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La música que flotaba sobre las hojas y los matorrales del parque se vio súbitamente acompañada de un ruido que alteró su melodía. Los perros de Kontsovka, que por lógica tenían que estar ya dormidos a esa hora, rompieron de pronto en un ensordecedor coro de ladridos que se convirtió, gradualmente, en un angustiado aullido general. Extendiéndose y creciendo resonó sobre los campos, y ahora era contestado por un chirriante concierto a mil voces por parte de las ranas de todas las charcas. Todo esto fue tan misterioso que por un momento pareció que la tranquila noche se había excitado repentinamente.

Alexander Semionovich dejó su flauta y saltó por encima la baranda.

—¡Manya! ¿Oyes? Esos malditos perros... ¿Qué crees que puede ser lo que los ha puesto tan frenéticos?

—¿Y cómo voy a saberlo? —contestó mientras alzaba la vista para mirar a la luna.

—Mira, Manechka, vamos a echar una mirada a los huevos —sugirió Alexander.

—Realmente, Alexander Semionovich, estás chalado por completo con tus huevos y tus pollos. ¡Descansa un poco!

—No, Manechka, vamos.

Una luz muy viva se encendió en el invernadero Dunia llegaba en aquel momento, con la cara sonrojada y los ojos brillantes. Alexander Semionovich levantó poco a poco los cristales de observación y todos se asomaron expectantes a las cámaras. En el suelo de amianto, los huevos, con manchas color rojo encendido, yacían en filas iguales; las cámaras estaban en silencio mientras la bombilla de 15.000 voltios silbaba mansamente sobre las cabezas de los presentes.

—¡Ah, qué cantidad de pollitos sacaré de aquí! —exclamó Semionovich con entusiasmo.

—Sabe usted, Alexander Semionovich —dijo Dunia, sonriendo—; los campesinos de Kontsovka dicen que usted es el Anticristo y que ésos son huevos diabólicos, y que, según comentan, es un pecado empollar huevos con máquinas. Hablaron de matarle.

Alexander Semionovich se sobresaltó y miró a su mujer. Se le había puesto la cara amarilla.

—Bueno, ¿qué te parece eso? ¡Nuestra gente! ¿Qué se puede hacer con gente así? Manechka, tendremos que convocarlos a un mitin... Mañana llamaré a algunos trabajadores del partido del distrito. Yo mismo me encargaré de dar una charla. Tenemos que intentar arreglar esto... Un número elevado de parroquianos...

—Mentes oscuras —dijo el guarda, sentado sobre su abrigo a la puerta del invernadero.

10

EL día siguiente estuvo marcado por los más extraños e inexplicables sucesos. Por la mañana, cuando el sol brillaba sobre el horizonte, los bosques, que generalmente saludaban al día con el alto e incesante gorjear de los pájaros, se mantuvieron en absoluto silencio. Todos pudieron darse cuenta de ello. Era como si una tormenta estuviera a punto de estallar, aunque no había señales de que fuera a ocurrir tal cosa. Las conversaciones en el sovjós asumieron un tono ambiguo y poco usual, muy molesto para Alexander Semionovich, especialmente porque el viejo campesino de Kontsovka apodado Bocio de Cabra, conocido camorrista y sabelotodo, había hecho correr el rumor de que todos los pájaros se habían reunido en bandadas y habían marchado de Sheremetyev volando hacia el norte, lo cual era, simplemente, estúpido. Alexander Semionovich, apuradísimo, estuvo todo el día telefoneando al pueblo de Grachevka, de donde, finalmente, obtuvo la promesa de que le enviarían varios oradores al sovjós, en el espacio de un día o dos, para informar a los campesinos sobre dos asuntos: la situación internacional y la cuestión de la Compañía de Buenas Aves.

La tarde trajo consigo nuevas sorpresas. La mañana había sido testigo del silencio de los bosques, demostrando con la máxima claridad cuan funesta y opresiva puede ser para éstos la ausencia de sonido. Al mediodía todos los gorriones se habían ido de los patios del sovjós. Por la tarde el gran silencio se había extendido también a la balsa de Sheremetvev. Esto último era verdaderamente asombroso, porque todo el mundo, en cuarenta verstas a la redonda, estaba familiarizado con el famoso croar de las ranas de la citada balsa. Pero ahora todas las ranas parecían haber muerto. Y debe admitirse que Alexander Semionovich había perdido la serenidad.

—Es realmente extraño —decía éste a su mujer durante la comida—. No puedo entender por qué se han ido todos esos pájaros.

—¿Y qué sé yo? —contestó Manya—. Quizá sea debido al rayo.

—Estás completamente loca. Manya —dijo Alexander dejando caer su cuchara—. No eres mejor que esos campesinos. ¿Qué tiene que ver el rayo con todo esto?

—¿Cómo quieres que yo lo sepa? ¡Déjame sola!

Llegó la tercera sorpresa. Los perros de Kontsovka volvieron a aullar a la luna, y fue una actuación realmente salvaje. Los campos, iluminados por el satélite, vibraron con el incesante gemir, y con los angustiados e irritados lamentos.

Alexander Semionovich resultó, en cierta manera, sorprendido por un nuevo acontecimiento, esta vez agradable, que tuvo lugar precisamente en el invernadero: el sonido de unos continuos golpecitos llegaba de las cámaras donde se hallaban los huevos rojos. Primero de un huevo, y luego de otro, iba levantándose una cadena de toc-tocs que podía oírse desde el patio exterior. Aquel golpeteo de los huevos fue como una marcha triunfal para Alexander Semionovich. que se olvidó al momento del extraño fenómeno de los bosques y de la balsa El sovjós se reunió en el invernadero: Manya. Dunia el vigilante y el guarda, que dejó su rifle a la entrada.

—Bueno, ¿qué me dicen? —exclamó jubiloso el gerente de la granja.

Curiosos, todos aplicaron el oído a la puerta de la primera cámara.

—Son los pollitos que ya dan golpes con el pico —continuó Alexander Semionovich, radiante de felicidad—. ¿Quién dijo que yo no haría salir ni un pollo? —exclamó rebosante de emoción al tiempo que daba unas palmadas en el hombro al guarda—. voy a conseguir una nidada tal que vais a necesitar prismáticos para abarcarla con la vista. Y ahora, estad atentos. En cuanto empiecen a salir me avisáis sin perder un minuto.

—No se preocupe —contestaron a coro el vigilante, Dunia y el guarda.

El toe... toe... toe... era ya continuo en la primera cámara. Y, verdaderamente, el cuadro de una nueva vida naciente ante ellos mismos era tan interesante que todo el grupo se quedaba sentado durante largo rato sobre los cuévanos vacíos, mirando los huevos color frambuesa que se abrían bajo la misteriosa luz vacilante y tenue. No se fueron a la cama hasta bien entrada la noche. El sovjós y los campos de los alrededores estaban inundados de luz verdosa. La noche era espectral; incluso podría decirse que siniestra, debido quizá a que su absoluto silencio era roto de vez en cuando por las intermitentes e inexplicables explosiones de aullidos provenientes de Kontsovka, aullidos lastimeros que partían el corazón. Resultaba imposible decir qué era lo que hacía comportarse así a aquellos condenados perros.

Por la mañana un nuevo revés esperaba a Alexander Semionovich. El desconcertado guarda se llevaba la mano al corazón y juraba, poniendo a Dios por testigo, que no se había dormido, a pesar de lo cual no había advertido nada.

—Es algo misterioso —insistió el guarda—. No se me puede echar la culpa, camarada Porvenir.

—Gracias, mi más sincero agradecimiento —exclamó Alexander Semionovich—. ¿Qué se ha creído, camarada? ¿Para qué le han puesto ahí? ¡Para vigilar! Ahora, dígame, ¿dónde se han metido? Salieron, ¿no? Eso quiere decir que se han escapado. Eso quiere decir que usted dejó la puerta abierta y se marchó. ¿O quizá pretenderá que los pollos están aún aquí o algo por el estilo?

—¡No he ido a ninguna parte! ¿Acaso no sé yo cuál es mi trabajo? —el guarda acabó por sentirse ofendido—. ¡Me está echando la culpa sin razón, camarada Porvenir!