—Con cuidado, por favor —pidió al guarda—, con cuidado. ¿Se da cuenta? iTenemos huevos aquí!
Los huevos habían sido empaquetados perfectamente bien: bajo la tapa de madera venía una capa de papel parafinado; luego, otra de papel absorbente; a continuación iba una espesa capa de virutas de madera; finalmente, aserrín, entre el que aparecían los blancos contornos de los huevos.
—Empaquetado extranjero —dijo admirado Alexander Semionovich mientras removía el aserrín—. No como hacemos nosotros las cosas. Manya, ten cuidado, los vas a romper.
—Pareces tonto, Alexander Semionovich —contestó su mujer—. Imagínate, una joya semejante... Como si nunca hubiera visto huevos. ¡Oh...! ¡Qué grandes!
—Eso es Europa —dijo Alexander Semionovich depositando los huevos sobre la mesa de madera—. ¿Acaso esperabas recibir nuestros pequeños y moteados huevos de pájaro? No entiendo, sin embargo, por qué están sucios —dijo reflexivamente—. Manya, ocúpate de todo. Haz que sigan desembalándolos: voy a telefonear.
Aquella misma tarde sonó el teléfono en la oficina del Instituto Zoológico. El profesor Persikov acudió al aparato.
—¿Sí? —dijo.
—Llamada de larga distancia, un momento —contestó por el sibilante receptor una voz de mujer.
—Diga, escucho —repuso el profesor Persikov sobre la negra boca del teléfono.
Hubo algunos tecleos y chasquidos y, luego, una voz masculina habló ansiosamente al oído del profesor:
—¿Deben lavarse los huevos, profesor?
—¿Qué? ¿De qué se trata? ¿Qué pregunta usted? —gritó Persikov irritado—. ¿Quién está al habla?
—Desde Nikolsky, provincia de Smolensko —contestó el aparato.
—No sé de qué está hablando. ¿Quién es usted?
—Porvenir —afirmó el receptor con decisión.
—¿Porvenir? Ah, sí... es usted... bueno, ¿qué pasa?
—Si han de lavarse... Me han enviado del extranjero un cargamento de huevos...
—¿Y bien?
—Parecen algo babosos.
—Qué absurdo... ¿Cómo pueden estar «babosos»? Bueno, claro, pueden tener algo de... quizá haya un poco de excremento sobre ellos...
—¿De modo que no han de ser lavados?
—¡Claro que no! Así que ¿ya está dispuesto a llenar las cámaras con ellos?
—Lo estoy —repuso el teléfono.
—Hum... —dijo Persikov con un bufido.
—Han colgado, señor —dijo una voz femenina.
El receptor tecleó y quedó definitivamente en silencio.
—¡Han colgado! —imitó Persikov con odio. Se volvió entonces al profesor asistente Ivanov—. Imagínese, Piotr Stepanovich, que es posible que el rayo produzca el mismo efecto en el deuteroplasma del huevo de gallina que en el plasma de los anfibios. Es probable pues, que las gallinas salgan del cascarón, pero ni usted ni yo podemos decir qué clase de gallinas serán. O quizá no sirvan para nada. Quizá se mueran en un día o dos. ¡Quizá, incluso, no resulten comestibles!
—Muy cierto —agregó Ivanov.
—¿Puede usted garantizar, Piotr Stenanovich, qué podrán traer al mundo las generaciones frituras?
—Nadie podría hacerlo —agregó Ivanov.
—¡Qué temeridad! —Persikov se encendió más aun—. ¡Qué insolencia! ¡Y me han ordenado que le dé instrucciones a ese bribón!
Persikov señaló el papel que Porvenir había traído, el cual yacía aún sobre la mesa del instrumental.
—¿Y cómo puedo instruir a ese ignorante cuando ni siquiera yo sé algo sobre ese problema?
—¿Era imposible negarse? —preguntó Ivanov.
Persikov se puso lívido, cogió el papel y se lo enseñó a Ivanov. Este último lo leyó y sonrió con ironía.
—Y luego, fíjese... Esperé mi envío durante dos meses y aún no hay el menor rastro de él, mientras que ese tipo recibe al momento los huevos y consigue, en general, cualquier colaboración.
—No llegará a ningún sitio con eso, Vladimir Ipatievich. Y acabarán teniendo que devolverle las cámaras —auguró Ivanov, tranquilizador.
—Si por lo menos no tardaran demasiado... Están interrumpiendo mis experimentos —proseguía el científico con desánimo.
—Es cierto. Eso es lo peor de todo. Yo también lo tenía todo a punto.
—¿Llegaron los trajes aislantes?
—Sí, hoy.
Persikov se calmó un poco.
—Hum... Creo que lo haremos de la siguiente forma: cerraremos bien las puertas del cuarto de operaciones y, abriremos la ventana...
—Desde luego —agregó Ivanov.
—¿Tres «astronautas»?
—Sí, tres.
—Bien, eso le incluye a usted y a alguien más; quizá uno de los estudiantes. Le daremos el tercer casco.
—Tendremos que estar despiertos toda una noche —siguió Persikov—. Y, otra cosa, Piotr Stepanovich, ¿ha comprobado ya el gas? Nunca se sabe con ésos de la Buenos Químicos; han podido mandarnos cualquier porquería.
—No, no —dijo Ivanov moviendo las manos—. Hice un ensayo ayer. Debemos reconocérselo, Vladimir Ipatievich; se trata de un gas excelente.
—¿Sobre qué lo probó? —inquirió todavía el profesor.
—Sobre sapos corrientes. Se les envía una pequeña ráfaga y mueren al instante. ¡Ah! Vladimir Ipatievich; también tenemos que hacer otra cosa. Escribir a la GPU y pedir que nos envíen un revólver eléctrico.
—Pero yo no sé cómo se maneja...
—Yo lo llevaré conmigo —contestó Ivanov—. Solíamos practicar en el Klvazma para divertirnos... Había un empleado de la GPU que vivía enfrente... Buena cosa. Extraordinaria, silenciosa y mata cabalmente a una distancia de cien pasos Solíamos disparar mientras había grajos... Creo que ni siquiera vamos a necesitar el gas.
—Hum... Inteligente idea... Mucho. —Persikov se fue a un rincón de la habitación, descolgó el teléfono y graznó—: Dígame, ¿cómo ha dicho que se llama...? Lubyanka...
9
LOS días eran insoportablemente calurosos. Se podía ver incluso el calor sobre los campos, de tan denso. Y las noches eran mágicas, llenas de misterio, verdes Al claro de luna era posible leer el Izvestiasin dificultad, con excepción de la columna de ajedrez. Pero, naturalmente, nadie lee el Izvestiaen semejantes noches... La criada, Dunia, se dirigió, paseando, hacia el soto que había detrás del sovjós. Y, casualmente, el mostachudo chófer del pequeño y desvencijado camión del sovjós se encontraba allí. Una lámpara alumbraba la cocina donde cenaban dos de los jardineros. Y la señora Porvenir, sentada en la balaustrada y luciendo un vestido blanco, soñaba mientras contemplaba la radiante luna.
A las diez de la noche, cuando se habían extinguido todos los ruidos del cercano pueblo de Kontsovka, resonaron en el idílico paisaje los delicados ecos de una flauta. Es imposible expresar lo apropiados que resultaban para la estampa que formaban las antiguas columnas del palacio de los Sheremetyev La frágil Lisa del Pique Dame unió su voz en un dúo con el apasionado Polina de la flauta, y la melodía fue flotando hasta el empinado camino del claro de luna como un fantasma del antiguo régimen, pero tan estremecedoramente encantador que incluso lograba hacer saltar las lágrimas.
Los matorrales seguían en completo silencio, y Dunia, fatal como una ninfa tallada, escuchaba con la cara contra la masculina mejilla, rasposa y rojiza, del chofer.
—Toca bien, ese pillo —dijo este último mientras estrechaba con su viril brazo la cintura de la doncella.
El ejecutante era el mismo director del sovjós, Alexander Semionovich Porvenir, y, a decir verdad, tocaba extraordinariamente bien.