éste le dejó su mapa de la isla. Quería echarle un vistazo a la cabaña de Gottfried, que, indirectamente, aparecía varias veces en la investigación policial, ya que Harriet había pasado algún tiempo allí. Henrik explicó que la cabaña pertenecía a Martin Vanger, pero que generalmente permanecía deshabitada desde hacía ya algunos años. Sólo en contadas ocasiones algún familiar se alojaba allí.

Mikael logró pillar a Martin Vanger justo de camino a su trabajo en Hedestad. Le explicó sus planes y pidió prestada la llave. Martin le observó con una divertida sonrisa.

– Supongo que la crónica familiar ha llegado al capítulo de Harriet.

– Sólo quería echar un vistazo…

Martin Vanger le rogó que esperara un momento y, en un abrir y cerrar de ojos, volvió con la llave.

– Entonces, ¿no te importa?

– Por mí, puedes instalarte allí si quieres. La verdad es que se trata de una casa mucho más agradable que la que tienes. La única pega es que está situada en la otra punta de la isla.

Mikael preparó café y unos sándwiches. Antes de salir, llenó una botella de agua y lo metió todo en una mochila que se colgó del hombro. Siguió un camino estrecho y medio cubierto de vegetación, que se extendía a lo largo de la bahía de la parte norte de la isla. La cabaña de Gottfried se encontraba al final de la punta, a unos dos kilómetros del pueblo, pero Mikael tardó sólo media hora en recorrer el trayecto a paso lento.

Martin Vanger tenía razón. Al salir de una curva del estrecho camino, un frondoso paraje apareció junto al agua. La vista era maravillosa. Enfrente quedaba la desembocadura del río; a la izquierda, el puerto de Hedestad, y a la derecha, el puerto industrial.

Le sorprendió que nadie hubiese ocupado la cabaña de Gottfried. Se trataba de una construcción rústica de madera, con troncos transversales de mordiente oscuro, el tejado de teja, los marcos de las ventanas pintados de verde, y un porche pequeño y soleado delante de la puerta de la entrada. Sin embargo, resultaba evidente que el mantenimiento de la cabaña y el jardín había sido desatendido durante bastante tiempo; la pintura de las puertas y de las ventanas se había desconchado, y lo que debería haber sido césped eran ahora unos arbustos de un metro de alto. Haría falta una buena jornada de trabajo, provisto de guadaña y sierra, para arreglar ese jardín.

Mikael abrió la puerta con la llave y, desde dentro, desatornilló las contraventanas. La estructura básica parecía ser un viejo granero de unos treinta y cinco metros cuadrados. El interior estaba revestido con unas tablas de madera y consistía en un solo espacio con amplias ventanas, a ambos lados de la puerta, cuyas vistas daban al mar. Al fondo, una escalera conducía a un loft abierto que abarcaba la mitad de la superficie de la cabaña. Debajo de la escalera había un pequeño hueco con una cocina de camping gas, un fregadero y un armario. El mobiliario era sencillo; a la izquierda de la puerta, un banco fijado a la pared, una desvencijada mesa de trabajo y una estantería con baldas de teca. Más abajo, en el mismo lado, había tres roperos. A la derecha de la puerta, una mesa redonda para comer con cinco sillas de madera y, en medio de la pared más corta, una chimenea.

La cabaña carecía de electricidad; en su lugar, había varias lámparas de queroseno. En una ventana había un viejo transistor de la marca Grundig con la antena rota. Mikael pulsó un botón para encenderlo, pero las pilas estaban gastadas.

Mikael subió por la estrecha escalera y paseó la mirada por todo el loft: una cama de matrimonio, un colchón sin ropa de cama, una mesilla de noche y una cómoda.

Mikael dedicó un rato a registrar la cabaña. Aparte de unas toallas y ropa blanca con un débil olor a moho, no vio nada más en el interior de la cómoda. En los armarios había unas viejas prendas de ropa de trabajo, un mono, un par de botas de agua, un par de desgastadas zapatillas de deporte y una estufa de queroseno. Los cajones del escritorio contenían folios, lápices, un cuaderno vacío, una baraja de cartas y unos puntos de libro. El armario de la cocina contenía platos, tazas de café, vasos, velas, unos paquetes de sal, bolsitas de té y cosas por el estilo. En un cajón de la mesa que servía para comer descubrió unos cubiertos.

Los únicos vestigios de naturaleza intelectual los encontró en la estantería de encima del escritorio. Mikael cogió una silla y se subió encima para echar un vistazo a los estantes. En el inferior, vio unos números atrasados de las revistas Se, Rekordmagasinet, Tidsfördriv y Lektyr, de finales de los años cincuenta y principios de los sesenta. También Bildjournalen de 1965 y 1966, Mitt Livs Novell y unos cuantos tebeos: 91:an, Fantomen y Romans. Mikael abrió un ejemplar de Lektyr de 1964 y constató que la mujer del póster central tenía un aspecto bastante inocente.

Allí habría unos cincuenta libros. Aproximadamente la mitad eran novelas negras, edición de bolsillo, pertenecientes a la serie Manhattan de la editorial Wahlström. Mickey Spillane aparecía en títulos como No esperes ninguna clemencia, con la clásica portada de Bertil Hegland. También encontró media docena de libros Kitty, algunos ejemplares de Los cinco de Enid Blyton y un volumen de Los detectives gemelos de Sivar Ahlrud: El misterio del metro. Mikael sonrió con nostalgia. Tres libros de Astrid Lindgren: Los niños de Bullerbyn, El superdetective Kalle Blomkvist y Rasmus, y Pippi Calzaslargas. El estante superior tenía un libro que hablaba sobre la radio de onda corta, dos libros de astronomía, uno sobre pájaros, otro titulado El imperio del mal, que trataba de la Unión Soviética, uno más sobre la guerra de Invierno de Finlandia, el catecismo de Lutero, un libro de salmos y la Biblia.

Mikael abrió la Biblia y en la parte interior de la cubierta pudo leer: «Harriet Vanger, 12/5/1963». La Biblia de la confirmación de Harriet. Algo desalentado, dejó el volumen en su sitio.