Sobre la medianoche Persikov volvió a casa por la Prechistenka, y al llegar se acostó. Durmió bien. Moscú, vivo y hormigueante hasta muy entrada la noche, también dormía. Sólo permanecía en vela el enorme edificio gris de la Tverskaya que se estremecía por el bramar y, zumbir de las máquinas de prensa del Izvestia. La oficina del redactor jefe parecía un pandemónium. Iván Vonifatievich, furioso y con los ojos rojos, se movía nerviosamente de un lado a otro sin saber qué hacer y mandando a todo el mundo al diablo. El compaginador, despidiendo olor a vino, le seguía, diciendo:
—Pero bueno, no es tan terrible; siempre podemos publicar mañana un suplemento extra. Después de todo, ya no podemos sacar de prensa la edición...
Los de la compaginación y confección no se fueron a casa, sino que pululaban en bandadas y se reunían para leer los telegramas que llegaban cada quince minutos, cada uno más fantástico y terrorífico que el anterior. El puntiagudo sombrero de Alfred Bronsky apareció como un rayo cortando la luz rosada de la imprenta, y el grueso capitán Stepanov rechinaba y cojeaba nervioso. Las puertas de entrada se abrían continuamente, y, durante toda la noche, llegaron corriendo reporteros de todas partes. Los doce teléfonos de la habitación de prensa estaban ocupados; la central contestaba ya casi automáticamente «comunica» a cada nueva llamada, y los timbres sonaban y sonaban ante las despiertas telefonistas.
Los confeccionistas se reunieron en torno al gordo. Stepanov, y el antiguo capitán de navío les decía:
—Tendrán que enviar aviones lanzagases.
—Seguro —contestaban a coro los confeccionistas—. Dios sabe qué estará pasando allí.
Impublicables juramentos cruzaban el aire, y una fina voz exclamó:
—¡A ese Persikov habría que pegarle un tiro!
—¿Qué tiene que ver Persikov con esto? —preguntó alguien entre la multitud—. ¡El culpable es ese hijo de perra del sovjós!
—¡Tendrían que haber puesto un guarda! —gritó otro.
—¡Pero si quizá no tiene nada que ver con los huevos!
El edificio temblaba y zumbaba a causa de las rotativas. El feo inmueble parecía despedir un extraño fluido eléctrico que el despuntar del día no disipó. Al contrario, lo que hizo fue intensificarlo, aunque las luces ya habían sido apagadas.
Una tras otra rodaban las motocicletas sobre el suelo de asfalto, alternándose con coches de vez en cuando. Todo Moscú se había despertado y los diarios se desparramaron sobre él como pájaros. Las hojas iban de mano en mano y, hacia las once de la mañana, los repartidores estaban sin ejemplares a pesar de que el Izvestiaalcanzó aquel mes una tirada de un millón y medio de ejemplares.
El profesor Persikov cogió el autobús en la Prechistenka para ir al Instituto. Allí le esmeraba una sorpresa: había tres cajas de madera en el vestíbulo, pulcramente forradas con láminas de metal y cubiertas con etiquetas escritas en alemán. Sobre las etiquetas había una sola línea en ruso, que rezaba: «Cuidado: Huevos.» El profesor estaba abrumado por la alegría.
—¡Por fin! —gritó—. ¡Pankrat, abra inmediatamente las cajas, pero tenga cuidado no vaya a romper los huevos! ¡Tráigalos a mi oficina!
Pankrat llevó a cabo la orden inmediatamente y quince minutos después la voz del profesor se alzaba con rabia en la oficina, que estaba cubierta de aserrín y de trozos de papeclass="underline"
—¡Maldita sea! ¿Están jugando conmigo? —gritó el profesor con los huevos entre las manos, que movía furioso—. ¡Ese Fowlin-Hamsky es una bestia inmunda, pero no voy a consentir que me vuelva loco! ¿Qué es esto, Pankrat?
—Huevos, señor —contestó Pankrat, lúgubremente.
—¡Huevos de gallina! ¿Comprende? ¡De gallina! ¡El diablo se los lleve! ¡No me sirven para maldita la cosa! ¿Por qué no se los envían a ese bribón del sovjós?
Persikov corrió al teléfono del rincón, pero, antes de que hubiera tenido tiempo de marcar, la voz de Ivanov le llegó desde el pasillo:
—Vladimir Ipatievich. ¡Profesor Persikov!
Persikov se apartó del teléfono como una tromba, y Pankrat hubo de ladearse de un salto para dejarle paso libre. El profesor asistente corría a la habitación sin, como siempre había sido su educada costumbre, quitarse el sombrero que ahora llevaba inclinado hacia atrás sobre el cogote. Llevaba un periódico en la mano.
—¿Se ha enterado, Vladimir Ipatievich? —gritaba, moviendo ante los ojos de Persikov una hoja encabezada con las palabras suplemento extra y embellecida con una foto a todo color.
—No, pero escuche lo que han hecho —exclamó Persikov a su vez y sin querer atender—. Han decidido sorprenderme con más huevos de gallina. ¡Ese Fowlin-Hamsky es un completo idiota! ¡Eche una mirada!
Ivanov estaba totalmente confundido. Miró con horror los abiertos cajones, luego el periódico, y sus ojos estuvieron a punto de salírsele de las órbitas.
—¡Eso ha sido! —musitó sofocado—. Ahora lo entiendo... No, Vladimir Ipatievich, lea usted esto —abrió rápidamente el periódico y señaló una de las fotos con dedo tembloroso.
Se trataba de una enorme serpiente enrollada como una terrorífica manguera sobre un humeante fondo. El cauto fotógrafo la había tomado desde arriba, desde un aeroplano que había descendido en picado sobre la serpiente.
—¿Qué diría usted que es esto, profesor?
Persikov se llevó las gafas a la frente, luego volvió a bajarlas, miró la foto y dijo con gran asombro.
—¡Demonios! Es... vaya, es una anaconda, una boa de río.
Ivanov tiró el sombrero, se sentó pesadamente y dijo, puntuando cada palabra con un puñetazo sobre la mesa:
—¡Vladimir Ipatievich esa anaconda procede de la provincia de Smolensko! ¡Y es monstruosa! ¿Se da cuenta? ¡Ese bribón ha empollado serpientes en vez de pollos y se han multiplicado tan fenomenalmente como las ranas!
—¿Qué? —gritó Persikov con el rostro lívido—. ¡Está de broma, Piotr Stepanovich...! ¿De dónde han salido?
Ivanov se quedó sin habla durante un momento; luego recobró la voz y, señalando con el dedo una caja abierta donde los extremos de los huevos brillaban blancos entre el aserrín, dijo:
—De ahí.
—¿Quéee? —aulló Persikov. empezando a comprender.
Ivanov, moviendo sus cerrados puños de arriba abajo, dijo:
—Puede estar seguro. Enviaron su pedido de serpientes y avestruces al sovjós, y a usted le han mandado los huevos de gallina.
—¡Cielo santo..., cielo santo! —gimió Persikov al tiempo que se ponía rojo y se hundía en su silla giratoria.
Pankrat permanecía en la puerta, completamente aturdido, pálido y sin habla. Ivanov dio un salto, cogió el periódico y, subrayando una línea con su larga uña puntiaguda, dijo al oído del profesor:
—Ahora van a tener que solventar un bonito negocio. No puedo en absoluto imaginarme qué va a pasar después. Mire, Vladimir Ipatievich —y se puso a leer a voz en cuello el primer párrafo de la arrugada hoja que cayó bajo sus ojos—: «Las serpientes viajan en hordas hacia Mozhaisk dejando enormes cantidades de huevos a su paso. En el distrito de Dukhovsk se encontraron huevos... Cocodrilos y avestruces corren por la campiña. Unidades especiales de tropa contuvieron el pánico en Vyazma tras rodear el bosque con una barrera de fuego que impedía a los reptiles aproximarse al pueblo..»
Persikov, al llegar a este punto, se levantó de la silla con ojos de loco y empezó a gritar, jadeante y sofocado:
—Anacondas..., anacondas..., boas de río... ¡Señor!
Ni Ivanov ni Pankrat le habían visto nunca en semejante estado. Se quitó la corbata, se arrancó los botones de la camisa, se puso de un púrpura lívido, como el de un hombre con..., con un ataque de apoplejía, y vacilando, con los ojos muy abiertos y vidriosos, salió afuera Sus gritos reverberaron bajo las arcadas de piedra del Instituto: