– ¿A qué viene esa sonrisa burlona? -preguntó ella.
– Perdóname. La verdad es que no tenía prevista una entrada así. No pretendía asustarte, algo que, al parecer, he hecho. Pero deberías haberte visto la cara cuando abriste la puerta. Eso no tiene precio. No he podido resistir la tentación de tomarte un poco el pelo.
Silencio. Para su sorpresa, Lisbeth Salander encontró su forzosa compañía bastante aceptable o, cuando menos, no desagradable.
– Considéralo como mi venganza personal por haber hurgado en mi vida privada -añadió con regocijo-. ¿Me tienes miedo?
– No -contestó Salander.
– Bien. Porque no estoy aquí para castigarte ni para pelearme contigo.
– Si intentas algo conmigo, te haré daño. Mucho daño.
Mikael la examinó detenidamente. Medía poco más de un metro y medio; no daba la impresión de ser capaz de oponer mucha resistencia si él hubiese sido un malhechor y hubiese forzado la puerta de su casa. Pero sus ojos eran inexpresivos y tranquilos.
– No va a ser necesario -dijo al final-. No vengo con malas intenciones. Necesito hablar contigo. Si quieres que me vaya, no tienes más que decírmelo. -Mikael reflexionó un instante antes de seguir-: Por raro que pueda parecer me da la impresión de que… bah -interrumpió la frase.
– ¿Qué?
– No sé si esto suena sensato, pero hace cuatro días ni siquiera sabía de tu existencia. Luego pude leer el informe que hiciste sobre mí -rebuscó en la bolsa y lo sacó-, y no me hizo mucha gracia. -Se calló y miró un instante por la ventana-. ¿Me das un cigarrillo?
Ella le acercó el paquete.
– Has dicho antes que no nos conocemos y te he contestado que no es verdad -dijo, señalando el informe-. Todavía no me he puesto a tu altura: sólo he hecho un pequeño control rutinario para enterarme de tu dirección, tu fecha y lugar de nacimiento y datos de ese tipo, pero tú, sin lugar a dudas, sabes infinitamente más de mí. La mayoría son cosas muy personales que sólo mis amigos más íntimos conocen. Y ahora estoy en tu cocina desayunando bagels contigo. Tan sólo hace media hora que nos hemos visto las caras y de repente me ha dado la sensación de que llevamos años siendo amigos. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
Ella asintió con la cabeza.
– Tienes unos ojos muy bonitos -dijo Mikael.
– Tú tienes unos ojos muy dulces -contestó Lisbeth.
Mikael no supo apreciar si lo había dicho con ironía o no.
Silencio.
– ¿Por qué estás aquí? -le soltó ella de buenas a primeras.
Kalle Blomkvist -a Lisbeth le vino a la mente el apodo, pero reprimió el impulso de pronunciarlo- puso de pronto un rostro serio. Sus ojos reflejaban cansancio. La seguridad de la que había hecho gala al entrar había desaparecido y Lisbeth llegó a la conclusión de que las bromas se habían terminado o de que, al menos, se dejaban de lado momentáneamente. Por primera vez, tuvo la sensación de que la estaba examinando a fondo, con una reflexiva seriedad. No fue capaz de determinar lo que pasaba por su cabeza, pero sintió inmediatamente que una sombra se cernía en el ambiente.
Lisbeth Salander sabía que su calma no era más que superficial, que no controlaba del todo sus nervios. La visita de Blomkvist, completamente inesperada, la estaba afectando como nunca antes había experimentado en relación con su trabajo. Se ganaba la vida espiando a la gente. Lo cierto es que jamás había definido lo que hacía para Dragan Armanskij como un «verdadero trabajo», sino más bien como un complicado pasatiempo, casi un hobby.
La verdad era -hacía ya tiempo que lo había descubierto- que le gustaba hurgar en la vida de los otros y revelar los secretos que intentaban ocultar. Lo llevaba haciendo, de una u otra forma, desde que le alcanzaba la memoria. Y hoy en día seguía con ello, no sólo cuando Armanskij le daba encargos, sino a veces sólo por puro placer. Le producía un subidón de satisfacción, como un complejo juego de ordenador, pero con la diferencia de que se trataba de personas de carne y hueso. Y ahora, de repente, su hobby estaba sentado en la cocina de su casa invitándola a bagels. La situación le resultaba totalmente absurda.
– Tengo un asunto fascinante entre manos -respondió Mikael-. Dime, cuando llevaste a cabo la investigación sobre mí para Dirch Frode…, ¿tenías alguna idea del uso que se le iba a dar?
– No.
– El objetivo era obtener información sobre mí porque Frode, o más bien su cliente, quería contratarme para un trabajo de freelance.
– Vale.
Mikael le dirigió una leve sonrisa.
– Ya hablaremos tú y yo un día sobre si es ético o no hurgar en la vida privada de otra persona. Pero, de momento, tengo otros problemas… El trabajo que me encargaron y que acepté por algún incomprensible motivo es, sin punto de comparación, el más extraño que he tenido jamás. ¿Puedo confiar en ti, Lisbeth?
– ¿Por qué?
– Dragan Armanskij dice que eres completamente fiable. Pero te lo pregunto de todas maneras: ¿puedo confiarte secretos sin que se los cuentes a nadie?
– Espera. Has hablado con Dragan; ¿te ha enviado él?
«Te voy a matar, maldito armenio de mierda.»
– No, no exactamente. No eres la única capaz de encontrar la dirección de alguien; eso lo he hecho yo sólito. Te busqué en el registro civil. Hay tres personas llamadas Lisbeth Salander; a las otras dos las descarté inmediatamente. Pero ayer me puse en contacto con Armanskij y mantuvimos una larga conversación. Al principio, él también pensaba que yo quería guerra porque habías metido las narices en mi vida privada, pero al final conseguí convencerle de que las razones de mi visita eran perfectamente legítimas.
– ¿Y cuáles son?
– Como ya he dicho, el cliente de Dirch Frode me contrató para un trabajo. He llegado a un punto en el que necesito la ayuda de un investigador competente, y lo necesito ya, con urgencia. Frode me habló de ti y dijo que eras competente. Se le escapó sin querer; así fue como me enteré de tu investigación sobre mí. Ayer se lo comenté a Armanskij y le expliqué lo que quería. Dio su visto bueno e intentó llamarte, pero no le cogiste el teléfono, de modo que… aquí estoy. Si quieres, puedes llamar a Armanskij y confirmarlo.
Lisbeth Salander tardó varios minutos en encontrar su móvil bajo el montón de ropa que le había quitado Mimmi. Mikael Blomkvist contemplaba su embarazosa búsqueda con gran interés mientras daba una vuelta por la casa. Todos los muebles, sin excepción, parecían haber sido recogidos de contenedores de basura. Encima de una pequeña mesa de trabajo del salón, había un impresionante PowerBook, state of the art. En una estantería, un reproductor de cedes. La colección de compactos, sin embargo, era cualquier cosa menos impresionante: estaba compuesta por una miserable decena de discos de grupos desconocidos para Mikael, cuyos integrantes se le antojaron vampiros de otra galaxia. Constató que la música no era su fuerte.
Salander vio que Armanskij la había llamado no menos de siete veces la noche anterior y dos por la mañana. Marcó el número mientras Mikael, apoyado contra el marco de la puerta, escuchaba la conversación.
– Soy yo… Lo siento, estaba apagado… Sé que me quiere contratar…; no, está aquí en mi casa. Dragan, tengo resaca y me duele la cabeza, así que corta el rollo… -le soltó, elevando la voz-. ¿Le has dado el visto bueno al trabajo o no…? Gracias.
Clic.
Lisbeth Salander miraba de reojo a través de la puerta del salón. Mikael fisgoneaba entre sus discos y sacaba libros de la librería. Acababa de encontrar un frasco marrón de medicamentos, sin etiqueta, que alzó y miró al trasluz con curiosidad. Cuando estaba a punto de desenroscar el tapón, ella alargó la mano y le quitó el frasco; acto seguido volvió a la cocina, se sentó en una silla y se puso a masajearse las sienes hasta que Mikael se volvió a sentar.