– Ah, sí… Excelente.
– Tomaré el primer autobús que salga de aquí por la mañana. Tendremos que darnos prisa. No estará mucho tiempo en venta.
Comenzó a darme más y más detalles acerca de la casa en cuestión. Y yo permanecí en silencio, pero sólo en parte porque no supiera qué responder. El hecho es que, a medida que seguíamos sentados allí, el rostro de Sophie empezaba a resultarme cada vez más familiar, hasta el punto de que me pareció recordar vagamente otras conversaciones anteriores entre ella y yo acerca de su plan de comprar una casa como aquélla en el bosque. Aunque algún desconcierto debió de ver en mi cara, porque al cabo de un rato cambió de repente de tono y me preguntó con voz menos resuelta, titubeante:
– Lamento lo de la última conversación por teléfono. Espero que no estés enfadado por ello…
– ¿Enfadado? ¡Oh, no!
– He estado pensándolo. No debería habértelo dicho. Confío en que no te lo tomaras a pecho. Después de todo…, ¿cómo va uno a quedarse en casa justamente ahora? ¿En qué casa? ¡Y con esa cocina en semejante estado! Aparte de que he empleado tanto tiempo, tanto tiempo en buscar algo para nosotros… Por eso tengo tantísimas esperanzas en esa casa que veré mañana.
De nuevo siguió hablándome de la casa. Y, mientras lo hacía, yo trataba de recordar algo de aquella conversación telefónica a que acababa de aludir. Tardé un rato, pero al cabo surgió en mí la incierta memoria de haber oído ya su voz… -o más bien una versión más dura y airada de ella- al otro extremo del hilo telefónico, en un pasado no muy distante. Y hasta me pareció recordar cierta frase gritada por mí al aparato: «¡Vives en un mundo tan pequeño!» Ella había seguido la discusión y yo había seguido repitiéndole en tono despectivo: «¡Un mundo tan pequeño! ¡Vives en un mundo tan condenadamente pequeño!» Pero, para mi frustración, no conseguía reconstruir nada más de aquella conversación nuestra.
Puede ser que, en mi esfuerzo por refrescar la memoria, me hubiera quedado contemplándola con la mirada fija, porque me preguntó ahora con cierta timidez:
– ¿Te parece que he aumentado de peso?
– ¡No, no…, qué va! -me reí apartando la vista-. Tiene usted un aspecto maravilloso.
Se me ocurrió entonces que aún no había mencionado el tema sugerido por su padre y volví a tratar de encontrar una vía adecuada para introducirlo. Pero en aquel preciso momento algo golpeó el respaldo de mi silla y me di cuenta de que Boris estaba de vuelta. De hecho, el pequeño correteaba en círculos cerca de nuestra mesa, dando patadas a una bola de cartón como si fuera una pelota de fútbol. Al notar que yo le observaba, empezó a hacer malabarismos con la bola pasándola de un pie al otro y finalmente la lanzó de un patadón por entre las patas de mi silla.
– ¡El Número Nueve! -gritó levantando los brazos-. ¡Un golazo del Número Nueve!
– Boris… -le dije-. ¿No crees que sería mejor que tiraras ese cartón a la papelera?
– ¿Cuándo nos vamos? -preguntó volviéndose a mí-. Se nos está haciendo tarde. Pronto oscurecerá.
Mirando a lo lejos observé que, en efecto, el sol desaparecía por detrás de los edificios de la plaza y que muchas de las mesas habían quedado vacías.
– Lo siento, Boris. ¿Qué es lo que querías hacer?
– ¡Deprisa! -exclamó el pequeño tirándome del brazo-. ¡No vamos a llegar!
– ¿Adonde quiere ir? -le pregunté a su madre en voz baja.
– Al parque infantil, por supuesto -suspiró Sophie poniéndose en pie-. Quiere mostrarte los progresos que ha hecho.
No parecía quedarme otra elección que levantarme yo también, y al instante siguiente estábamos los tres cruzando la plaza.
– ¿Así que quieres enseñarme lo que eres capaz de hacer? -le dije a Boris, que echó a andar a mi lado.
– Cuando estuvimos allí antes estaba aquel chico… -me explicó agarrándose a mi brazo-. Es mucho mayor que yo, ¡y ni siquiera sabe hacer el torpedo! Mamá dice que por lo menos tiene dos años más que yo. Le enseñé a hacerlo cinco veces, pero es demasiado miedica. Sube, sube…, ¡y después no se atreve a bajar!
– ¡Pues vaya! Y a ti, claro, no te da miedo en absoluto. Hacer el torpedo, quiero decir.
– ¿Cómo va a darme miedo? ¡Si es fácil! ¡Está chupado!
– Más vale.
– Se moría de miedo… ¡Daba tanta risa!
Dejamos atrás la plaza y empezamos a caminar por las calles adoquinadas del barrio. Boris parecía conocer perfectamente el camino, y a menudo se adelantaba unos pasos, impaciente. En un momento dado, volvió a ponerse a mi altura y me preguntó:
– ¿Conoce usted a mi abuelo?
– Sí, ya te lo he dicho. Somos buenos amigos.
– El abuelo es muy fuerte. Es uno de los hombres más fuertes de la ciudad.
– ¿De veras?
– Y es un buen luchador. Fue soldado antes. Ahora es viejo, pero sigue peleando mejor que la mayoría de la gente. A veces los rateros de la calle no se lo imaginan, y se llevan una desagradable sorpresa. -Boris hizo una repentina finta mientras caminábamos-. Y antes de que puedan darse cuenta, el abuelo los derriba de un golpe.
– ¡No me digas! Eso es muy interesante, Boris.
Un momento después, mientras proseguíamos nuestro recorrido por las callejuelas empedradas, me encontré recordando algo más de la discusión que había tenido con Sophie. Tal vez se había producido una semana atrás, o algo así, y yo me hallaba en una habitación de hotel, no sé dónde, escuchando su voz que me gritaba desde el otro extremo de la línea:
– Pero… ¿cuánto tiempo más piensan que vas a poder aguantar? Tú y yo ya no somos jóvenes… Has hecho tu parte. ¡Que otros arrimen el hombro ahora!
– Mira -le había respondido yo aún sin alterar la voz-, el hecho es que la gente me necesita. Llego a un lugar y las más de las veces me salen al paso problemas tremendos…, arraigados, aparentemente insolubles… ¡Y agradecen tanto mi presencia!
– ¿Y cuánto tiempo más vas a poder seguir haciendo esto por la gente? Por lo que se refiere a nosotros, a mí y a ti y a Boris, el tiempo se nos va. Antes de que te des cuenta, Boris habrá dejado de ser un niño. Nadie puede esperar que sigas así. Todas esas personas que dices…, ¿por qué no tratan de resolver sus propios problemas? ¡A lo mejor les servía de algo!
– ¡No tienes ni idea! -había estallado yo, enfadado ahora-. ¡No sabes de qué hablas! En algunos de esos lugares que visito, la gente es totalmente negada. No entienden ni jota de música moderna y, si los abandonas a su suerte, es evidente que se encontrarán cada vez más confusos. Me necesitan…, ¿es que no lo entiendes? ¡Me necesitan ahí! Tú no tienes ni idea de lo que estás hablando. -Y entonces le había gritado-: ¡Un mundo tan pequeño! ¡Vives en un mundo tan condenadamente pequeño!
Habíamos llegado a un parquéenlo infantil vallado. No había nadie dentro y me pareció que se respiraba una atmósfera más bien melancólica. Boris, desbordando entusiasmo, nos condujo hacia la pequeña verja de entrada.
– ¡Mirad, mirad qué fácil es! -dijo, y se alejó corriendo hacia una estructura de tubos dispuesta para que los niños treparan.
Durante unos instantes, Sophie y yo observamos en silencio la figura del niño, viéndolo trepar y trepar a la luz del atardecer. Luego ella murmuró en voz baja:
– Tiene gracia, ¿sabes? Cuando escuchaba al señor Mayer y su descripción de la sala de estar de la casa, no dejaban de venirme a la memoria esas otras imágenes, las del apartamento en que vivíamos cuando yo era niña. Y así estuve durante toda la conversación con él. ¡Nuestra vieja sala…! Mamá, papá…, como eran entonces. Probablemente no se parecerá en nada. En realidad, ni siquiera lo espero. Iré allí mañana y me encontraré con algo muy distinto. Pero ha hecho renacer en mí la esperanza. Ya sabes…, como una especie de presagio. -Dejó escapar la risa un momento y luego tocó mi hombro-. Estás muy callado.
– ¿Sí? Lo siento. Es por el viaje. Supongo que estoy cansado.
Boris había alcanzado el punto más alto de la estructura, pero la luz había menguado tanto que apenas se le distinguía como una silueta oscura recortada contra el firmamento. Reclamó nuestra atención con un grito y después, agarrándose al barrote de arriba, dio una vuelta de campana a su alrededor.
– ¡Está tan orgulloso de poder hacer eso! -comentó Sophie, y enseguida lo llamó-: Hay muy poca luz ya, Boris. Baja de ahí.
– Es muy fácil. Y aún más fácil a oscuras.
– Bájate ahora mismo.
– La culpa es de viajar tanto -seguí diciendo-. De habitación de hotel en habitación de hotel… Sin ver jamás a ningún conocido. Es muy fatigoso, sí. E incluso ahora, en esta ciudad, ¡es tan grande la presión sobre mí! Me refiero a la gente. Evidentemente esperan demasiado de mí. Quiero decir, que veo que…
– Mira -me cortó amablemente Sophie, apoyando su mano en mi brazo-, ¿por qué no nos olvidamos de todo eso ahora?
Tendremos tiempo de sobra para charlar de ello después. Todos estamos cansados. Ven con nosotros al apartamento. Está sólo a unos minutos de aquí, pasada la iglesia medieval. Estoy segura de que podemos resolverlo todo con una buena cena y un buen rato de tregua para nuestros pies cansados.
Me había hablado en un tono muy dulce, con la boca tan cerca, que sentí su aliento en mi oído. El cansancio se había apoderado de mí de nuevo, y la idea de relajarme en la tibieza de su apartamento -tal vez jugando con Boris sobre la alfombra mientras ella preparaba la cena- me pareció de pronto sumamente tentadora. Hasta el punto de que quizá cerré por un instante los ojos y permanecí inmóvil, sonriendo ensoñadoramente. En cualquier caso, la vuelta de Boris me sacó de mi ensoñación.