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—Buenos días, ciudadano profesor.

—¿Qué desea? —preguntó Persikov en tono amenazador, mientras se quitaba el abrigo ayudado por Pankrat. Entonces, el sombrero hongo procedió a tranquilizar rápidamente al profesor, susurrando, con un suavísimo tono de voz, que no tenía por qué inquietarse. El, el sombrero hongo, estaba allí con el único propósito de que el profesor no fuese molestado por ningún visitante inoportuno...

—Hum... Diría que están ustedes bien organizados —murmuró Persikov: y añadió ingenuamente—: Y qué, ¿comerá usted aquí?

El sombrero hongo sonrió y explicó que sería relevado.

Después de este episodio transcurrieron tres días de magnífica calma. El profesor tuvo dos visitas del Kremlin. Los otros visitantes fueron sólo los estudiantes que acudían a buscar los resultados de sus exámenes. Eran, generalmente, suspendidos, y sus caras mostraban que Persikov se había convertido para ellos en objeto de terror supersticioso.

—¡Váyanse y métanse a chóferes! No sirven para estudiar Zoología —se oía desde la oficina.

—Severo, ¿eh? —preguntó a Pankrat el sombrero hongo.

—Un santo terror —contestó Pankrat—. Incluso los que han sido aprobados salen serios y pálidos. Pobres almas. Les hace sudar. Salen dando traspiés y, rápido, a la taberna.

Ocupado en estos asuntos menores, el profesor no se dio cuenta de que habían pasado ya tres días, y durante el transcurso del cuarto se le devolvió de nuevo a la realidad. La causa de esto fue una aguda voz de falsete que le llegó desde la calle.

—¡Vladimir Ipatievich! —irrumpió la voz desde abajo a través de la ventana abierta de la oficina.

La voz estaba de suerte. Encontraba a Persikov exhausto por los acontecimientos de los días anteriores. En ese momento estaba descansando en su sillón, con los débiles ojos enrojecidos, y fumando. Se hallaba demasiado cansado para poder proseguir con su trabajo. De ahí que mirase con cierta curiosidad por la ventana y viera a Alfred Bronsky en la acera. El profesor reconoció al momento al dueño titular de las tarjetas satinadas por su sombrero puntiagudo y su bloc de notas. Ante la ventana, Bronsky saludó con deferencia y simpatía.

—¡Ah! ¿Es usted? —dijo el profesor.

El siempre presente hongo de la esquina dirigió instantáneamente la totalidad de sus sentidos hacia el periodista, en cuya cara estaba apareciendo justamente la más desarmante sonrisa.

—Sólo un par de minutos, querido profesor —dijo Bronsky, forzando la voz desde la calle—. Sólo una pequeña pregunta puramente de zoología. ¿Me la permitirá?

—Adelante —contestó Persikov, breve e irónicamente, pensando para sí: «Después de todo, hay algo americano en este bribón.»

—¿Qué diría usted a propósito de para las gallinas querido profesor? —gritó Bronsky haciendo bocina con las manos.

Persikov estaba al borde del abismo. Se sentó en la ventana, luego se apartó, presionó un botón y gritó señalando con el dedo hacia la calle:

—¡Pankrat, deje entrar a ese tipo de la acera!

Cuando Bronsky apareció en la oficina, Persikov alargó su cortesía al extremo de espetar:

—¡Siéntese!

Por lo que Bronsky, con una arrebatadora sonrisa, se sentó en el taburete giratorio.

—Va a contestarme a una cosa —empezó Persikov—. Usted escribió para esos periódicos, ¿no es así?

—Sí, señor —contestó Alfred con gran respeto.

—Bien; hay algo que me resulta incomprensible. ¿Cómo puede usted escribir si ni siquiera habla correctamente? ¿Qué clase de expresiones son ésas, «un par de minutos», «a propósito de para las gallinas»? Probablemente querría decir «a propósito de las gallinas», ¿no?

A Bronsky se le escapó una leve y respetuosa risita.

—Valentín Petrovich lo aprueba —aclaró.

—¿Quién es Valentín Petrovich? —preguntó Persikov.

—El jefe del departamento de literatura —volvió a informar Alfred.

—Ah, está bien. Olvidemos a su Petrovich. ¿Qué era, en concreto, lo que quería saber sobre gallinas?

—Todo lo que pueda decirme, profesor.

Bronsky se armó de lápiz y papel, y chispas de felicidad brotaron en los ojos del científico.

—No debería haberse dirigido a mí; no soy especialista en el reino de las plumíferas. Mejor habría sido que fuera a ver a Emelyan Ivanovich Portugalov, de la primera Universidad. Yo, de hecho, sé muy poco...

Bronsky siguió con su sonrisa de adoración, como para indicar que había entendido la broma del profesor. «Broma: poco», apuntó en el cuaderno.

—Sin embargo, si está interesado... Muy bien. Gallinas, o Pectinates...Género: pájaros. Orden: gallinae. Subespecie: faisán...

Persikov recitó en alta voz, mirando, no a Bronsky, sino a algo situado más allá de él, donde un millar de personas estaban, presumiblemente, escuchando...

—Familia del faisán... Faisánidas. Pájaros de carnosa cresta y dos lóbulos sobre la mandíbula inferior... hum... a veces, por supuesto, sólo hay uno, en el centro del mentón... ¿Qué más? Alas: cortas y redondeadas... Cola: mediana, algo aserrada, con las plumas del centro dispuestas en orden creciente... Pankrat... tráigame el modelo número 705 de la sala de exposición. Se trata de un gallo seccionado transversalmente... Pero, espere, ¿no lo necesita? Déjelo, Pankrat... Repito, no soy un especialista. Vaya a Portugalov. En realidad yo estoy familiarizado con seis especies de gallinas salvajes... hum... Portugalov conoce más. En la India y en el archipiélago Malayo... por ejemplo: el gallo de Banki, hallado en las faldas del Himalaya, en la India, en Assam y Burma... Luego, existe el gallo de cola de frac o Gállus varius, de. Lombok, Sumbawa y Flores. En la isla de Java hay un notable gallo, el Gállus cneus. Al sudeste de la India, puedo alabar al muy hermoso gallo Zonnerat. Y en Ceilán encontramos al gallo Stanley, propio exclusivamente de esta isla.

Bronsky estaba en su asiento escuchando con gran interés y garabateando con furia.

—Me gustaría saber algo sobre las enfermedades de los pollos —musitó Alfred modestamente.

—Hum, no soy un especialista... Pregunte a Portugalov... Bien, están las lombrices del intestino, el trematodo hepático, las garrapatas, la sarna roja, los piojos de los pollos, los piojos de las aves de corral, o Mallophaga, las pulgas, el cólera de las gallinas, la inflamación grupo-diftérica de las membranas mucosas..., la neumonomicosis, la tuberculosis, la sarna de los pollos... Hay toda clase de enfermedades —brillaban chispas en los ojos de Persikov—. Puede haber envenenamiento, tumores, raquitismo, ictericia, reumatismo, y el Fungus achoritun Schoenleinii...una enfermedad muy interesante. Produce pequeñas manchas en la cresta, parecidas al moho.

Bronsky se secó la frente con un pañuelo vivamente coloreado.

—Y ¿cuál es en su opinión, profesor, la causa de la actual catástrofe?

—¿Qué catástrofe? —se extrañó el científico.

—Cómo, ¿no lo ha leído, profesor? —exclamó Bronsky con gran asombro al tiempo que sacaba de su cartera una hoja del Izvestia.

—No leo periódicos —contestó Persikov frunciendo el ceño.

—Pero ¿por qué, profesor? —preguntó Alfred con ternura.

—Porque escriben cosas sin sentido —contestó Persikov sin un segundo de vacilación.

—Pero ¿qué dice a esto, profesor? —susurró Bronsky mansamente al tiempo que desdoblaba la hoja.

—¿Qué es esto? —preguntó Persikov, estirándose incluso un poco en su silla; ahora las chispas brillaban en los ojos de Bronsky.