Y, dicho esto, se puso a mirar con tristeza hacia el tejado de la Universidad, donde el invisible Alfred bramaba por las brillantes fauces del altavoz. Por alguna razón, Persikov se sintió profundamente apenado por el hombre grueso.
—¡Yo nunca le dije a nadie que hiciera el favor de sentarse! —musitó cogiendo con rabia las palabras del aire—. ¡Ese tipo es simplemente un desvergonzado de extraordinarias proporciones! Perdóneme, por favor, ¿se hace cargo? Cuando estás trabajando y la gente te interrumpe... No hablo de usted, por supuesto.
—¿Quizá, señor, me daría finalmente una descripción de su laboratorio? —rogó el hombre con una mezcla de modestia y pesadumbre—. Después de todo, a usted ya le es lo mismo...
«En el espacio de tres días, sale tal multitud de unos pocos gramos de huevas, que es imposible contarla», rugía mientras tanto el altavoz.
—El muy pícaro... ¿Y bien? —siseó Persikov al hombre gordo, amblando de indignación—. ¿Qué dice usted a eso? Hay que ver; deberíamos compadecerle...
—Ultrajante —agregó el interpelado.
De pronto, una deslumbrante luz hirió los ojos del profesor y el fogonazo iluminó cuanto había a su alrededor: los postes, una porción del embaldosado pavimento, una pared amarilla, las caras expectantes...
—Eso es para usted, profesor —susurró extasiado el hombre gordo, y se colgó de la manga del profesor como una pesa de plomo. Algo chasqueó con rapidez en el aire y nuevamente quedó iluminada la escena.
—¡Al diablo con todos ellos! —exclamó Persikov desesperado, corriendo con su lastre por entre la multitud—. ¡Eh, taxi! ¡A Prechistenka!
El viejo y desvencijado coche, cosecha del 24, se acercó hasta donde se hallaba el profesor, que trató de subir al vehículo al tiempo que intentaba desembarazarse del hombre gordo.
—¡Me está molestando! —murmuró, cubriéndose la cara con las manos para protegerse de la luz.
Las voces que se levantaban de entre la multitud decían:
—¿Lo ha leído? ¿Qué están diciendo? ¡El profesor Persikov y sus hijos fueron encontrados con la garganta abierta en la calle Bronny...!
—¡No tengo hijos, hijos de perra! —gritó Persikov un segundo antes de advertir que una negra cámara le enfocaba y le estaba sacando de perfil con la boca abierta y los ojos furibundos.
4
EN un pequeño pueblo de provincias llamado oficialmente Troisk y corrientemente Steklovsk, en el departamento de Steklovsk de la provincia de Kostrona, una mujer con mantón y vestido gris con flores rosas, de algodón, salió a la escalera de una casita de la antigua catedral y estalló en lágrimas. Esta mujer, la viuda del diácono de la citada catedral, sollozó tan fuertemente que pronto otra figura femenina, cubierta con un blanco chal de lana, apareció en la ventana de la casa de enfrente y dijo:
—¿Qué es eso, Stepanovna? ¿Otra vez?
—¡La que hace sesenta! —contestó la viuda sollozando amargamente.
—¡Ay, pobrecita, pobrecita! —se lamentó la mujer del chal moviendo la cabeza—. ¡Qué desgracia, la cólera de Dios! ¿Se ha muerto?
—Ven a ver, Matrena —musitó la diaconisa entre sollozos fuertes y sentidos—, ¡ven a ver lo que ha pasado!
La puertecilla gris y combada se cerró de golpe. Los pies desnudos de la mujer pisaron los polvorientos baches de la calzada y la viuda, deshaciéndose en lágrimas, llevó en seguida a Matrena a su corral de gallinas.
A decir verdad, la viuda del reverendo Sawaty Drozdov, que había muerto en 1926 víctima de angustias antirreligiosas, no sólo no había perdido nunca su presencia de ánimo, sino que había fundado un floreciente negocio de aves. Tan pronto como los asuntos de la viuda empezaron a prosperar, el Gobierno la gravó con un impuesto tal que sus actividades estuvieron a punto de venirse abajo. Pero había gente buena en el mundo. Aconsejaron a la viuda que informara a las autoridades locales de que estaba organizando una cooperativa de obreros en la granja avícola. Los miembros de la cooperativa eran la propia Drozdova, su fiel sirvienta Matreshka y su nieta, que era sorda. Los impuestos fueron inmediatamente revocados y el negocio de pollos se extendió y floreció. Hacia 1928, de esta forma, la población del corral de la viuda, rodeado de filas de gallineros, se había elevado a doscientas cincuenta gallinas; contaba incluso con algunas de la especie cochinchina, Los huevos procedentes de la granja de la viuda aparecían en el mercado de Steklovsk cada domingo; también se vendían en Tambov y alguna vez llegaban a ser vistos en los escaparates de la tienda que antiguamente era conocida como Chickin, Quesos y Mantequilla. Moscú. Y ahora, una preciosa Brahmaputra, la favorita de todo el mundo, se había paseado de arriba abajo del corral, vacilando, vomitando y haciendo rodar sus melancólicos ojos hacia el sol como si estuviera viéndolo por última vez. Había abierto al máximo el pico estirando el cuello hacia el cielo. Luego, empezó a vomitar sangre.
—¡Divino Jesús! —gritó la vecina, dándose una palmada en el muslo—. ¿Qué pasa aquí? Nunca vi un pollo quejarse del estómago como si fuese un ser humano.
Y ésas fueron las últimas palabras que oyó el pobre animalito, pues, de pronto, cayó de lado, picoteó débilmente el polvo y cerró los ojos para siempre. Luego, rodó hasta quedar de espaldas, tensó sus patas como queriéndolas clavar en el cielo y quedó inmóvil.
—Stepanovna, quizá me equivoque, pero juraría que a tus pollos les han echado mal de ojo. ¿Quién ha visto nunca una cosa igual? ¡Caramba! Las gallinas nunca han enfermado así.
—¡Los enemigos de mi vida! —clamó al cielo la diaconisa—. ¿Es que acaso lo que quieren es llevarme de este mundo?
Sus palabras fueron contestadas por un recio quiquiriquí, tras el cual un gallo sucio y flaco voló oblicuamente desde un gallinero como un borracho escandaloso sale de una taberna. Miró con ojos desorbitados a las dos mujeres, anduvo como loco por un rincón del corral y extendió sus alas como si fuera un águila, pero no se elevó del suelo. En lugar de eso, empezó a correr en círculo por el patio. A mitad de la tercera vuelta se paró y dio muestras de estar muy enfermo; empezó, en efecto, a toser y a resollar, esparció a su alrededor varios escupitajos sanguinolentos, se desplomó y apuntó al sol con sus patas crispadas como garfios.
Una nueva explosión de gemidos femeninos llenó el ámbito, siendo esta vez contestada por ansiosos cloqueos, batir de alas y ruidosa algazara, proveniente todo ello de los gallineros.
—Bueno, ¿es o no es mal de ojo? —exclamó triunfalmente la vecina—. Llama al padre Sergy para que oficie un servicio.
A las seis de la tarde, cuando el sol, ya bajo, quedó como una faz hirviente entre las redondas caras de los girasoles, el padre Sergy, prior de la iglesia catedral, se quitaba los ornamentos tras haber completado su servicio. Cabezas curiosas aparecían sobre la vieja valla combada y se entreveían por las rendijas que dejaban entre sí las tablas que la componían. La afligida viuda había besado la cruz, vertido copiosas lágrimas sobre el desgastado rublo amarillo canario, y se lo había dado al padre Sergy; él, en respuesta, suspiró y murmuró algo a propósito de la cólera del Señor.
Después de eso la multitud de la calle se dispersó y, como las gallinas se retiran temprano, nadie se enteró de que tres de ellas y un gallo habían muerto en el mismo momento en el corral de la vecina más próxima a la Drozdova. Vomitaban, tal como hacían las de esta última, pero con la única diferencia de que sus muertes ocurrían en un gallinero cerrado, por lo que el ruido no trascendía al exterior. El gallo cayó de cabeza desde el palo, y murió en esa postura. Como ocurrió en el corral de la viuda, al atardecer todos los demás gallineros estaban mortalmente tranquilos, con las aves yacentes sobre el suelo, amontonadas, tiesas y frías.