Desayunaron en el jardín en silencio y sin leche para el café. Antes de que él fuera a buscar una bolsa de basura para quitar a la gata de allí, Lisbeth sacó una pequeña cámara digital Canon para hacer unas fotos del macabro espectáculo. Sin saber muy bien qué hacer con el cadáver, Mikael lo metió en el maletero del coche. Debería poner una denuncia a la policía por maltrato de animales y posiblemente también por amenazas, pero no sabía muy bien cómo explicar el motivo de esas amenazas.
A las ocho y media, Isabella Vanger pasó caminando en dirección al puente. No los vio, o fingió no verlos.
– ¿Cómo estás? -le preguntó finalmente Mikael a Lisbeth.
– Bien.
Ella le observaba desconcertada. «De acuerdo. Quiere que esté indignada.»
– Cuando encuentre al cabrón que tortura y mata a una gata inocente sólo para hacernos una advertencia, cogeré un bate de béisbol y…
– ¿Crees que se trata de una advertencia?
– ¿Se te ocurre algo mejor? Esto significa algo.
Mikael asintió con la cabeza.
– Sea cual sea la explicación, hemos conseguido inquietar a alguien lo suficiente como para que cometa una verdadera locura. Pero también hay otro problema.
– Ya lo sé. Esto es un sacrificio animal al estilo de los de 1954 y 1960. Pero no parece probable que un asesino de hace ya cincuenta años venga ahora merodeando por aquí para dejar cadáveres de animales torturados delante de la puerta de tu casa.
Mikael asintió.
– En tal caso, los únicos sospechosos serían Harald Vanger e Isabella Vanger. Hay otros parientes mayores, también de la rama familiar de Johan Vanger, pero ninguno vive por aquí.
Mikael suspiró.
– Isabella es una cabrona muy malvada, y seguro que sería capaz de matar a una gata, pero dudo que en los años cincuenta se dedicara a asesinar en serie a mujeres. En cuanto a Harald Vanger… no sé, parece tan decrépito que apenas puede andar; me cuesta creer que haya salido a escondidas por la noche para buscar a la gata y hacer todo eso.
– A no ser que se trate de dos personas. Una mayor y otra joven.
Mikael oyó pasar un coche. Levantó la mirada y vio a Cecilia Vanger desaparecer por el puente. «Harald y Cecilia», pensó. Pero había algo que no encajaba muy bien: el padre y la hija no se veían y apenas se dirigían la palabra. A pesar de la promesa de Martin Vanger de hablar con ella, Cecilia seguía sin devolverle las llamadas.
– Tiene que ser alguien que sepa que estamos investigando y que hemos hecho avances -dijo Lisbeth Salander.
Acto seguido, se levantó y entró en la casa. Cuando salió ya llevaba puesto su mono de cuero.
– Me voy a Estocolmo. Volveré esta noche.
– ¿Qué vas a hacer?
– Ir a por unos trastos. Si alguien está tan loco como para matar a una gata de esa manera, la próxima vez puede que venga a por nosotros. O que provoque un incendio mientras estamos durmiendo. Quiero que hoy mismo vayas a Hedestad y compres dos extintores y dos detectores de humos. Uno de los extintores debe ser de halón.
Sin despedirse, se puso el casco, arrancó la moto de una patada y desapareció por el puente.
Mikael tiró el cadáver en el cubo de basura de la gasolinera antes de continuar hacia Hedestad, donde compró los extintores y los detectores de humo. Los metió en el maletero del coche y se fue al hospital. Había quedado con Dirch Frode en la cafetería.
Le contó lo sucedido. Dirch Frode se puso pálido.
– Mikael, no había contado con que esta historia pudiera ser peligrosa.
– ¿Por qué no? Al fin y al cabo, la tarea consistía en desenmascarar a un asesino.
– Pero quién iba a… Esto es una locura. Si tu vida y la de la señorita Salander corren peligro, debemos parar esto ya. Yo puedo hablar con Henrik.
– No. En absoluto. No quiero que sufra otro infarto.
– No deja de preguntar por ti.
– Dile que sigo intentando desenredar el ovillo.
– ¿Y ahora qué hacemos?
– Tengo algunas preguntas. El primer incidente ocurrió poco después del infarto de Henrik; ese día me encontraba en Estocolmo. Alguien registró mi estudio. Yo ya había descifrado el código bíblico y descubierto las fotos de Järnvägsgatan. Os lo conté a ti y a Henrik. Martin también estaba al tanto e hizo la gestión que me permitió entrar en la redacción del Hedestads-Kuriren. ¿Cuántas personas más lo sabían?
– Bueno, ignoro con quién hablaría Martin exactamente. Pero tanto Birger como Cecilia estaban al corriente; han comentado tu búsqueda de fotos. Alexander también lo sabía. Y, por cierto, Gunnar y Helena Nilsson, habían subido a ver a Henrik y se vieron metidos en la conversación. Y Anita Vanger.
– ¿Anita? ¿La de Londres?
– La hermana de Cecilia. Acompañó a Cecilia en el vuelo de vuelta cuando Henrik sufrió el infarto, pero se alojó en un hotel y, que yo sepa, no ha pisado la isla. Al igual que Cecilia, no quiere ver a su padre. Pero regresó a Londres hace una semana, cuando Henrik salió de la UVI.
– ¿Y dónde está Cecilia? La vi esta mañana cuando cruzó el puente, pero su casa permanece cerrada y a oscuras.
– ¿Sospechas de ella?
– No, sólo me preguntaba dónde se alojaba.
– En casa de su hermano Birger, a un paso de la casa de Henrik.
– ¿Y sabes dónde se encuentra ahora?
– No. De todos modos, con Henrik no está.
– Gracias -dijo Mikael, y se levantó.
Los miembros de la familia Vanger iban y venían por el hospital de Hedestad. En el vestíbulo principal, Birger Vanger se dirigía hacia los ascensores. Mikael no tenía ganas de cruzarse con él, así que esperó hasta que desapareció de su vista. En su lugar, se topó con Martin Vanger justo en la puerta del hospital, casi exactamente en el mismo sitio en el que se había encontrado con Cecilia Vanger en la anterior visita. Se saludaron y se dieron la mano.
– ¿Has visto a Henrik?
– No, sólo he pasado a ver a Dirch Frode un momento.
Martin Vanger estaba ojeroso y parecía cansado. De repente, Mikael se fijó en lo mucho que había envejecido Martin desde que se conocieron, hacía ya seis meses. La lucha por salvar al imperio Vanger era costosa y la enfermedad de Henrik no le había animado mucho.
– ¿Cómo te va? -preguntó Martin Vanger.
Mikael dejó claro enseguida que no tenía ninguna intención de abandonar y volver a Estocolmo,
– Bien, gracias. A medida que pasan los días esto se va poniendo cada vez más interesante. Cuando Henrik mejore, espero poder satisfacer su curiosidad.
Birger Vanger vivía en un chalé adosado de ladrillo blanco al otro lado del camino, a sólo cinco minutos andando desde el hospital. Tenía vistas al mar y al puerto de Hedestad. Cuando Mikael llamó al timbre, no abrió nadie. Telefoneó al móvil de Cecilia, pero no obtuvo respuesta. Permaneció un rato en el coche tamborileando en el volante con los dedos. Birger Vanger era una página en blanco en su colección; nació en 1939 y por lo tanto sólo tenía diez años cuando se cometió el asesinato de Rebecka Jacobsson. En cambio, tenía veintisiete cuando desapareció Harriet.
Según Henrik Vanger, Birger y Harriet apenas tuvieron relación. Birger se crió con su familia en Uppsala y se mudó a Hedestad para trabajar en el Grupo Vanger, pero al cabo de un par de años lo abandonó para dedicarse a la política. Sin embargo, se encontraba en Uppsala cuando se cometió el asesinato de Lena Andersson.
Mikael no sabía por dónde coger toda esa historia, pero el incidente de la gata le había provocado un sentimiento de amenaza inminente y la sensación de que empezaba a faltarle tiempo.
Otto Falk, el viejo pastor de Hedeby, tenía treinta y seis años cuando Harriet desapareció. Ahora tenía setenta y dos; era más joven que Henrik Vanger, pero se encontraba en unas condiciones mentales considerablemente peores. Mikael fue a verlo a la residencia Svalan, un edificio de ladrillo amarillo al otro lado de la ciudad, a orillas del canal de Hede. Mikael se presentó en la recepción y solicitó hablar con Falk. Explicó que sabía perfectamente que el reverendo sufría de Alzheimer y quiso saber si estaba lo suficientemente lúcido como para mantener una conversación. Una enfermera jefe le contestó que hacía tres años que le diagnosticaron la enfermedad y que su evolución había sido bastante agresiva. Se podía hablar con él, pero su memoria a corto plazo era pésima; no reconocía a algunos familiares y, en general, estaba a punto de adentrarse en una espesa niebla. También le advirtió de que el viejo podía sufrir ataques de angustia si se le presionaba con preguntas a las que no supiera responder.