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Saltó del taburete y durante un segundo pareció sucumbir de nuevo a la tentación de reiniciar la charla. Pero el avisador comenzó otra tanda de pitidos y el joven se apresuró a alejarse con una sonrisa cohibida.

Volví a mi reflejo tras la barra del bar y a tomar más sorbos de café. Pero no conseguí recuperar el espíritu de relajada contemplación que había disfrutado antes de la llegada del chico. En su lugar me turbaba cada vez más la sensación de que se esperaba demasiado de mí en aquella ciudad y de que, sin embargo, las cosas no discurrían de momento por caminos satisfactorios. De hecho, no parecía tener más recurso que ir a buscar a la señorita Stratmann para aclarar ciertos puntos de una vez por todas. Resolví hacerlo en cuanto hubiera tomado la nueva taza de café que me habían servido. No había ninguna razón para que la entrevista fuera embarazosa; sería bastante sencillo explicarle lo que había ocurrido en nuestra conversación anterior. Podría decirle, por ejemplo: «Verá usted, señorita Stratmann… Antes estaba muy cansado y, cuando usted se interesó por mi programa, no la interpreté bien. Creí que me preguntaba si tenía tiempo para repasarla con usted en ese momento si me mostraba una copia.» O bien podía incluso pasar a la ofensiva y hasta adoptar un tono de reproche: «Mire, señorita Stratmann… Debo decirle que estoy un poco preocupado y…, sí, decepcionado hasta cierto punto. Dada la gran responsabilidad que usted y sus conciudadanos parecen descargar sobre mí, me parece que tengo derecho a esperar un nivel mayor de respaldo administrativo.»

Oí moverse a alguien a mi espalda y, al volverme, me encontré a Gustav, el viejo mozo de hotel, de pie junto a mi taburete. Al cruzarse nuestras miradas, sonrió y me dijo:

– ¿Qué tal, señor? Pasaba por aquí y le he visto. Espero que esté disfrutando de su estancia.

– ¡Oh, sí, mucho! Aunque, por desgracia, aún no he tenido la oportunidad de visitar la ciudad antigua, como usted me aconsejó.

– Es una lástima, señor. Realmente es una zona muy bella de nuestra ciudad…, ¡y la tiene tan cerca! El tiempo es perfecto también, si me permite decirlo. Con un aire fresquito, pero soleado. Ideal para sentarse al aire libre, aunque, eso sí, con americana o un abrigo fino. Hace un día de lo más a propósito para recorrer la ciudad antigua.

– ¿Sabe qué le digo? Un poco de aire fresco es justo lo que necesito ahora.

– Se lo recomiendo de veras, señor. Sería una gran lástima que tuviera usted que dejarnos sin haber podido gozar de un breve paseo por la ciudad antigua.

– Me parece que voy a hacerle caso… Iré ahora mismo.

– Y si tuviera tiempo para sentarse en el Café de Hungría, en la Plaza Vieja, estoy seguro de que no lo lamentará. Permítame sugerirle que pida un café y una porción del pastel de manzana de la casa… Me pregunto si, de paso… -El mozo titubeó unos momentos, y luego siguió-: Me pregunto si podría pedirle un pequeño favor… Normalmente no les pido favores a los huéspedes, pero tratándose de usted…, siento como si nos conociéramos desde hace mucho tiempo, señor.

– Me encantará hacer algo por usted si está en mi mano -respondí.

Durante unos instantes el hombre permaneció allí inmóvil y en silencio.

– Es una insignificancia -explicó al cabo-. Verá… Sé que mi hija estará ahora en el Café de Hungría. Con el pequeño Boris… Es una joven muy agradable, señor…, seguro que simpatizará con ella. Como la mayoría de la gente. No se puede decir que sea una belleza, pero sí que tiene un singular atractivo. Y un gran corazón en el fondo… Aunque supongo que jamás ha logrado superar esa pequeña debilidad suya… Tal vez por causa de la educación recibida, ¡quién sabe! Siempre ha sido así. Me refiero a esa tendencia suya a permitir que las cosas la abrumen a veces, aun cuando esté al alcance de su mano superarlas. Se le presenta un pequeño problema y, en vez de adoptar las sencillas medidas necesarias, deja que la obsesione. Es el camino para que los problemas pequeños se hagan grandes…, ya sabe usted, señor… En poco tiempo las cosas se le meten muy dentro y cae en un estado de desesperación. ¡Tan innecesario…! No sé exactamente qué es lo que la preocupa ahora, pero estoy seguro de que no se trata de algo insuperable. Ya se ha dado otras veces una situación así. Pero ahora, comprenda…, Boris ha empezado a notarlo. De hecho, señor, si Sophie no lo remedia pronto, temo que el niño sufrirá seriamente las consecuencias. ¡Y es tan encantador ahora! Tan abierto, tan confiado… Sé que es imposible que se conserve así toda la vida…, que incluso no es de desear que así sea… Sin embargo, a su edad, aún se merece varios años más de creer que el mundo es un lugar lleno de sol y risas. -Guardó silencio y pareció abismarse unos momentos en sus reflexiones. Luego, alzando la mirada, prosiguió-: ¡Si al menos Sophie se diera cuenta de lo que está pasando! Eso la ayudaría a enfrentarse a lo que fuera. Es una madre muy consciente y sabe cómo procurar lo mejor para las personas que quiere… Pero lo malo de ella es que, cuando cae en semejante estado, necesita que alguien la ayude a recobrar su perspectiva de las cosas. Un buen consejo…, eso es todo lo que le hace falta. Que alguien se siente a su lado unos minutos y le haga ver las cosas con claridad. Que la ayude a determinar cuáles son los problemas reales y qué medidas debería tomar para vencerlos. No necesita más, señor: una buena charla, algo que le devuelva su visión de la realidad. El resto ya lo hará ella sola. Puede ser muy sensata cuando se lo propone. Lo que me lleva a lo que quería decirle, señor… Dado que piensa acercarse a la ciudad antigua ahora, me pregunto si le importaría cambiar unas palabras con Sophie… Ya me doy cuenta de que tal vez le resulte una molestia… Pero, puesto que de todas formas va usted para allí, pensé que debía decírselo… No tendría que perder mucho tiempo con ella. Sólo unas palabras; lo justo para averiguar qué es lo que le preocupa y devolverle su sentido de las proporciones.

El mozo puso fin a su parlamento y me miró con ojos de súplica. A los pocos instantes le respondí con un suspiro:

– Me gustaría serle de alguna ayuda, créame… Pero de sus palabras deduzco que muy probablemente las preocupaciones de Sophie, cualesquiera que sean, atañen a asuntos de familia. Y, como usted ya sabe, ese tipo de problemas tienden a ser tremendamente enmarañados. Un extraño como yo tal vez pudiera llegar al fondo de alguno de ellos tras una conversación franca…, pero se encontraría seguramente con que aquel problema está relacionado con otro. Y así sucesivamente. Si me permite hablarle con sinceridad, pienso que es usted la persona más indicada para conversar con ella y hacer luz en esa maraña de asuntos familiares. Además, como padre de Sophie y abuelo de Boris, goza usted de una autoridad natural de que yo carezco por completo.

Tuve la impresión de que el hombre acusaba inmediatamente el peso de la responsabilidad que se desprendía de mis palabras y casi lamenté haberlas dicho. Estaba claro que había puesto el dedo en la llaga. Rehuyó mirarme de frente y durante unos segundos sus ojos vagaron por el atrio en dirección a la fuente. Finalmente dijo:

– Reconozco que tiene usted toda la razón, señor… Sí, en efecto… Ya sé que soy yo quien debería hablar con ella. Pero, la verdad… No sé cómo expresarlo, pero permítame ser completamente sincero… El quid de la cuestión está en que Sophie y yo no nos hablamos desde hace muchos años. En realidad desde que era niña, para ser más precisos… Comprenderá usted que, en estas circunstancias, me resulta bastante difícil hacer lo que se esperaría de mí.

El mozo tenía la vista fija en las puntas de los pies y parecía aguardar mi siguiente réplica como si fuera la sentencia de un juicio.

– Lo siento -dije yo-, pero no acabo de comprender sus palabras. ¿Me está dando a entender que no ha visto a su hija en todos estos años?

– No, no… Como ya sabe usted, la veo con regularidad, cada vez que saco de paseo a Boris. Lo que quiero decir es que no hablamos. Quizá me entendería mejor si le pusiera un ejemplo… Como esas veces que Boris y yo estamos esperándola después de uno de nuestros pequeños paseos por la ciudad antigua…, sentados en el café del señor Krankl, por ejemplo… Boris puede estar animadísimo, charlando y riendo por cualquier cosa. Pero, en cuanto ve a su madre asomar por la puerta, calla de repente. No es que se disguste…, nada de eso… Se retrae, simplemente. Respeta el ritual, ¿comprende? Luego, cuando Sophie llega hasta donde estamos, se dirige a él. Si hemos pasado un rato agradable, adonde hemos ido…, si el abuelo no ha pasado frío… ¡Oh, sí…, siempre le pregunta por mí! Le preocupa que me ponga enfermo de tanto pasear al aire libre. Pero, como le digo, Sophie y yo jamás nos hablamos directamente. «Dile adiós al abuelo», le encarecerá siempre a Boris a manera de despedida, y se irán los dos. Así han sido las cosas entre nosotros desde hace muchos años, y no parece haber ningún deseo real de cambiarlas ahora. Por eso, cuando se plantea una situación como la presente…, compréndame…, me encuentro perdido. Sé que todo lo que le hace falta es una buena charla. Y, a mi juicio, usted podría ser la persona ideal. Hable usted con ella, señor…, sólo unas palabras. Lo justo para ayudarla a identificar sus problemas de ahora. Si lo hace, ella pondrá el resto…, tenga usted la completa seguridad.