– ¿No ves que nos está costando mucho seguirte? Ha sido un día muy cansado para mí y para Boris.
Sophie sonrió, abstraída. Luego, pasando el brazo por el hombro de Boris, lo atrajo hacia sí diciéndole con dulzura:
– Tranquilo… Ya sé que es un poco desagradable con este frío y la lluvia que ha comenzado a caer. Pero enseguida estaremos en el apartamento. Y calentitos…, ya nos ocuparemos de que así sea. Lo suficiente para poder quitarnos los jerséis si queremos. Y podrás acurrucarte en uno de esos grandes sillones nuevos. Un niño como tú casi se pierde en ellos. Podrás hojear tus libros, ver algún vídeo… O, si lo prefieres, podríamos sacar del armario algunos juegos de mesa. Te los sacaré todos para que tú y el señor Ryder podáis jugar al que os apetezca. Aunque también podríais colocar los almohadones rojos en la alfombra y extender el juego en el suelo. Yo, entretanto, haré la cena y pondré la mesa en un rincón. De todas formas, más que cocinar algo complicado, creo que sacaré algunas cosillas para picar: albóndigas, quesitos, algunas pastas… No temas: tendré en cuenta todo lo que te gusta y lo pondré en la mesa. Cuando hayamos cenado los tres, jugaremos todos juntos, si quieres. Mientras te apetezca; y, si te cansas, lo dejamos. A lo mejor prefieres charlar de fútbol con el señor Ryder. Después, sólo cuando ya no puedas más, te vas a la cama. Ya sé que tu nueva habitación es pequeña, pero tú mismo dijiste que te parecía muy bonita. Seguro que esta noche dormirás profundamente. Olvidarás por completo este desagradable y frío paseo. En cuanto entres por la puerta y notes el calórenlo de dentro… No te desanimes. Nos queda muy poco ya.
Tenía abrazado a Boris mientras le hablaba de esta forma, pero al concluir lo soltó, dio media vuelta y prosiguió el camino. La brusquedad con que lo hizo me cogió por sorpresa…, porque yo mismo me había sentido arrullado por sus palabras, y hasta había cerrado un instante los párpados. También Boris se llevó un sobresalto; para cuando volví a darle la mano, su madre se hallaba ya a varios pasos de distancia.
Yo no estaba dispuesto a dejar que se alejara mucho de nuevo, pero en aquel preciso instante noté unos pasos a nuestras espaldas y no puede evitar demorarme un segundo para mirar hacia la entrada del callejón. En el momento en que lo hacía, una persona acababa de entrar en el círculo de luz proyectado por la farola, y vi que se trataba de un conocido. Era Geoffrey Saunders, un compañero mío de clase en el año en que fui a la escuela en Inglaterra. No le había vuelto a ver desde entonces, así que me sorprendió ver lo mucho que había envejecido. Incluso teniendo en cuenta el efecto poco favorecedor de la luz de la farola, sumado al de la fría llovizna, daba la impresión de un enorme desaliño. Llevaba una gabardina que, al parecer, no podía abrocharse, pues tenía que mantenerla sujeta por delante mientras caminaba. No estaba yo muy seguro de querer dar muestras de haberlo reconocido, pero en el momento en que Boris y yo nos poníamos de nuevo en marcha, Geoffrey Saunders nos dio alcance.
– ¡Hola, muchacho! -me saludó-. Ya me pareció que eras tú. ¡Qué tarde de perros tenemos!
– Sí, de perros -asentí-. Y eso que el tiempo era muy agradable hace un rato.
El callejón había desembocado en una especie de carretera oscura y sin un alma. Soplaba un viento fuerte y daba la impresión de que la ciudad estaba muy lejos.
– ¿Tu chico? -preguntó Geoffrey Saunders señalando con un gesto a Boris. Y luego, antes de darme tiempo a responder, prosiguió-: Guapo muchacho. Y buen mozo. Parece muy listo. Yo no he llegado a casarme. Siempre quise hacerlo, pero han ido pasando los años y ahora imagino que ya no me casaré. Aunque, para serte sincero, supongo que hay razones más profundas para mi soltería. Descuida… No quiero aburrirte habiéndote de la mala suerte que me ha acompañado todos estos años. Cierto que también he tenido algunos momentos buenos… En fin… Un buen mozo, sí, este chaval tuyo.
Geoffrey inclinó el cuerpo para saludar a Boris, pero éste, demasiado cansado o preocupado, no correspondió al saludo.
La carretera nos llevaba ahora colina abajo. Mientras avanzábamos en la oscuridad, recordé que Geoffrey Saunders había sido el alumno más prometedor de nuestro curso, destacado tanto en el aspecto académico como en el deportivo. El ejemplo al que se recurría siempre para reprocharnos a todos los demás nuestra falta de esfuerzo. Se daba por sentado que, con el tiempo, llegaría a ser el capitán del colegio. No lo fue en realidad, debido a cierta crisis que lo obligó a abandonar repentinamente la escuela a mitad del quinto curso.
– Leí en los periódicos que venías -estaba diciéndome ahora-. He estado esperando que me llamaras. Que me dijeras cuándo vendrías a visitarme. Fui a la panadería y compré unas Pastas para tener algo que ofrecerte con la taza de té clásica.
Después de todo, puede que mi vivienda sea un cuchitril de mala muerte, por lo de ser un solterón y todo eso, pero no he perdido la esperanza de que me visiten de vez en cuando y me siento muy capaz de recibir a mis invitados con todos los honores. Por eso, cuando oí que venías, salí inmediatamente a comprar unas pastas de té. Eso fue hace dos días. Ayer todavía me parecieron presentables, aunque la capa de azúcar se había quedado ya un poco dura. Pero hoy, en vista de que no dabas señales de vida, las he tirado a la basura. Por orgullo, supongo… Quiero decir, que tú has triunfado en la vida, y no me hacía ninguna gracia que te fueras pensando que llevo una existencia miserable en un cuartucho alquilado con sólo unas pastas rancias para ofrecer a mis visitas. Así que he ido de nuevo a la panadería y he comprado otras recién hechas. Y hasta he adecentado un poco mi cuarto. Pero tú sin llamarme… Bueno…, supongo que no puedo reprochártelo. ¡Eh, chico! -Se inclinó de nuevo y observó a Boris-. ¿Estás bien? Resoplas como si te hubieras quedado sin resuello.
Boris, que ciertamente volvía a tener dificultades, no dio muestras de haberle oído.
– Más vale que aflojemos un poco el paso en atención a esta tortuguita -dijo Geoffrey Saunders, y siguió-: La cuestión es que, ya desde el principio, no tuve mucha suerte en el amor. Mucha gente en esta ciudad piensa que soy homosexual… Lo creen porque vivo solo en una habitación alquilada. Al principio me molestaba que dijeran eso, pero ya no me molesta. Muy bien, me creen un homosexual…, ¿y qué? En realidad no me faltan mujeres con las que satisfacer mis necesidades. Ya me entiendes…, pagando. Es la clase de mujer que me va, y diría que algunas de ellas son de lo más decente. Lo que pasa es que, al cabo de un tiempo, comienzas a despreciarlas y ellas a despreciarte a ti. Es imposible evitarlo. Conozco a la mayoría de las putas de la ciudad. No quiero decir que me haya acostado con todas… ¡Ni mucho menos! Pero todas me conocen, y yo a ellas. De vista, por lo menos. Probablemente pensarás que llevo una vida muy miserable… Pero no. Es cuestión de enfoque, según como lo mires… De vez en cuando vienen a visitarme algunos amigos. Y te aseguro que soy capaz de hacerles pasar un buen rato tomando una taza de té. Soy un buen anfitrión. A menudo me comentan después lo mucho que han disfrutado con la visita.
La carretera había seguido cuesta abajo un buen rato, pero ahora llegó a un llano y nos encontramos frente a lo que parecía ser una granja abandonada. A nuestro alrededor se abrazaban a la luz de la luna negras siluetas de graneros y establos. Sophie continuaba encabezando la marcha, pero mucho más adelante, y a menudo yo apenas conseguía vislumbrar su silueta en el momento de desaparecer tras el muro de algún edificio en ruinas.
Afortunadamente, Geoffrey Saunders daba la impresión de conocer perfectamente el camino y de trazar la ruta a través de la oscuridad sin dificultad alguna. Mientras le seguíamos de cerca, me vino a la memoria un recuerdo de nuestros días escolares, el de cierta desapacible mañana de invierno en Inglaterra, con el cielo nublado y la tierra cubierta de escarcha. Yo tenía entonces catorce o quince años y estaba en el exterior de un pub, en compañía de Geoffrey Saunders, en algún remoto lugar del Worcestershire, en pleno campo. Nos habían emparejado para marcar el trazado de una carrera de cross-country, y nuestra tarea consistía en indicar a los corredores, a medida que iban saliendo de la niebla, la dirección correcta que debían seguir a través de un prado próximo. Aquella mañana yo me sentía especialmente triste, y después de pasar un cuarto de hora allí juntos contemplando en silencio la niebla, a pesar de todos mis esfuerzos por reprimirlas, se me saltaron las lágrimas. Yo entonces no conocía bien a Geoffrey Saunders, aunque -como todos- siempre me había esforzado por causarle buena impresión. Por eso me sentí especialmente mortificado, y mi primera impresión, una vez hube conseguido dominar mis emociones, fue que él me dedicaba el más profundo de los desprecios. Pero he aquí que de pronto se puso a hablar, al principio sin mirarme, pero luego volviéndose hacia mí de cuando en cuando. No podía recordar ahora cuáles habían sido sus palabras en aquella mañana brumosa, pero sí, nítidamente, la impresión que me habían causado. Porque, incluso en mi estado de autocompasión, fui capaz de advertir la gran generosidad de que me estaba dando muestras, y sentí una profunda gratitud hacia él. En aquel instante, también, me di cuenta por vez primera, con algo semejante a un escalofrío, de que en aquel condiscípulo modelo había un aspecto oculto: una dimensión profunda y vulnerable que auguraba que jamás llegaría a colmar todas las expectativas que el mundo había Puesto en su persona. Ahora, mientras seguíamos caminando en la noche, traté de volver a recordar lo que me había dicho aauella mañana, pero no lo conseguí.