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– Ya veo… ¿Y una de esas medidas fue no dejar en el suelo las maletas, sino cargar con ellas todo el rato?

– Precisamente, señor. Veo que ha captado usted perfectamente la esencia. Ni que decir tiene que, cuando me impuse estas normas, era yo bastante más joven y fuerte… Supongo que no tomé en cuenta que me iría debilitando con los años. Tiene gracia, pero olvidas una cosa tan simple… A los demás mozos les han pasado cosas por el estilo. Aun así, tratamos todos de mantenernos fieles a nuestros viejos propósitos. Con los años hemos formado un grupito muy unido…, doce de nosotros, los que quedamos de quienes nos propusimos cambiar las cosas hace tanto tiempo. Si fuera a flojear ahora, señor, me parecería estar traicionando a los otros. Y estoy seguro de que, si alguno de ellos renunciara a sus antiguas normas, me sentiría traicionado también. Porque, no le quepa ninguna duda, algunos progresos se han logrado en nuestra ciudad. Nos queda un largo camino por recorrer, es cierto, pero cuando nos reunimos… Nos encontramos todos los domingos por la tarde en el Café de Hungría, en el barrio antiguo de la ciudad; si algún día quisiera usted venir, nos sentiríamos muy honrados, señor… Digo que a menudo hemos comentado este tema y estamos todos de acuerdo en que ha habido notables mejoras en la actitud que se nos dispensa aquí. Los jóvenes que han venido detrás, naturalmente, lo dan por descontado. Pero los poquitos del Café de Hungría somos conscientes de haber marcado la diferencia, aunque sea pequeña. De veras que sería usted muy bien recibido entre nosotros, señor. Me encantaría presentarle a los del grupo. Ahora no somos tan rigoristas como en algún momento lo fuimos y desde hace tiempo se acepta que, en especiales circunstancias, tengamos invitados a nuestra mesa. El lugar es muy agradable en esta época del año con el soléenlo de las primeras horas de la tarde. Nuestra mesa está a la sombra de la marquesina, mirando a la Plaza Vieja. Se está muy bien allí, señor; estoy seguro de que le gustará. Pero, volviendo a lo que le decía, este tema ha sido muy debatido en el Café de Hungría. El de las resoluciones que cada uno de nosotros adoptó en el pasado. Ya ve…, a ninguno se nos ocurrió pensar qué ocurriría cuando nos hiciéramos viejos… Supongo que estábamos tan absortos en nuestro trabajo, que sólo podíamos pensar a corto plazo. O tal vez calculamos con demasiado optimismo el tiempo que haría falta para cambiar unas actitudes tan profundamente inveteradas. Y está usted en lo cierto, señor. Tengo ahora los años que tengo, y a cada año que pasa se me hace más duro.

El hombre hizo una pausa y, a pesar del esfuerzo físico a que se obligaba, pareció abismarse en sus pensamientos. Luego prosiguió:

– Debería serle sincero, señor… Es lo justo. Cuando era joven, es decir, cuando me impuse por primera vez estas normas de conducta, podía cargar hasta con tres maletas, por grandes o pesadas que fueran. Si algún huésped traía una cuarta maleta, tenía que dejarla en el suelo. Pero hasta tres me las arreglaba. El caso es que, hará cuatro años, pasé una temporada de mala salud y, como las cosas se me estaban poniendo difíciles, saqué el tema a colación en el Café de Hungría. Resumiendo: todos mis colegas se mostraron de acuerdo en que no había ninguna necesidad de que fuera tan estricto conmigo mismo.

Después de todo, me dijeron, lo que se pretendía era simplemente imbuir en los huéspedes cierta idea de la verdadera naturaleza de nuestro trabajo. Con dos maletas, o con tres, el efecto sería prácticamente igual. Si reducía mi mínimo de tres a dos maletas, no se derivaría ningún perjuicio. Acepté lo que me aconsejaron, señor, aunque sé que no es del todo verdad. Yo mismo me doy cuenta de que la cosa no impresiona en idéntico grado a la gente cuando me miran. La diferencia entre ver a un mozo cargado con dos maletas y ver a otro cargado con tres…, en fin, señor, reconocerá usted que, hasta para el ojo menos avezado, el efecto es considerablemente distinto. Lo sé, señor, y le confieso que me resulta penoso aceptarlo. Pero volviendo a su primera pregunta…, espero que comprenderá ahora por qué no quiero dejar sus maletas en el suelo del ascensor. Sólo trae usted dos. Y durante unos pocos años más, como mínimo, pienso que dos maletas estarán dentro de mis posibilidades.

– Sí, ya veo… Todo esto es muy digno de elogio -dije-. Ciertamente ha provocado usted en mí el impacto que deseaba.

– Me gustaría que supiera usted que no soy el único que ha tenido que introducir algún cambio. Comentamos con frecuencia estas cosas en el Café de Hungría y la verdad es que todos nosotros hemos tenido que adaptarnos en alguna medida. Pero no quiero que piense que estamos demostrando una excesiva tolerancia con respecto a nuestros compromisos. Si así hiciéramos, serían vanos los esfuerzos de tantísimos años. No tardaríamos en convertirnos en el hazmerreír de todos, objeto de burlas para cuantos nos vieran reunidos en nuestra mesa las tardes de los domingos. ¡Oh, no, señor…! Seguimos siendo muy estrictos unos con otros y, como no dudo que le confirmará la señorita Hilde, nuestras reuniones dominicales se han ganado el respeto de la ciudadanía. Lo repito, señor… Será usted muy bien recibido si desea unirse a nosotros. Tanto el café como la plaza resultan de lo más agradables en estas tardes soleadas. En ocasiones, el propietario del café se ocupa de que algunos violinistas zíngaros toquen en la plaza. Él también nos profesa una gran estima, señor. El suyo no es un establecimiento muy amplio, pero cuida siempre de que haya espacio suficiente alrededor de nuestra mesa para que nos sentemos cómodamente. E incluso cuando el resto del café está lleno, vela por que no nos molesten o atosiguen. Hasta en las tardes de mayor concurrencia, si estando sentados alrededor de la mesa nos diera por extender los brazos todos a la vez, no se produciría ningún contacto físico entre unos y otros. Hasta ese extremo nos considera el propietario, señor. Estoy seguro de que la señorita Hilde corroborará mis palabras.

– Sí, pero, dígame… ¿Quién es esa tal señorita Hilde a la que ha aludido usted un par de veces?

En cuanto lo hube dicho me di cuenta de que el mozo miraba por encima de mis hombros, a algún punto situado a mi espalda. Y, al volverme, descubrí con un pequeño sobresalto que no estábamos solos en el ascensor: detrás de mí, en un rincón de la cabina, se hallaba una joven menuda que lucía un traje de chaqueta impecable. Viendo que por fin me había dado cuenta de su presencia, sonrió y dio un paso hacia adelante.

– Lo siento mucho -se disculpó-. Espero que no me juzgue una fisgona, pero no he podido evitar oír su conversación. He estado oyendo lo que le contaba Gustav y tengo que decir que es un tanto injusto con los habitantes de nuestra ciudad. En lo que afirma respecto a que no valoramos a nuestros mozos de hotel. ¡Naturalmente que los apreciamos, y a Gustav más que a nadie! Todos le tienen un gran afecto. Ya se habrá dado cuenta usted mismo de que hay una contradicción en lo que decía Gustav… Si no los apreciáramos, ¿cómo se explica ese gran respeto con que son tratados en el Café de Hungría? Realmente, Gustav…, no está bien que nos deje en tan mal lugar ante el señor Ryder…

En las palabras de la joven había una nota inconfundible de afecto, pero el portero pareció sentirse avergonzado de veras. Recompuso su postura separándose un poco de nosotros, con los maletones golpeándole las piernas al hacerlo, y luego desvió la mirada cabizbajo.

– Nada…, que se le ha visto el plumero, Gustav -dijo la joven sonriendo-. Lo que no le ha dicho es que es toda una institución aquí. Le queremos muchísimo. Es tan modesto que jamás se lo confesará, pero todos los otros mozos de hotel de la ciudad lo consideran un ejemplo. Hasta pienso que no es una exageración decir que le profesan mucho respeto. A veces los verá usted sentados a su mesa los domingos por la tarde y, si Gustav no ha llegado aún, están en silencio. Como si no les pareciera correcto iniciar su reunión sin él… Diez u once personas sorbiendo silenciosamente café, esperando… O intercambiando a lo sumo murmullos, como si estuvieran dentro de una iglesia… Hasta que no se presenta Gustav, no se sienten a gusto y se lanzan a charlar distendidamente. Vale la pena acercarse hasta el Café de Hungría para presenciar la llegada de Gustav. El contraste entre el antes y el después es de lo más llamativo, se lo aseguro. Un momento antes todo lo que ve usted allí son hombres maduros, taciturnos, sentados en silencio alrededor de una mesa. Pero en cuanto aparece Gustav comienzan a reír y a gritar. Se dan codazos en broma, palmadas en la espalda… Y hasta bailan a veces…, sí, sí, ¡encima de las mesas! Tienen uno llamado Baile de los Mozos de Hotel…, ¿no es así, Gustav? ¡Oh, sí…, se lo pasan en grande! Pero no se permiten la más mínima si no está con ellos Gustav. Él no se lo dirá, naturalmente…, ¡es tan modesto! Pero en esta ciudad todos le queremos.