– Se puede manipular la imagen…
– Ya lo he hecho. Incluso mandé una copia a Millennium, a Christer Malm, que es un hacha en el tratamiento de fotografías.
Mikael hizo clic y abrió otra foto.
– Esta es la máxima calidad que he podido obtener: la cámara es mala y la distancia, demasiado grande.
– ¿Se la has enseñado a alguien? Tal vez la gente reconozca la postura…
– Se la he mostrado a Dirch Frode. No tiene ni idea de quién puede ser.
– No creo que Dirch Frode sea la persona más espabilada de Hedestad.
– No, pero trabajo para él y para Henrik Vanger. Quiero enseñarle la foto a Henrik antes de empezar a difundirla.
– Tal vez sólo sea un espectador más.
– Es posible. Pero, en cualquier caso, fue capaz de desencadenar una reacción muy extraña en Harriet.
Durante la semana siguiente, Mikael y Lisbeth consagraron todo su tiempo al caso Harriet, desde la primera hora de la mañana hasta la última de la noche. Lisbeth seguía leyendo los informes de la investigación y lanzaba una pregunta tras otra; Mikael intentaba contestarlas. Sólo existía una verdad y cualquier respuesta vaga o ambigua los conducía a una discusión más profunda. Dedicaron un día entero a examinar los horarios de todos los implicados mientras tuvo lugar el accidente del puente.
A medida que pasaba el tiempo, Mikael iba encontrando cada vez más contradictoria a Lisbeth Salander. A pesar de que sólo hojeaba los textos de la investigación, siempre parecía fijarse en los detalles más oscuros y ambiguos.
Por las tardes, cuando el calor hacía insoportable la estancia en el jardín, se tomaban algún que otro descanso. Algunas veces bajaban al canal a bañarse; otras, subían andando a la terraza del Café de Susanne, quien, de buenas a primeras, empezó a tratar a Mikael con una cierta y manifiesta frialdad. Él se dio cuenta de que Lisbeth tenía el aspecto de una niña apenas mayor de edad, que, además, vivía en su casa, lo cual, a ojos de Susanne, lo convertía en un viejo verde. Era una sensación desagradable.
Mikael seguía saliendo a correr cada noche. Lisbeth no comentaba nada al respecto cuando volvía jadeando a la casa. Correr atravesando el bosque distaba bastante, al parecer, de su idea de diversión veraniega.
– He pasado de los cuarenta -le dijo Mikael-. Tengo que hacer ejercicio; si no, echaré una barriga tremenda.
– Muy bien.
– ¿Tú no practicas nada?
– A veces boxeo.
– ¿Boxeo?
– Sí, ya sabes, con guantes.
Mikael se metió en la ducha intentando imaginarse a Lisbeth en el cuadrilátero. Igual le estaba tomando el pelo. Bastaba con hacerle una pregunta:
– ¿Y en qué categoría de peso boxeas?
– En ninguna. De vez en cuando hago de sparring para unos chicos en un club de Söder.
«¿Por qué no me sorprende?», pensó Mikael. Pero constató que, por lo menos, le había contado algo sobre sí misma. Seguía sin saber prácticamente nada de ella, cómo había empezado a trabajar para Armanskij, qué formación tenía o a qué se dedicaban sus padres. En cuanto intentaba averiguar datos de su vida privada, se cerraba como una ostra y le contestaba con monosílabos o lo ignoraba por completo.
Una tarde, Lisbeth Salander dejó súbitamente de lado una de las carpetas y miró a Mikael, frunciendo el ceño.
– ¿Qué sabes de Otto Falk, el párroco?
– Poco. Conocí a la nueva reverenda en la iglesia a principios de año; me contó que Falk todavía vive, pero que está en una residencia geriátrica de Hedestad. Alzheimer.
– ¿De dónde era?
– De aquí, de Hedestad. Estudió en Uppsala y regresó a su tierra natal cuando tenía unos treinta años.
– Era soltero. Y Harriet se relacionaba con él.
– ¿Por qué lo preguntas?
– Me he dado cuenta de que el madero ese, Morell, no le presionaba mucho en los interrogatorios.
– En los años sesenta, los párrocos seguían disfrutando de una posición social completamente distinta a la de ahora. Que él viviera aquí, en la isla, o sea, cerca del poder, era natural.
– Me pregunto si la policía realmente registraría la casa rectoral con meticulosidad. En las fotos se ve que era una casa de madera muy grande; sin duda, habría muchos sitios para esconder un cadáver durante algún tiempo.
– Es verdad. Pero no hay nada en el material que indique que el pastor estuviera vinculado a los asesinatos en serie ni a la desaparición de Harriet.
– Sí que lo hay -dijo Lisbeth Salander, mirando con una sonrisa torcida a Mikael-. Primero, era pastor; y si alguien tiene una relación especial con la Biblia, son ellos. Segundo, fue el último que vio a Harriet y habló con ella.
– Pero bajó inmediatamente al lugar del accidente y se quedó allí durante horas. Se le ve en muchísimas fotos, especialmente durante los momentos en los que Harriet desapareció.
– Bah, yo puedo echar por tierra su coartada. Pero la verdad es que estaba pensando en otra cosa. Esta historia es la de un sádico asesino de mujeres.
– ¿Sí?
– Yo estuve…; la pasada primavera tuve unos días libres y estudié el tema de los sádicos, en un contexto completamente distinto. Uno de los textos que leí pertenecía a un manual estadounidense del FBI. En él se afirmaba que una llamativa mayoría de los asesinos en serie detenidos proceden de familias disfuncionales, y que muchos de ellos se dedicaban en su infancia a torturar animales. Además, gran parte de los asesinos en serie estadounidenses también habían sido arrestados por provocar incendios intencionadamente.
– Sacrificios de animales y holocaustos, ¿es eso lo que quieres decir?
– Sí. Tanto los animales torturados como el fuego aparecen en varios de los casos de Harriet. Pero, en realidad, estaba pensando en el hecho de que la casa rectoral se quemara a finales de los años setenta.
Mikael reflexionó un rato.
– Demasiado vago -dijo finalmente.
Lisbeth Salander asintió.
– Estoy de acuerdo. Pero merece la pena tenerlo en cuenta. No encuentro nada en la investigación que hable de la causa del fuego, y sería interesante saber si hubo otros misteriosos incendios en los años sesenta. Además, deberíamos averiguar si en aquella época hubo casos de torturas o mutilaciones de animales por estas tierras.
Cuando Lisbeth se fue a la cama la séptima noche de su estancia en Hedeby, se sentía ligeramente irritada por culpa de Mikael. Durante una semana había pasado con él prácticamente cada minuto del día; en circunstancias normales, siete minutos en compañía de otra persona solían ser más que suficientes para darle dolor de cabeza.
Hacía mucho que había constatado que las relaciones sociales no eran su fuerte, y ya se había acostumbrado a ello en su solitaria vida. Se encontraba perfectamente resignada a ello, a condición de que la gente la dejara en paz y no se metiera en sus asuntos. Desgraciadamente, su entorno no se mostraba ni inteligente ni comprensivo; tenía que defenderse de los servicios sociales, los servicios de atención a menores, las comisiones de tutelaje, hacienda, los policías, los educadores, los psicólogos, los psiquiatras, los profesores y los porteros que -exceptuando a los del Kvarnen, que ya la conocían- nunca querían dejarla entrar en los bares a pesar de haber cumplido ya veinticinco años. Había todo un ejército de gente que parecía no tener nada mejor que hacer que pretender gobernar su vida y, si se les diese la oportunidad, corregir la manera que había elegido de vivirla.
Pronto aprendió que no merecía la pena llorar. También aprendió que siempre que intentaba que alguien se interesara por un aspecto de su vida, la situación no hacía más que empeorar. Por consiguiente, resolver los problemas era algo que debía hacer por sí misma, con los métodos que considerara necesarios, cosa que el abogado Nils Bjurman ya había sufrido en sus propias carnes.
Mikael Blomkvist poseía la misma irritante costumbre que todos los demás de husmear en su vida privada y formularle preguntas que a ella no le apetecía contestar. En cambio, no reaccionaba en absoluto como la mayoría de los hombres que había conocido.