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—Anacondas..., anacondas... —retumbaba el eco.

—¡Coja al profesor! —gritó Ivanov a Pankrat, al que no llegaba la camisa al cuerpo—. Tráigale un vaso de agua... ¡Le ha dado un ataque!

12

MOSCÚ resplandecía aquella noche. Nadie dormía en la ciudad, que tenía una población de cuatro millones de habitantes, salvo los bebés, que no estaban al corriente de nada. En todas las casas, gente enloquecida comía y bebía, entregada al desenfreno, todo lo que encontraba a mano; por todas partes se oían gritos y a cada minuto caras descompuestas aparecían por las ventanas de los apartamentos, mirando al cielo que surcaban los focos.

El espacio zumbaba a causa de los aeroplanos que volaban bajo. La calle Tverskava-Yamskava era la peor de todas. Cada diez minutos llegaban trenes a la estación Alexander. Estaban compuestos por vagones de carga y de pasajeros de las tres clases, e incluso de tanquetas, todos ellos llenos de personas histéricas de miedo, que luego corrían por la Tverskaya-Yamskaya alocadamente. La gente iba en autobuses, sobre los techos de los troles, se empujaban unos a otros y caían bajo las ruedas de los vehículos.

En la estación, de vez en cuando, sonaban rápidos disparos al aire sobre las cabezas de la multitud Las unidades de tropa intentaban detener el pánico de los fanáticos que corrían por los carriles del tren que iba desde la provincia de Smolensko hasta Moscú. A veces, las ventanas de la estación saltaban hechas añicos con un ruido agudo que se extinguía al momento, y las locomotoras aullaban sin cesar.

Las calles estaban cubiertas de carteles pisoteados en los que nadie se fijaba. Lo que decían ya era sabido por todo el mundo, y nadie se tomaba el trabajo de leerlos. Proclamaban el estado de emergencia en Moscú, y, a la vez, amenazaban con sanciones a los que se dejaran llevar por el pánico e informaban de que unidades del Ejército Rojo, armadas con gases, se dirigían en masa hacia la provincia de Smolensko. Pero los carteles eran, naturalmente, incapaces de contener el tropel de gente despavorida.

Todas las estaciones que llevaban al norte y al este fueron acordonadas por una gruesa línea de infantería. Grandes camiones fueron cargados hasta los topes con cajas, ocupándose de esto soldados de puntiagudos cascos y armados con bayonetas que se erizaban en todas direcciones. Estaban acarreando las reservas de oro de los sótanos del Comisariado de Finanzas del Pueblo, así como enormes cajones marcados con: «Cuidado: Galería de Arte Tretyakov.» Sobre todo Moscú bramaban en precipitada carrera montones de automóviles.

En el lejano horizonte, el cielo se encendía con el resplandor de distantes hogueras, y la densa oscuridad de agosto se estremeció por el bronco tronar de los cañones.

Hacia la madrugada, una masiva columna de caballería se abría paso por el despierto Moscú, en el que aún no había sido apagada una sola luz. La hormigueante y ensordecedora muchedumbre pareció recobrarse a la vista de las apretadas filas que marchaban hacia delante, implacables, por entre el hirviente océano de locura. Las masas de las aceras empezaron a clamar con renovada esperanza.

—¡Viva la caballería! —gritaban frenéticas voces femeninas.

—¡Hurra! —añadían los hombres.

Paquetes de cigarrillos, monedas de plata y relojes de pulsera empezaron a volar sobre las filas, provenientes de las aceras. Ocasionalmente, las voces de los jefes de pelotón se elevaban sobre el incesante repicar de los cascos:

—¡Tened las riendas!

Una alegre y atolondrada canción se elevó de alguna parte, y las caras, bajo las vistosas capuchas escarlata, aparecían sonrientes a la movediza luz de los anuncios. De vez en cuando, alternándose con la columna de jinetes encapuchados, pasaban figuras que cabalgaban con cascos extrañamente coronados, con tubos echados sobre los hombros y cilindros atados con correas a la espalda. Tras ellos rodaban enormes camiones cisterna con las más largas mangueras, parecidas a lanzagranadas, y pesados tanques oruga que hacían crujir el pavimento, cerrados herméticamente y dejando escapar tan sólo una raya de luz por sus troneras.

Luego llegaron nuevas columnas montadas y, tras ellas, más vehículos con sólidos blindajes grises y tubos parecidos a los de los cascos saliéndoles hacia afuera y con calaveras blancas pintadas a los lados sobre las palabras «Gas» y «Buenos Químicos».

—¡Salvadnos, hermanos! —gritaba la gente desde la acera—. ¡Acabad con las serpientes...! ¡Salvad Moscú!

Una suave canción que amansaba y llegaba al corazón empezó a extenderse por las filas:

Ni élites, ni reyes, ni lacayos. Acabaremos con la sucia jauría de reptiles.

Estruendosos «burras» rodaron sobre la enredada masa humana en respuesta a los rumores de que, a la cabeza de las columnas, con la misma capucha escarlata que el resto de los jinetes, iba el ya cano comandante de caballería que había ganado legendaria fama diez años antes. La muchedumbre bramó y el griterío, ensordecedor, subió al cielo, llevando algún consuelo a los desesperados corazones.

El Instituto estaba en la penumbra. Los acontecimientos del exterior sólo le llegaban en forma de vagos y fragmentarios ecos. Una ráfaga de disparos dejó sus señales en abanico bajo el brillante reloj del Manége: los soldados estaban ejecutando a unos facinerosos que habían intentado robar un piso en la Volkhonka. Había poco tráfico de automóviles por allí ya que la mayoría de ellos se dirigían en masa hacia las estaciones de ferrocarril. En el estudio del profesor, iluminado por una simple bombilla, Persikov permanecía sentado, silencioso, con la cabeza entre las manos. En torno a él flotaban columnas de humo. Ya no había rayo en la cámara y las ranas del terrario estaban en silencio porque dormían. El profesor no trabajaba ni leía. Bajo uno de sus codos yacía la edición de las pocas noticias despachadas por la tarde: una estrecha hoja de papel que informaba que todo Smolensko estaba en llamas y que la artillería procedía a rodear sistemáticamente el bosque Mozhaisk, sector por sector, para destruir los montones de huevos de cocodrilo puestos en cualquier cavidad natural. Otro informe decía que un escuadrón aéreo había logrado considerable éxito en Vyazma al gasear casi todo el distrito, pero que el número de víctimas humanas en el área era imposible de calcular debido a que, en lugar de evacuar ordenadamente, la gente se había lanzado en grupos, divididos y enloquecidos por el pánico, en todas direcciones y sin contar con los planes establecidos por las autoridades.

Había también un informe sobre la División Especial del Cáucaso, emplazada junto a Mozhaisk, que había obtenido una brillante victoria sobre manadas de avestruces y había hecho pedazos y destruido impresionantes cantidades de huevos. La misma división había sufrido lamentables pérdidas. El Gobierno anunciaba que, si se demostraba la imposibilidad de detener a los reptiles a dos verstas de la capital, ésta debería ser evacuada de forma ordenada. A los trabajadores y empleados se les ordenaba conservar absoluta calma. El Gobierno tomaría las más drásticas medidas para prevenir una catástrofe como la de Smolensko. Allí, la gente, llevada al más desaforado pánico por el súbito ataque de una legión de varios miles de serpientes de cascabel, se había lanzado a una huida desesperada, abandonando cocinas encendidas que pronto hicieron de la ciudad una hoguera de enormes llamas.

Asimismo, se informaba que Moscú tenía suficientes provisiones como para resistir un mínimo de seis meses, y que el comandante en jefe aconsejaba tomar rápidas medidas a fin de fortificar y armar todas las casas para poder luchar contra los reptiles en cada calle de la capital en caso de que el Ejército Rojo y las Fuerzas Aéreas no consiguieran detener su espantoso avance.