Cuando Henrik Vanger levantó la vista de la pantalla, estaba pálido. De repente, Mikael se asustó y le puso una mano sobre el hombro. Henrik Vanger hizo un gesto, como quitándole importancia. Permaneció callado un rato.
– Maldita sea, has hecho lo que yo consideraba imposible. Has descubierto algo completamente nuevo. ¿Cómo vas a seguir?
– Tengo que encontrar esa foto, si es que existe.
No mencionó nada acerca de la cara de la ventana ni que sospechaba de Cecilia Vanger, demostrando de este modo que distaba mucho de ser un detective privado objetivo.
Cuando Mikael salió, Harald Vanger ya no estaba; seguramente se había vuelto a meter en su cueva. Al doblar la esquina, descubrió que había alguien sentado en la entrada de su casa, leyendo el periódico y dándole la espalda. Por una fracción de segundo tuvo la impresión de que se trataba de Cecilia Vanger, pero enseguida se dio cuenta de que no era así. En el porche vio a una chica morena a la que reconoció inmediatamente al acercarse un poco más.
– Hola, papá -dijo Pernilla Abrahamsson.
Mikael le dio un abrazo muy fuerte.
– ¿De dónde diablos sales tú?
– De casa, ¿de dónde si no? Voy de camino a Skellefteå. Me quedo aquí a pasar la noche.
– ¿Y cómo has dado con esto?
– Mamá sabía dónde estabas. Y pregunté en el café de allí arriba dónde vivías. La mujer me enseñó el camino. ¿Soy bienvenida?
– Claro. Ven, entra. Tenías que haberme avisado y habría comprado alguna comida especial o habría preparado algo.
– Me dejé llevar por un impulso. Quería felicitarte por la salida de la cárcel y como no me has llamado…
– Lo siento.
– No pasa nada. Mamá me ha contado que siempre andas absorto en tus pensamientos.
– ¿Eso es lo que dice de mí?
– Más o menos. Pero da igual. Te quiero de todas maneras.
– Yo también te quiero, pero ya sabes…
– Lo sé. Ya soy mayorcita.
Mikael preparó té y sacó bollos y pastas. Se dio cuenta de que, en efecto, lo que decía su hija era verdad. Ya no era una niña, tenía casi diecisiete años y pronto sería una mujer adulta. Tenía que aprender a dejar de tratarla como a una cría.
– Bueno, ¿y cómo ha sido?
– ¿El qué?
– La cárcel.
Mikael se rió.
– ¿Me creerías si te dijera que ha sido como unas vacaciones pagadas en las que he podido dedicarme a pensar y escribir?
– Totalmente. No creo que haya mucha diferencia entre una cárcel y un monasterio; y la gente siempre se mete en monasterios para meditar y desarrollarse como personas.
– Pues sí, es una manera de verlo. Espero que no hayas tenido problemas por tener un padre en la cárcel.
– En absoluto. Estoy orgullosa de ti y aprovecho cualquier oportunidad para alardear de que te metieron en la cárcel por tus convicciones.
– ¿Convicciones?
– Vi a Erika Berger en la tele.
Mikael se puso pálido. Se había olvidado por completo de su hija cuando Erika diseñó la estrategia; según parecía, ella pensaba que su padre era tan inocente y puro como la nieve recién caída.
– Pernilla, yo no era inocente. Siento no poder hablar de lo que pasó, pero no me condenaron injustamente. El tribunal dictó sentencia basándose en los datos que tenía.
– Pero nunca les contaste tu versión.
– No, porque no puedo probarla. Metí la pata hasta el fondo y por eso tuve que ingresar en prisión.
– Vale. Entonces, contéstame a esta pregunta: ¿es un canalla Wennerström o no?
– Es uno de los cabrones más malvados que he conocido en toda mi vida.
– Vale. Ya está. Con eso me vale. Tengo un regalo para ti.
Sacó un paquete de su bolsa. Mikael lo abrió y encontró un cede con lo mejor de Eurythmics. Ella sabía que era uno de sus grupos favoritos. Él le dio un abrazo, metió inmediatamente el disco en su iBook y escucharon juntos Sweet Dreams.
– ¿Qué vas a hacer en Skellefteå? -preguntó Mikael.
– Estudios bíblicos en el campamento de una congregación que se llama La Luz de la Vida -dijo Pernilla como si fuese la cosa más natural del mundo.
A Mikael se le puso el vello de punta.
Se percató del gran parecido que había entre su hija y Harriet Vanger. Pernilla tenía dieciséis años, los mismos que Harriet cuando desapareció. Las dos contaban con un padre en cierto sentido ausente. Ambas se sentían atraídas por el entusiasmo religioso de sectas algo raras; Harriet por la congregación pentecostal del lugar y Pernilla por la filial de un grupo igual de chalado como La Palabra de la Vida.
Mikael no supo muy bien cómo abordar ese recién despertado interés de su hija por la religión. Temía entrometerse en su vida, inmiscuirse en su derecho a decidir por ella misma qué camino seguir. Al mismo tiempo, La Luz de la Vida era precisamente el tipo de congregación que Erika y él -sin duda alguna y de muy buena gana- no vacilarían en denunciar en un sarcástico reportaje de Millennium. Decidió tratar el tema con la madre de Pernilla en cuanto tuviera ocasión.
Esa noche Pernilla durmió en la cama de Mikael; él, por su parte, se instaló en el arquibanco de la cocina. Se despertó con tortícolis y los músculos doloridos. Pernilla estaba ansiosa por seguir su viaje, de modo que Mikael preparó el desayuno y luego la acompañó a la estación. Les quedaba un rato antes de que saliera el tren, así que compraron café en Pressbyrån y se sentaron en un banco al final del andén para charlar un rato. Unos minutos antes de llegar el tren, Pernilla cambió de tema.
– No te gusta que me vaya a Skellefteå -le soltó de golpe.
Mikael no supo qué contestar.
– No tienes por qué preocuparte. Tú no eres creyente, ¿verdad?
– No, supongo que no; por lo menos no lo que se entiende por un buen creyente.
– ¿No crees en Dios?
– No, no creo en Dios, pero respeto que tú lo hagas. Todos necesitamos creer en algo.
Cuando el tren entró en la vía, se abrazaron durante mucho tiempo, hasta que Pernilla tuvo que subir al vagón. Al alcanzar la puerta se dio media vuelta.
– Papá, no pretendo evangelizarte. Por mí, eres libre de creer en lo que quieras; yo siempre te querré. Pero pienso que harías bien en continuar con tus estudios bíblicos.
– ¿Qué quieres decir?
– He visto las citas que tenías puestas en la pared -dijo-. ¿Por qué son tan sombrías y neuróticas? Venga, un beso. Hasta pronto.
Lo saludó con la mano y desapareció. Mikael se quedó perplejo en el andén viendo salir el tren con dirección norte. Hasta que éste no desapareció en la curva no asimiló el significado del comentario de despedida; una sensación gélida invadió su pecho.
Mikael salió corriendo de la estación mirando su reloj. Faltaban cuarenta minutos para la salida del autobús a Hedeby. Sus nervios no soportarían una espera tan larga. Cruzó a toda prisa la plaza hasta la parada de taxis, donde encontró a Hussein con su dialecto de Norrland. Diez minutos más tarde, Mikael pagó el taxi y entró inmediatamente en su estudio. El papel estaba pegado con celo sobre su mesa.
Magda -32016
Sara -32109
RJ – 30112
RL – 32027
Mari -32018
Recorrió el cuarto con la mirada y cayó en la cuenta de dónde podía encontrar una Biblia. Se llevó el papel, buscó las llaves que había dejado en un cuenco de la ventana y se fue corriendo por todo el camino hasta la cabaña de Gottfried. Cuando bajó la Biblia de Harriet de la estantería, las manos casi le temblaban.
Harriet no había apuntado números de teléfono. Las cifras se referían a capítulos y versos del Levítico, el tercer libro del Pentateuco. La legislación de castigos.
(Magda) Levítico, capítulo 20, versículo 16:
Si una mujer se acerca a una bestia para unirse con ella, matarán a la mujer y a la bestia: ambas serán castigadas con la muerte y su sangre caerá sobre ellas.