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El profesor no había leído nada de eso. Ahora miraba delante de sí, con ojos vidriosos, y fumaba. Sólo había dos personas más en el Instituto, Pankrat y el ama de llaves, María Stepanovna, que estaban junto a él. La mujer, de vez en cuando, rompía a llorar. La anciana no había dormido en tres noches al haberlas pasado en el estudio del profesor, debido a que éste se había negado a abandonarlo.

María Stepanovna, acurrucada sobre el sofá de hule, en un sombrío rincón, mantenía una silenciosa y afligida vigilancia, mirando cómo la tetera, con algo de infusión para el profesor, borbollaba sobre el trípode del quemador a gas.

El Instituto estaba silencioso y todo ocurrió de manera súbita.

En la acera se elevó un estallido de irritados gritos que hicieron que la pobre ama se sobresaltase y se pusiese a llorar. Destellaron focos y linternas y la voz de Pankrat se oyó en el vestíbulo del edificio. Pero todo este ruido significaba poco para el profesor. Levantó un momento la cabeza y murmuró:

—Se están volviendo locos... ¿Qué puedo hacer ahora?

Luego, volvió a abismarse en un estupor que le fue súbitamente interrumpido: las puertas de hierro del Instituto que daban a la calle Herzen resonaron con golpes violentos y las paredes del edificio temblaron ligeramente. El firme espejo que colgaba de la pared de la oficina contigua se partió en dos. La ventana del estudio del profesor voló en pedazos. El adoquín, tras pulverizar el vidrio, cayó sobre el cristal de la mesa de escritorio, destrozándolo por completo y atemorizando a los presentes. Las alarmadas ranas comenzaron a dar saltos en el terrario, produciendo un alboroto tremendo. María Stepanovna empezó a dar vueltas gritando:

—¡Corra, Vladimir Tpatievich, corra!

Este se levantó del taburete, se enderezó, v, levantando sentenciante su dedo índice, contestó, mientras sus ojos recobraban algo del poderoso resplandor del muy inspirado Persikov de antaño:

—No me voy a ningún sitio. Esto es estúpido —dijo—. Pululan al igual que maníacos como si todo Moscú se hubiese vuelto loco. ¿Adonde puedo ir yo? ¡Pankrat! —llamó, al tiempo que apretaba un botón.

Probablemente quería a Pankrat para que acabara con el desorden, que siempre había detestado. Pero Pankrat ya no podía hacer nada. Se terminaron los golpes cuando las puertas del Instituto se abrieron por la furia de los empujones; se oyó un cercano restallar de disparos y todo el edificio de piedra retumbó con el tronar de la gente que corría por sus pasillos vociferando y con el ruido de los cristales que se rompían. María Stepanovna sujetó fuertemente la manga de Persikov y empezó a arrastrarle, pero el profesor se deshizo de ella, se estiró en toda su estatura, y, tal como estaba, con su bata blanca, salió al corredor.

Las puertas se abrieron con un estampido y lo primero que apareció fue la espalda de un militar con gorra roja y una estrella en la manga izquierda. El oficial, al tiempo que era empujado hacia atrás por una muchedumbre furiosa, disparaba su revólver. Luego se volvió y, dando un salto, quedó tras Persikov, al tiempo que le gritaba:

—¡Sálvese, profesor, corra, no puedo hacer nada más!

Sus palabras fueron contestadas por un histérico chillido de María Stepanovna. El oficial saltó más allá de Persikov, que todavía estaba en pie como una estatua blanca, y desapareció en la oscuridad de los tortuosos corredores del otro lado. La gente avanzó entonces gritando:

—¡Cogedle, matadle...!

—¡Es un enemigo público!

—¡Nos ha lanzado las serpientes!

Por los pasillos llegaba un tropel de caras descompuestas. Alguien disparó. Los bastones eran enarbolados con saña. Persikov dio un paso atrás para obstruir la puerta del estudio, donde María Stepanovna se había arrodillado presa del terror, y abrió los brazos como un crucificado... Quería impedir que la gente entrase, y gritó con irritación:

—¡Esto es una verdadera locura...! ¡Sois unas bestias salvajes! ¿Qué queréis? —y luego exclamó—: ¡Fuera de aquí!

Completó su discurso con un agudo grito familiar:

—¡Pankrat! ¡Échelos de aquí!

Pero Pankrat ya no podía echar a nadie. Destrozado y pisoteado yacía inmóvil en el vestíbulo, donde la multitud seguía pateándolo sin prestar atención a los disparos de la milicia que había en la calle.

Un hombre bajo, de piernas torcidas y con una camisa hecha andrajos, se adelantó de repente a los demás, dio un salto hacia. Persikov y le abrió la cabeza de un tremendo bastonazo. El científico se tambaleó y cayó lentamente. Sus últimas palabras fueron:

—Pankrat... Pankrat...

María Stepanovna resultó muerta y despedazada en el estudio. La cámara, en la que el rayo se había extinguido hacía ya tiempo, y el terrario, fueron hechos añicos, y las enloquecidas ranas se vieron perseguidas y pisoteadas. Las mesas de cristal quedaron reducidas a trozos, al igual que los reflectores, y una hora después el Instituto era una enorme hoguera.

13

LA noche del 19 al 20 de agosto, una helada sin precedentes se abatió sobre el país, y ni siquiera los más viejos ciudadanos pudieron compararla con ningún caso anterior. Llegó y duró dos días y dos noches, haciendo bajar el termómetro a 18 ℃ bajo cero. Moscú cerró todas sus puertas y ventanas.

Hasta el tercer día los habitantes de la capital no se dieron cuenta de que el frío había salvado a la ciudad y a las vastas comarcas que gobernaba y que habían sido el escenario de la terrible catástrofe.

La caballería de Mozhaisk había perdido tres cuartos de sus hombres y estaba al borde mismo del agotamiento, y los escuadrones de gas no habían podido detener el avance de los repugnantes reptiles, que cercaban Moscú por el oeste, sudoeste y sur, en un semicírculo cada vez más próximo. Los reptiles debieron ser, pues, aniquilados por la helada.

Y, en efecto, dos días y dos noches a 18° bajo cero fueron demasiado para las abominables manadas. Cuando la helada levantó, no dejando más que charcos y barro sobre la tierra, húmeda la atmósfera y toda la cosecha perdida por el súbito helor, ya no quedaba, de hecho, nadie para luchar. Pero la catástrofe había concluido.

Durante mucho tiempo vastas extensiones de tierra estuvieron putrefactas por los innumerables cadáveres de cocodrilos y serpientes, llamados a la vida por el misterioso rayo que había nacido bajo los ojos del genio de la calle Herzen. Pero ya no eran peligrosos; las criaturas de las exuberantes y cálidas marismas tropicales habían perecido en dos días, dejando en el territorio de las tres provincias la terrible huella de su recién terminada existencia.

14

EN la primavera de 1929 Moscú vibraba otra vez con gran cantidad de luces. De nuevo se oía el crujir de carruajes mecánicos sobre el pavimento mientras que la luna, en cuarto creciente, colgaba, como suspendida de un hilo de araña, sobre la torre de la catedral. En el lugar del Instituto que había sido quemado en agosto de 1928 se elevaba ahora un nuevo palacio zoológico. Su director era el antiguo profesor asistente Ivanov. Persikov ya no estaba allí. El rayo y la catástrofe del año anterior fueron largamente discutidos en todo el mundo, pero, gradualmente, el nombre del profesor Persikov pasó a segundo plano y acabó hundiéndose en la oscuridad, como lo hiciera el rayo escarlata descubierto por él en una noche de abril.

A pesar de lo simple que había sido la combinación de las lentes y los reflejados haces de luz, nadie consiguió volver a obtenerlo, no obstante los esfuerzos de Ivanov. Evidentemente, se requería algo especial además del conocimiento; algo sólo poseído por un hombre en el mundo: el fallecido profesor Vladimir Ipatievich Persikov.